En torno al año 1350 a.C. empezó el reinado de Suppiluliuma I. Se convirtió en monarca del Imperio Hitita con un ascenso lleno de incógnitas, principalmente por el vacío documental que tenemos sobre dicho tema. Fuese como fuere el ascenso, obtuvo el trono. Aunque no tengamos noticias sobre su acceso al poder, tenemos nutridos escritos (en tablillas) sobre las empresas y quehaceres que acontecieron durante su mandato. Las gracias debemos darlas a su hijo y futuro Mursili II, que hizo redactar una amplia biblioteca, creando así una magnífica obra para el conocimiento histórico de dicho período.
Suppiluliuma engrosó y estabilizó las fronteras de los hititas, a base de una política agresiva. Redujo numerosas ciudades del reino vecino de Mitanni. No obstante, el vertiginoso soberano también atendió a cuestiones diplomáticas. Se casó con una princesa babilonia (repudiando a su esposa y madre de sus hijos) y casó algunas hijas con reyes vasallos.
Precisamente, nos dedicaremos a un suceso diplomático que aún, a día de hoy sigue salpicado por su singularidad, debido a las repercusiones inmediatas y posteriores que tuvo. El relato se encuentra en Hazañas de Suppiluliuma. Uno de los muchos textos que dejó para la eternidad Mursili II. Los estudiosos han bautizado el episodio como “caso de Zannanza”. Todo empezó con la recepción del siguiente texto en la corte hitita.
Mi marido ha muerto. No tengo hijo. Pero dicen que tú tienes muchos hijos. Si tú me das a uno de tus hijos, se convertirá en mi esposo. ¡Yo jamás tomaré a uno de mis sirvientes para convertirlo en mi esposo!
La carta procedía, supuestamente, de la reina de Egipto (la viuda de Tutankamón, Ankesamón) y eso no podía ser de ninguna de las maneras. La familia del faraón no establecía lazos matrimoniales con extranjeros, por lo tanto se trataba de un error, una broma o, peor, una trampa. Sin embargo, Suppiluliuma no dejaban de rondarle por la cabeza las palabras del enigmático mensaje. La reina de Egipto quería a un hijo para convertirlo en faraón. Mandó a un hombre cercano a su figura, de nombre Hattusa-ziti, para verificar la propuesta.
El emisario volvió del país del Nilo, no solo con la respuesta de la reina sino con una persona próxima a la realeza egipcia (un tal Hani) que aseguraba el mosqueo de la reina por la desconfianza y duda que había causado su misiva. También entregó el escrito, curiosamente escrito en acadio, todo sea dicho.
¿Acaso si tuviera un hijo, habría escrito sobre mi propia vergüenza y la de mi país a un país extranjero? ¡No me habéis creído e incluso me lo habéis dicho así! El que fuera mi esposo ha muerto. ¡No tengo hijo! ¡Nunca tomaré a uno de mis sirvientes para convertirlo en mi esposo! No he escrito a ningún otro país. Solo te he escrito a ti. Dicen que tienes muchos hijos; dame, pues, a uno de tus hijos, Será mi esposo. ¡Será rey de Egipto!
Como no podía ser de otra manera, Suppiluliuma siguió negándose a creer el texto. Mucho menos en acadio. Hani imploró al monarca hitita, con un alto grado de humillación y pinceladas de teatralidad.
¡Oh, mi señor! ¡Es la vergüenza de nuestro país! Si en verdad tuviéramos un hijo del rey, ¿acaso habríamos acudido a un país extranjero y seguiríamos pidiendo un nuevo señor? El rey ha muerto. ¡No tiene hijos! La esposa de nuestro señor está sola. Buscando un hijo de nuestro señor [es decir, Suppiluliuma] para la corona de Egipto. Y para la mujer, nuestra señor, ¡lo buscamos como esposo! Además, no hemos ido a ningún otro país, ¡solo hemos venido aquí! ¡Ahora, oh, nuestro señor, danos a uno de tus hijos!
La melancolía sirvió más que el texto. El rey hitita claudicó con las resonantes y apasionadas palabras del enviado egipcio. Resolvió el asunto mandando a uno de sus hijos. Incluso así, tomó grandes precauciones. El hijo que destinó a las tierras del Nilo fue el cuarto de sus cinco hijos, Zannanza. No arriesgó a ningún posible sucesor al trono hitita, no obstante no lo habría mandado si no hubiera tenido garantías de su seguridad.
La cautela se justificó pasados los días. Llegó a palacio un hombre que informó sobre el infortunio que padeció el barco de Zannanza durante su travesía. La nave sufrió un ataque y su hijo murió. Se explicó a Suppiluliuma que los autores del asesinato habían escapado rápido y no pudieron identificarlos. La ira y el dolor se apoderó del soberano hitita. Culpó a los egipcios y prometió represalias.
Supuestamente, la muerte de Zannanza estuvo maquinada por un alto funcionario egipcio (Ay). Las culpas caerían sobre el viejo burócrata. Posteriormente se casó con la reina egipcia, siendo así faraón. Una vez contraído el matrimonio, Suppiluliuma declaró la guerra al nuevo monarca egipcio. Podría parecer una historia sorprendente si terminara así, pero aún hay el colofón final.
La sed de venganza estuvo en mente del soberano hitita desde las noticias de la muerte de su hijo. Mandó a su poderoso ejército al sur de Siria (entonces territorio egipcio) para destruir y saquear distintas ciudades, apresó bastantes soldados egipcios que fueron llevados al corazón del imperio hitita, cerca de Suppiluliuma.Aquí empieza el fatal desenlace.
Los prisioneros egipcios transmitieron una plaga que tal como nos relata Mursili en Oraciones en tiempo de la peste terminaron con la vida de su padre, alrededor del año 1322 a.C. Por lo tanto, Suppiluliuma perdió paulatinamente a su hijo y después a su propia vida. La causa fue una carta de la que nunca se fió.
Vía | BRYCE, T, The kingdom of the hittites, Oxford University Press, Oxford, 1999; CLINE, E.H, 1177 a. C. El año en que la civilización se derrumbó, Crítica, Barcelona, 2015; PARRA ORTIZ, J.M, Gentes del Valle del Nilo : la sociedad egipcia durante el período faraónico, Editorial Complutense, Madrid, 2003.
Imágenes | Puerta de los leones, ruinas de Hatusa
En QAH| Curiosidades del mundo egipcios
Bernat Tomás Pont
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