Un póster de propaganda soviética de los años setenta muestra a un astronauta sonriente, flotando sobre las cúpulas de las iglesias ortodoxas, con el lema "¡Dios no existe!". Se trata de una de las piezas que se exhiben en el Museo Británico de Londres, en una muestra que se inauguró este otoño bajo el título Living with the Gods (viviendo con los dioses). La exposición, que podrá verse hasta abril, narra la historia de las religiones a través de diferentes objetos y trata de mostrar las líneas que unen las diversas formas que toma lo sagrado en el mundo, desde una cantata de Bach hasta un puñal de sacrificios azteca o el agua del Ganges.
Porque diga lo que diga aquel astronauta soviético, Dios no ha desaparecido. Más bien todo lo contrario. Esos objetos, que representan a decenas de culturas a lo largo de los siglos, muestran que todas las sociedades conocidas tienen un punto en común: la religión. Los antropólogos no han sido capaces de encontrar un grupo humano, grande o pequeño, que no comparta alguna forma de creencia en una fuerza sobrenatural. Ya lo escribió en su clásico Nuestra especie (Alianza Editorial) el antropólogo materialista Marvin Harris: "No se puede concebir la vida social humana sin las creencias y valores íntimos que, por lo menos a corto plazo, impulsan nuestras relaciones con otros humanos y con la naturaleza". La Navidad representa una prueba más del papel que la religión sigue teniendo en la organización de la vida pública y privada de nuestras sociedades, también en la Europa laica, consumista y enganchada a las pantallas del siglo XXI, más allá de las creencias particulares de cada uno (o de la ausencia de ellas).
La exposición del Británico va acompañada por una serie de 30 pequeños documentales de radio emitidos por la BBC, realizados por Neil MacGregor, el autor de La historia del mundo en 100 objetos (Debate). Cada minidocumental repasa un símbolo y explica su capacidad para perdurar. Un ejemplo: los seguidores de Zaratustra llevaron su culto al fuego desde Irán a India tras la conquista musulmana, en el siglo VII. En alguno de sus templos se mantienen llamas encendidas desde entonces. ¿Es algo tan extraño y tan lejano? Entonces recuerda que una de las primeras ceremonias en las que participa un presidente de Francia tras ser investido consiste en visitar el monumento al soldado desconocido, donde arde una llama eterna desde 1923, una forma del culto al fuego en la República que tiene el laicismo en su corazón.
Vivimos, como hace siglos, en un mundo en el que millones de personas peregrinan (de hecho, el Camino de Santiago, crucial en la Edad Media, cobra un nuevo impulso, por no hablar de la peregrinación a La Meca, que moviliza a musulmanes de todo el planeta), en el que se venera a un dios o a muchos dioses, en el que las representaciones de lo sagrado generan pasiones y luchas. Hasta la mayor máquina de hacer dinero de Hollywood, la saga de La guerra de las galaxias, relata la historia de una religión, los Jedi.
En la esfera política, muchos conflictos del siglo XXI también están relacionados con nuestros viejos dioses. El estatuto de Jerusalén —Ciudad Santa para las tres grandes religiones monoteístas— se mantiene como un enfrentamiento que parece imposible de cerrar. No es el único lugar con un contencioso religioso: cientos de miles de musulmanes de la etnia rohingya han sido expulsados de Myanmar (la antigua Birmania) en tres meses, en un nuevo episodio de limpieza étnica, a raíz de los conflictos con los budistas. Los cristianos son asediados en varios países de Oriente Próximo. Y el choque entre suníes y chiíes, las dos grandes ramas del islam, está desestabilizando la región y tiene su expresión más sangrienta en las guerras de Siria y Yemen. Mientras, el Estado Islámico (ISIS) ha encontrado adeptos en medio mundo dispuestos a asesinar en nombre de su interpretación religiosa.
Incluso en países en los que la libertad religiosa está blindada en la Constitución, como en EE UU, gracias a la Primera Enmienda, Dios ocupa un lugar tan importante que hasta en los billetes de dólar aparece la frase "In God we trust" (confiamos en Dios). Lo mismo puede decirse de Europa o de los países que estuvieron regidos por dictaduras comunistas y que trataron infructuosamente de acabar con creencias religiosas que para Marx eran el "opio del pueblo".
El que esa irreductible presencia de la religión sea algo bueno o malo depende de las creencias de cada uno, pero es indiscutible que nos ha acompañado siempre. "El sentimiento religioso responde al anhelo individual de encontrar una respuesta a preguntas para las que no se halla satisfacción en el entorno inmediato", explica Mar Marcos, profesora de Historia Antigua de la Universidad de Cantabria, presidenta de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones (SECR). "La religión ayuda, además, a ordenar las vidas individuales y comunitarias, a tener un sentimiento de pertenencia a un grupo y a proporcionar seguridad y confort. Muchas religiones prometen una vida mejor en el más allá. Esa recompensa de las buenas acciones en la vida terrenal es un gran aliciente y un estímulo para soportar adversidades. La religión también ayuda a pautar el tiempo. Todas las religiones ofrecen ceremonias y rituales atractivos para el individuo y la cohesión del grupo".
También existe toda una línea de pensamiento que interpreta el papel de la religión en la vida pública de una forma opuesta, una filosofía que arranca con la Ilustración en el siglo XVIII, incluso antes, con pensadores como Baruch Spinoza (1632-1677), y que continúa hasta nuestros días con la obra de Richard Dawkins, Christopher Hitchens y el gran exponente de estas ideas en el siglo XX, Bertrand Russell. Para ellos la religión es una forma de control social, representa el poder, un atraso que ancla a las sociedades en supersticiones y que lastra su progreso. Russell escribió en ¿Por qué no soy cristiano? (Edhasa): "La religión se basa en el miedo. El miedo es la base de todo: el miedo a lo misterioso, el miedo a la derrota, el miedo a la muerte. El miedo es el padre de la crueldad y, por lo tanto, no es de extrañar que la crueldad y la religión vayan de la mano".
Una investigación de abril de este año del Pew Research Center indicaba que las personas que se sentían adscritas a una religión son mayoría en el planeta, con una clara ventaja para los credos monoteístas. En 2015, los cristianos representaban el mayor grupo del mundo, el 31,2% de los 7.300 millones de habitantes del planeta; los musulmanes alcanzan el 24,1%, y los que dicen no pertenecer a ninguna creencia, el 16%. Los hindúes son el cuarto grupo, con el 15,1%, y los budistas, el 6,9%. Lo que el Pew llama "religiones folclóricas" representan el 5,7%; otras religiones, el 0,8%, y los judíos, el 0,2%. Sin embargo, según las predicciones de este centro de estudios, es muy posible que en 2035 los musulmanes pasen a ser mayoría, mientras que los no afiliados a ninguna religión también aumentarán de forma importante. Entre los cristianos suben especialmente los cultos evangélicos.
Los datos deben tomarse con prudencia porque la pertenencia a una religión no significa su práctica, ni siquiera su creencia. Como explica Mónica Cornejo, profesora del Departamento de Antropología Social de la Universidad Complutense y una de las impulsoras del grupo de investigación sobre Antropología de la Religión y la Espiritualidad (ARESIMA), "tanto en la estadística como en los estudios antropológicos se ha visto que el hecho de que todas las sociedades tengan formas religiosas no es incompatible con que, al mismo tiempo, haya personas no creyentes. Ambas cosas conviven, y esto es muy interesante porque significa que la religión no es un universal humano, sino una recurrencia social y cultural".
En los estudios históricos es todavía más difícil separar aquellos que realmente creían de los que estaban obligados a hacerlo. La medievalista Ana Rodríguez, del Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), asegura: "Lo que consideramos la intensidad de la relación de la gente en la Edad Media con la religión apenas permite intuir la parte de la creencia individual. Lo que muestra es el control externo, que a su vez se interiorizaba, de las pautas de actuación y comportamiento en una sociedad dominada por una institución cuyos preceptos y prohibiciones afectaban todos los ámbitos". Esta investigadora agrega: "Se suele asumir que la religión, tal y como la entendemos en el mundo contemporáneo, como una opción individual más o menos voluntaria, ha existido desde siempre. No es así, y esta confusión impide entender aspectos fundamentales de la sociedad medieval. La práctica religiosa en la Edad Media no es privada: no se lee en voz baja, no hay interpretación personal de las Escrituras, los monasterios y conventos no son, o no son únicamente, centros de devoción y recogimiento, sino centro de poder y de concentración de riquezas".
Lo que Ana Rodríguez describe de la Edad Media forma parte todavía de la vida cotidiana en lugares como Arabia Saudí o Irán, donde existe hasta una policía especial destinada a obligar a cumplir los preceptos religiosos, o del Estado de Utah, en EE UU, donde el peso de los mormones es enorme. En muchos lugares uno puede ser perseguido por sus creencias religiosas, o por la ausencia de ellas, considerada una afrenta todavía más grave: la libertad de culto sigue siendo un privilegio en gran parte del planeta. Incluso en la Europa del siglo XXI, el uso del velo entre las mujeres musulmanas provoca encendidos debates sociales y legislativos. En algunos barrios europeos, cubrirse la cabeza o todo el cuerpo no es una opción libre.
Sin embargo, pese a los miles de estudios que se han hecho sobre el hecho religioso, existe una pregunta que nunca tendrá respuesta: ¿desde cuándo? El primer objeto que aparece en la muestra del Británico es un hombre león, una escultura de marfil de mamut descubierta en la cueva alemana de Hohlenstein-Stadel y fabricada hace 40.000 años. El problema es que de las religiones de la prehistoria solo se puede hablar de forma especulativa porque no existe ningún marco interpretativo. En otras palabras: no podemos saber cuándo empezó el sentimiento religioso; solo que, poco después de la llegada del Homo sapiens a Europa, alguien construyó el primer ser imaginario del que tenemos noticia.
El templo más antiguo del mundo se encuentra en Turquía, cerca de la frontera con Siria. Se trata de Göbekli Tepen, edificado hace unos 9.000 años —6.000 años antes que las famosas construcciones de Stonehenge, en Inglaterra—. Pero, de nuevo, nos faltan referencias para entender su uso y su sentido. Hay que esperar hasta la Epopeya de Gilgamés, un texto sumerio de hace 4.500 años, para que los dioses entren en la literatura. Julio Trebolle Barrera, profesor emérito del Departamento de Estudios Hebreos y Arameos de la Universidad Complutense y miembro del Comité Internacional de Edición de los Manuscritos del Mar Muerto, asegura: "Primero existía el politeísmo. El panteón hitita tenía 10.000 dioses, pero el griego solo 12. Poco a poco se va reduciendo". La religión monoteísta más antigua es el judaísmo: la primera mención a Israel se encuentra en la Estela de Merneptah, del año 1210 antes de nuestra era, que se encuentra en el Museo de El Cairo. "El gran problema del monoteísmo es que Dios tiene que ser bueno, entonces ¿de dónde sale el mal?", prosigue Trebolle Barrera. "En el politeísmo es mucho más fácil echar la culpa a los dioses, el mal es algo que viene de fuera; en la Biblia se hace mucho más responsable al hombre. Es algo que ocurre en el judaísmo, el cristianismo y el islam".
¿Y cuándo nació el escepticismo hacia la religión? Todavía con los viejos dioses. Óscar Martínez, traductor de la Ilíada (en la versión de Alianza Editorial) y presidente de la delegación madrileña de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, asegura que "a partir del siglo VI a. C., los filósofos pusieron cerco a la creencia en los dioses. Por ejemplo, Jenófanes de Colofón señalaba que si los bueyes o los caballos tuvieran manos para dibujar, estos pintarían a sus dioses bajo la forma de bueyes o de caballos". "Sin embargo, cada ámbito de la vida griega estaba impregnado de la presencia de dioses. El calendario estaba organizado a partir de las fiestas religiosas, y manifestaciones tan importantes como las representaciones teatrales o los juegos olímpicos pertenecían al contexto de los festivales dedicados a la divinidad; circunstancias más cotidianas como las relacionadas con la salud, por ejemplo, revelan la creencia de que una ofensa a un dios podía provocar una enfermedad y que a su vez las curaciones dependían de los dioses", prosigue Martínez.
Marguerite Yourcenar explicó que había decidido escribir las Memorias de Adriano para describir una época "en la que los viejos dioses habían muerto y los nuevos todavía no habían nacido, un momento en que el hombre estuvo solo". Seguramente no haya existido ningún otro, como queda claro cada Navidad cuando hasta los no creyentes más recalcitrantes participan de ritos que, de una forma u otra, han pautado nuestra vida antes de lo que alcanza la memoria.
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