Nadie sabía por qué habían comenzado a bailar, pero allí estaban. Un día cualquiera de 1278. Sobre uno de los puentes que cruzaban el río Mosa, en la frontera occidental del Sacro Imperio Romano Germánico. Se trataba de una multitud formada por doscientas personas que agitaban sus cuerpos descontroladamente. Compulsivamente. Incapaces de detenerse. Como si hubiesen sido víctimas de alguna clase de maleficio diabólico que las obligaba a moverse en contra de su voluntad.
De repente, el puente se vino abajo. La mayoría de los que bailaban sobre él cayeron en el río y comenzaron a ser arrastrados por la corriente. Para sorpresa de todos los presentes, sin embargo, ninguno de ellos hizo esfuerzos por alcanzar la orilla o mantenerse a flote. Todo lo contrario. En lugar de intentar nadar, en lugar de intentar ponerse a salvo, todos continuaban contorsionándose en el agua, batiendo sus brazos y piernas como posesos, hundiéndose cada vez en mayor número y pidiendo auxilio porque, sencillamente, no podían dejar de bailar. Ni siquiera mientras se ahogaban.
Muchos perecieron aquel día en el fondo del río. Los supervivientes, algunos de ellos lesionados debido al derrumbamiento del puente, fueron transportados a una capilla cercana dedicada a san Vito. Allí, poco a poco, todos fueron dejando de retorcerse y recobrando la normalidad. Ninguno supo explicar por qué se había puesto a bailar. Pero, sobre todo, ninguno supo explicar por qué no había sido capaz de parar.
Lo que sucedió en 1278 a las orillas del río Mosa —concretamente en Maastricht, de acuerdo con el historiador John Waller— no fue un hecho aislado. Aproximadamente un siglo más tarde, a apenas veinte o treinta kilómetros de allí, en Aquisgrán, se produjo uno de los episodios más multitudinarios de los que se tiene constancia, viéndose afectadas al mismo tiempo poblaciones tan distantes como Colonia, Metz, Utrecht, Brujas e incluso Estrasburgo, cuatrocientos kilómetros al sur. Cuatro décadas antes, en 1237, un grupo de niños recorrió bailando y saltando los más de veinte kilómetros que separan las ciudades de Erfurt y Arnstad, en clara similitud con la leyenda del flautista de Hamelín, originaria de la misma zona y de la misma época. Otros casos se registraron en Bernburg dos siglos antes. Otros, en Inglaterra varias décadas después. En 1428, en la ciudad-estado de Schaffhausen —hoy en día, capital del cantón suizo homónimo—, los monjes de un monasterio documentaron cómo uno de ellos comenzó a bailar sin motivo y no fue capaz de parar hasta que cayó muerto.
En realidad, tal y como apunta el profesor de la Universidad de Virginia H.C. Erik Midelfort en su ensayo de 1999 A History of Madness in Sixteenth-Century Germany, desde el siglo VII hasta el XVII todo el centro de Europa fue testigo en numerosas ocasiones de estos brotes que, por aquel entonces, fueron denominados como «baile de san Vito». Según Midelfort, los cronistas de la época lo describieron como «una clase especial de convulsión que surge de la sangre u otros humores, de tal forma que los vasos nerviosos y los instrumentos del movimiento voluntario son excitados y estimulados hasta [provocar] tan extraordinarios y asombrosos movimientos». En el artículo The Dancing Pilgrims at Muelebeek, publicado por Dorothy M. Schullian en 1977 en el Journal of the History of Medicine and Allied Sciences de la Universidad de Oxford, la autora destaca cómo los bailarines «chillaban, cantaban, sufrían visiones, invocaban tanto a Dios como a los demonios, y finalmente se desplomaban quejándose de un intenso dolor e hinchazón abdominal». Se refiere en el texto al grabado de Pieter Brueghel el Viejo sobre un brote que se produjo en un suburbio de Bruselas en el año 1564. Más adelante, otros pintores como su hijo, Pieter Brueghel el Joven, o Henricus Hondius I reprodujeron la mencionada escena.
Pero el caso más grave de estas misteriosas epidemias de baile fue el que sucedió en Estrasburgo en los meses de julio y agosto de 1518. Posiblemente, el brote mejor documentado de todos ellos, junto con el de 1374 en Aquisgrán.
Una mujer, de nombre Troffea, comenzó a bailar fuera de control en una de las calles de la ciudad. Al día siguiente, continuaba bailando. En una semana, se habían unido a ella treinta y cuatro personas, un número que se elevó hasta aproximadamente cuatrocientos bailarines en el plazo de un mes. El resto de habitantes de Estrasburgo creían estar presenciando la danza de los malditos. Intentaban detenerlos, les rogaban que parasen, pero era imposible.
Escribe John Waller en A forgotten plague: making sense of dancing mania: «El curso de la epidemia de 1518 puede ser minuciosamente detallado con la ayuda de bandos municipales, sermones, y las vívidas descripciones que nos dejó el brillante médico del Renacimiento, Paracelso (…). En una cosa coinciden los escritores contemporáneos y los modernos: aquellos que bailaban lo hacían involuntariamente. Se retorcían de dolor, gritaban pidiendo ayuda y suplicaban piedad». Según los informes de la época, en Estrasburgo, durante aquellas semanas, fallecieron bailando alrededor de quince personas al día por infarto, derrame cerebral o agotamiento.
«Se creía que el baile era al mismo tiempo la enfermedad y su cura —continúa relatando Waller—. Numerosas personas recobraron el juicio temporalmente, bailando a propósito hasta el olvido con la creencia de que solo de este modo se levantaría la maldición. Por la misma razón, en Estrasburgo en 1518 las autoridades ordenaron que los bailarines continuasen bailando día y noche, para lo cual se construyó un escenario especial en el centro de la ciudad donde se pudiesen mover con libertad».
Resulta difícil imaginar una escena más macabra. Docenas de personas sacudiendo trágicamente sus extremidades, troncos y cabezas sobre una plataforma mientras el resto de vecinos, los que han escapado al hechizo, observan desde la plaza cómo algunos van muriendo exhaustos y a otros se les rompen los huesos de las rodillas y los tobillos sin que nadie pueda hacer nada por ellos.
Creyendo que las causas de la plaga eran de naturaleza sobrenatural y convencidos de que solo con más baile podrían erradicarla, las autoridades decidieron contratar entonces a músicos profesionales para mantener a los endemoniados en constante movimiento. John Waller concluye: «La medida fue un desastre». Hubo que esperar hasta principios de septiembre para que la epidemia cesase. Un buen día, de buenas a primeras, los que sobrevivieron dejaron de bailar. Y eso fue todo.
Se registraron otros casos a lo largo del siglo XVI, como el de Basilea de 1536 o el de Bruselas de 1564, reflejado en el grabado de Pieter Brueghel, pero una vez llegado el siglo XVII, los brotes de danza maldita desaparecieron como por arte de magia sin que la ciencia haya podido explicar jamás qué era exactamente lo que los provocaba.
Algunos han querido encontrar cierta relación con la corea de Sydenham o «corea menor», una enfermedad infecciosa del sistema nervioso producida por la bacteria Streptococcus pyogenes, pero no explica el contagio de grupos tan multitudinarios y en momentos distintos. También se descarta la «corea mayor» o «chorea magna», nombre que recibieron estas epidemias junto con el de «chorea sancti viti» hasta su desaparición y con el que hoy se designa la enfermedad de Huntington, un grave trastorno neurológico y degenerativo de carácter no infeccioso.
Se ha hablado también de tarantismo, de histeria colectiva, hasta de posesiones demoníacas. Últimamente ha adquirido fuerza la hipótesis de que estos brotes, en realidad, pudieron haberse debido a la ingesta accidental —o quizá no tanto— de Claviceps purpurea o cornezuelo, un hongo que crece en el centeno, entre otros cereales y hierbas, y del que se obtiene la dietilamida de ácido lisérgico o LSD, pero no es sencillo explicar la duración de sus efectos en el tiempo.
Lo que nos lleva a inferir que, tal vez, después de todo, no exista una explicación para las epidemias de baile. Así como llegaron en el siglo VII, se esfumaron mil años más tarde. Y resulta reconfortante. Es esperanzador pensar que a veces las cosas ocurren sin más. Porque sí. Y, sobre todo, que algún día podrían volver a ocurrir.
Porque morir por agotamiento, con los huesos rotos, pidiendo auxilio y destrozado después de semanas enteras gritando de dolor es una manera horrible de morir, no cabe duda. Nadie querría pasar por algo así. Pero hay que reconocer que, de entre todas las muertes espantosas, de entre todas las formas crueles y espeluznantes que hay de morir, quizá hacerlo bailando sea la más entretenida de todas ellas. En el fondo, aunque solo sea al principio, incluso debe de tener un punto divertido. Así que, puestos a elegir, si se ha de morir de un modo atroz, que sea ese. Qué diablos.
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