miércoles, 26 de agosto de 2020

¿Por qué somos capaces de cometer todo tipo de atrocidades cuando obedecemos órdenes?

 

Ilustración para el artículo titulado
Imagen: PxFuel (Other)

Al investigador de la Universidad de Yale, Stanley Milgram, se le conoce mundialmente por llevar a cabo uno de los experimentos psicológicos más famosos y polémicos, sino el que más, de la historia. Más de medio siglo después, un estudio expone qué le ocurre al cerebro para actuar en esas situaciones límite.

Milgram buscaba averiguar cuál era el límite del ser humano, hasta dónde podríamos llegar por obedecer órdenes. De esta forma, su estudio reveló cómo las personas son perfectamente capaces de administrar descargas eléctricas insoportables a víctimas inocentes cuando un superior se lo ordena.

De su trabajo surgían nuevas preguntas, por ejemplo, por qué las órdenes de autoridad llegan a alterar la actividad cerebral para actuar de una u otra forma, incluso en contra de nuestros escrúpulos morales infligiendo dolor a los demás sin sentirnos culpables.

Para averiguarlo, los investigadores liderados por Valeria Gazzola reclutaron a 20 parejas de voluntarios, con un miembro de cada dúo desempeñando el papel de “agente” mientras que el otro asumía el papel de “víctima”. Los agentes se colocaron en un escáner de imágenes por resonancia magnética (MRI) para que su actividad cerebral pudiera ser monitoreada mientras tomaban una serie de decisiones sobre si administrar o no una descarga eléctrica levemente dolorosa a la víctima a cambio de una pequeña recompensa monetaria.

En ocasiones, los agentes tenían libertad de elegir si administraban o no la descarga, pero en otras la decisión era de los investigadores, ordenando en muchos casos que lo hicieran.

Matar y matar, hasta que sea suficiente

 Publicado por 

Roman von Ungern-Sternberg. (DP)

¿Qué sabía de gobernar aquella escoria que nunca tuvo siervos? ¿No era evidente que el de los bolcheviques era un plan trazado por los judíos hace tres mil años? Afortunadamente, la profecía anunciaba reparación: al mando de su caballería budista, el barón Von Ungern-Sternberg devolvería el orden natural al universo.

Desde su yurta en la estepa mongola, el barón pidió a la gitana que volviera a leer en aquellos huesos de pájaro que se chamuscaban sobre ascuas. ¿Era realmente cierto que los dioses solo le concedían ciento treinta días más de vida para cumplir su misión? Lo era. Ungern respiró hondo, repitiéndose a sí mismo que varios oráculos lo habían confirmado ya como «la última reencarnación del Dios de la Guerra». Cuando están a punto de cumplirse cien años de su muerte, aún quedan mongoles que se encomiendan a la protección de Robert Nikolaus Maximilian von Ungern-Sternberg. En sus oraciones es «Ungern» a secas.

Sus treinta cinco años de vida fueron testigos de no pocas proezas militares y muchísimas más atrocidades. El año «cero» arranca en 1887 en Graz (Austria), en casa de unos nobles alemanes del Báltico que deciden volver a su tierra en Estonia un año después. Sus primeros pasos los da entre Reval (hoy Tallin) y, al igual que muchos aristócratas bálticos de la época, será educado en casa y en alemán hasta los quince, antes de enfilar la secundaria en un liceo donde pasará a la cantera de futuros oficiales del ejército del zar. Pero le cuesta adaptarse a esa disciplina que no distingue entre un alumno ruso (la mayoría lo son) y un alemán de Estonia, y que incluso obliga a ambos a compartir clases y vestuarios con los judíos. Estos últimos apenas suman un puñado, pero para Ungern ya son demasiados.

Sus calificaciones son atroces, pero aún lo es más su comportamiento. Le gusta arrojar sus libros por la ventana en mitad de la clase y salir corriendo tras ellos para no volver. Se sienta solo porque ninguno de sus compañeros quiere compartir pupitre con él: una vara de avellano robada a un profesor, unas tijeras que se trajo de casa o los huesos de sus nudillos avisan a diario de la tragedia que se avecina. Es cruel con humanos y animales a partes iguales, y hasta los matones de cada clase tiemblan cuando su mirada se cruza con esos ojos extrañamente hundidos y separados el uno del otro. Son claros como diamantes, y brillan como los de una bestia salvaje que te observa desde el interior de una cueva antes de atacar. Resulta imposible escapar de ellos y se opta por expulsar del colegio a su dueño.

El barón Hoyningen-Huene (su padrastro) tendrá que mover más de un hilo para que lo acepten en la Academia Naval de San Petesburgo. Ahí destaca en gimnasia porque eso de trepar por mástiles y maniobrar entre foques y trinquetes le entretiene bastante. Pero continúan las peleas y agresiones, ahora casi siempre borracho, y da igual que sea en clase o en la iglesia. La institución acaba pidiendo a sus tutores que, por favor, se lo lleven de allí. Pero el joven se guarda un as en la manga: en una acción absolutamente quijotesca, se alista como un voluntario más para combatir en la contienda ruso-japonesa (1904-1905). La guerra, al fin.

Epifanía

A pesar de su nombre, la contienda entre Tokio y Moscú se libró por completo en tierras del agonizante imperio chino y, para cuando llegó aquel recluta de diecinueve años, los combates se reducían a una serie de tímidas escaramuzas. La derrota de las tropas zaristas era vergonzante, sí, pero es que el japonés era un enemigo disciplinado y fascinante. Así lo entendió Ungern. De vuelta en Rusia, el sistema que él había ido a defender se derrumbaba. Estaba en entredicho ni más ni menos que el orden imperial: Dios elige a un rey que gobierna sobre sus súbditos, y es entre ambos extremos de esa cadena donde cada uno tiene reservado su sitio. Así ha sido siempre. Sabe que el eslavo, «de naturaleza inferior», no solo no es capaz de tomar sus propias decisiones, sino que también es fácilmente manipulable por los judíos. A él le resulta evidente durante las protestas de 1905, cuando se empezó a escribir el prólogo de la revolución que transformaría Rusia y el resto del mundo.

Bastaba con agenciarse una copia de Los Protocolos de los Ancianos de Sion para entender que el enemigo era mucho más maquiavélico de lo que uno podía pensar. Ungern lo hace tras su ingreso en la prestigiosa Academia Militar de Pablo I, donde también descubre a Dante y a Konstantin Leontiev, un filósofo a quien se conoce como «el Nietzsche ruso». Entre otras cosas, Leontiev alaba la simplicidad y la pureza de Oriente frente al «igualitarismo contra natura de Occidente», todo ello en un discurso que tamiza con altas dosis de budismo y misticismo. Fue el propio George Orwell el que dijo que «el ocultismo acarrea la idea de que el conocimiento ha de ser algo secreto reservado a un pequeño círculo de iniciados». Por supuesto, Ungern también pertenece a esa élite.

En la academia militar sigue siendo un estudiante mediocre, pero empieza a entender el valor de la disciplina y destaca como un excelente jinete. Por primera vez consigue no ser expulsado de una institución y, tras su graduación, pide ser destinado al regimiento de cosacos de Transbaikal (Siberia Oriental). Para entonces ha leído ya sobre Shambala, el reino oculto de la Tierra Pura para los mongoles, cuyo mito intentan capitalizar los rusos. Ya en 1900, un agente secreto buriato llamado Agvan Dorjiev tenía la misión de extender entre la creencia de que los Romanov descendían de los mismísimos reyes de Shambala.

Ungern galopa ahora entre cosacos, ese grupo heterogéneo de individuos que había abandonado la civilización en Lituania, Rusia o Polonia y ahora se dedicaba a patrullar los confines del imperio sin más techo que el cielo raso. También hay mongoles budistas entre ellos, y todos odian a los judíos. El joven barón experimenta un fuerte sentimiento de pertenencia al que acompaña la epifanía que siente cada vez que visita alguno de esos templos budistas. Entre imágenes grabadas en tela y madera, distingue a los dioses entre amasijos de cadáveres, cabezas cortadas, ojos que abandonan sus órbitas, huesos que atraviesan la piel… El budismo mongol rezuma chamanismo por todos sus poros; hay profecía y sacrificio, y Ungern vuelve a Estonia empapado en la mística de la hecatombe. Pero a orillas de un mar Báltico siempre mortecino, el alcohol es su único refugio para protegerse de los embates del tedio. Una vez más, la guerra vendrá a su rescate: es 1914.

Vuelta a Transbaikal, esta vez con el Regimiento de Nerchinsk, el cual ostentará el honor de participar en algunas de las batallas más estúpidas y sangrientas del frente oriental. Con cifras de mortalidad que superan entre tres y cuatro veces la media del Ejército Imperial, pronunciar «Nerchinsk» solo evoca muerte y autodestrucción. Ungern combate a caballo en un mundo ya dominado por tanques, ametralladoras que barren el horizonte y aviones rasgando el firmamento. Acaba herido, pero no lo suficiente como para rechazar su nuevo destino en Prusia Oriental; de ahí a los Cárpatos, y luego al Cáucaso, donde intentará formar un batallón de asirios para luchar contra los turcos. Exceptuando su estancia como cadete en San Petesburgo, pasará su vida en los confines del imperio haciendo lo que más le gusta. Nunca falta faena, sobre todo cuando los fantasmas de 1905 se despiertan de nuevo y el zar es obligado a abdicar en marzo de 1917. Más al oeste, Estonia declara su independencia de forma muy breve —entre la retirada rusa y la ocupación alemana— en 1918. Allí, al enemigo bolchevique se le suman los Baltikumer, grupos de alemanes que marchan en la nueva Ritt gen Osten, la Cruzada contra el Este de los Caballeros Teutónicos. De haberse quedado en el Báltico, Ungern habría podido encajar entre ellos, o en esas divisiones del Ejército Blanco que lucían una combinación de insignias alemanas y rusas. Pero ya es demasiado tarde: el barón pertenece a Mongolia, y esta no tardará en pertenecerle a él.

Expiación

Que el almirante Kolchak —el líder de los blancos— lo envíe a defender la frontera más oriental de Rusia es una buena noticia. Allí servirá a las órdenes del general Grigori Mijailovich Seimonovich, un hijo del Baikal de padre cosaco, madre buriata y rostro brutal que ejerce una gran fascinación sobre él. Nominalmente, ambos son leales a Kolchak, pero el imperio se ve muy distinto cuando uno lo otea desde donde nace el sol. Ungern cabalga por estepas vacías hasta donde alcanza la vista, un espacio infinito en el que la única función de las marmotas es asomar la cabeza de vez en cuando para recordarle a uno que existe vida en ese remoto planeta. Su misión es recabar apoyos en Manchuria para devolver el golpe a los rojos y restablecer la monarquía. Hay gente dispuesta a escucharle, entre ellos los japoneses, quienes sienten pavor ante una posible expansión de la revolución a su provincia continental, lo mismo que los mongoles o los chinos. Por supuesto, también los británicos y los franceses, de quienes llegan fondos y armas para los blancos de Siberia. Y aún hay más. Durante la Primera Guerra Mundial los rusos capturaron a miles de checos y eslovacos. Cuando los bolcheviques se hicieron con el poder, muchos de ellos quisieron desplegarse en el frente occidental y volver de ahí a casa. Pero con los alemanes bloqueando el camino, la única ruta era el Transiberiano hasta Vladivostok (en la costa del Pacífico); de ahí solo quedaba ya atravesar medio mundo. Los aliados enviaron a la Fuerza Expedicionaria Siberiana, un contingente principalmente integrado por soldados americanos para socorrerlos y, de paso, ayudar a contener la expansión bolchevique. El frío acabó con ellos antes incluso de que llegaran los rojos.

Semionov y Ungern dirigen sendos distritos en Transbaikalia, pero las órdenes ya no llegan de Kolchak, sino directamente desde Japón: Tokio espera que Semionov construya y lidere un gobierno títere en el Extremo Oriente ruso. En su asentamiento de Dauria, Ungern es uno más: se viste como un mongol, duerme en una yurta, bebe la misma leche de yegua fermentada que la soldada, consulta a los dioses a través de un oráculo y se encarga de supervisar personalmente las clases de lengua mongola de sus jinetes rusos o checos. Como cualquier director de colegio frustrado, en 1919 se queja de que solo dos oficiales han atendido a la última clase, algo que considera como «una grave dejación de sus obligaciones». Cincuenta latigazos. Como siempre, Ungern no habla de «crueldad» sino de «castigo»: esa es la única manera de mantener la disciplina. Hay un momento del día reservado para la oración en el que cada uno reza a su dios o dioses, da igual a cuáles. No ha renunciado oficialmente a ser luterano, pero se muestra generosamente tolerante con cualquier credo excepto el judío.

Ocupando una posición estratégica en la ruta del Transiberiano, sus hombres se dedican a despojar de todos sus bienes a casi todo los que pasan por ahí. Los comerciantes chinos son especialmente tentadores y no se vacila a la hora de cortarles los dedos cuando sus anillos y sortijas se resisten a abandonarlos. Los judíos saben lo que les espera si se cruzan con el barón, pero algunos aún tientan a la suerte luciendo pequeños crucifijos colgando de sus cuellos. Ungern, que ya ha sustituido el alcohol por el opio, disfruta demostrando sus dotes de clarividente ante sus hombres: le basta posar la mirada sobre una fila de individuos a los que se ha obligados a bajar del tren para desenmascarar a un judío o a un comisario bolchevique. Dependiendo de los dioses mongoles, de la humedad del ambiente y, sobre todo, del humor del barón, se les desmembrará, desollará o quemará vivos frente al resto del pasaje. Docenas de ojos se pierden entre el horror y el alivio antes de continuar el viaje.

A cuatrocientos kilómetros al este de los dominios de Ungern, a Semionov le llueve el dinero de prácticamente todos los enemigos de la revolución, una fortuna que se infla asaltando monasterios budistas, asentamientos nómadas o simples individuos de paso. Su codicia va a la par de su crueldad, que incluye una depredación sexual sin límite a la que da rienda suelta en esos vagones en los que retiene a treinta jóvenes esclavas. En The Bloody White Baron (Basic Books, 2008), probablemente la mejor biografía del barón hasta la fecha, el historiador James Palmer asegura que no existe mención alguna al sexo en las notas del propio Ungern o las recogidas entre los que le conocieron. En 1920 circulaba la historia de que su mujer y sus hijas habían sido brutalmente asesinadas por los bolcheviques en Estonia, aunque probablemente fuera un relato fabricado para justificar su crueldad extrema. Se decía que no soportaba la presencia de las mujeres y él mismo se enorgullecía en público de su celibato ascético. Así, su matrimonio en 1919 fue una sorpresa para todos, pero aquella aristócrata china de diecinueve años no era sino parte de un intento de buscar nuevos aliados para su causa.

Ungern no veía con buenos ojos la debilidad material y carnal de Semionov, pero hay algo que desagrada aún más: su compañero no solo no extermina a los judíos, sino que permite que estos se reúnan un teatro donde se ofrecen obras en yiddish y una sinagoga. ¿Acaso no ha leído Grigori Mijailovich los Protocolos? Ahí se habla del plan primigenio semita de dominar el mundo. ¿Acaso no ha llegado a sus manos de la lista de Fyodor Vinberg? Ahí se desvelan los nombres de los judíos que mueven los hilos de la revolución. El barón está convencido de que la aristocracia rusa pasará a los judíos porque, como repitió siempre, los eslavos son incapaces de levantar un Estado. Asegura que lo único que puede envidiar un alemán de un ruso es su conexión con el este; de hecho, son legión los teutones entre la élite militar rusa, generales como Paul Von Rennenkampf, quien antes había participado en la rebelión de los Boxers en China (1900-1901), Yevgeni Miller (autoproclamado «gobernador blanco del norte de Rusia») o el propio Piotr Wrangel, comandante en jefe de las fuerzas blancas del sur. Wrangel llegó a alabar la destreza militar de Ungern en repetidas ocasiones. Si no lo ascendió, decía, fue «por su temeridad y su carácter impulsivo e inestable».

Karma

El siguiente paso del barón será liberar Mongolia de la ocupación china, algo que pasa por expulsar a la guarnición desplegada en Urga (actual Ulan Bator). Es allí donde el Bogd Kan, el líder espiritual de los mongoles, sufre la tremenda humillación de languidecer en arresto domiciliario. Los soldados chinos suplen su falta de motivación con un equipamiento militar muy superior al de los atacantes así como con la ventaja que les da defender una ciudad amurallada. La que ha de tomar la iniciativa es la División de Caballería Asiática, un ejército de entre cinco mil y seis mil hombres entre rusos, checos, japoneses y un puñado chinos —reclutados a la fuerza— a los que se ha sumado recientemente un nutrido grupo de tibetanos. No obstante, los mongoles conforman la mitad de un contingente muy colorido: los cosacos visten la cherkeska tradicional —esos abrigos largos azules con cartucheras a la altura del pecho— y, como el resto de los rusos, marchan bajo un estandarte que luce la M de Miguel II. Es el hijo del zar y, por lo tanto, el heredero legítimo de la corona. Ignoran que lleva ya tres años muerto. Por su parte, tibetanos y mongoles visten de rojo con una esvástica budista bordada en amarillo. Para entonces, Ungern es consciente de que también se trata de un símbolo antisemita, con lo que la cruz gamada le gusta por partida doble.

Tras un primer intento fallido en el que Ungern pierde un gran número de hombres y caballos bajo las ametralladoras y la superioridad numérica chinas (dos a uno), los hijos de todas las fes menos la judía se hacen finalmente con la ciudad y rescatan al Bogd Kan. Una escolta personal de doscientos hombres se asegurará de que no vuelva a caer en manos chinas. El odio de los mongoles hacia los chinos era casi comparable al de Ungern hacia los judíos, por lo que aquel hombre enfundado en un deel (traje nacional mongol) de seda amarillo y una insignia de general zarista sobre su hombro izquierdo no tarda en convertirse en una leyenda viviente. Ha sido visto en prácticamente todos los frentes de la batalla pero no muestra ni un solo rasguño. Los mongoles ven señales del karma por todas partes, de un liberador que, según la profecía, «vendrá del norte». ¿Podía tratarse la última reencarnación del Señor de la Guerra? Nunca se reconoció de forma oficial, pero eso no impidió que se levantaran templos dedicados a su figura.

Con el kanato de Mongolia convertido en un bastión contrarrevolucionario, la nueva autoridad en Moscú se ve forzada a tomar medidas de emergencia. Oficialmente, Mongolia seguía siendo parte de China, pero se acaban enviando tropas mientras se sigue alimentando la insurrección comunista en suelo mongol. Realmente está pasando, y el barón ve enemigos por todas partes. Lo último que esperaban los judíos que habían huido de los pogromos en Centroeuropa era que el exterminio se repitiera en el Extremo Oriente. Los mongoles, que no tenían una tradición antisemita, se quedan atónitos ante la crueldad que se ejerce sobre ellos: se les caza en la calle a caballo, eso cuando no se les ha linchado antes en sus casas, y se les tortura por puro entretenimiento. La paranoia por la infiltración bolchevique lleva a Ungern a utilizar técnicas de desmembramiento aprovechando la fuerza de árboles tensados. Casi un millar de individuos fueron ejecutados por orden del barón durante su reinado en Mongolia (entre febrero y agosto de 1921). Aquellos miembros catapultados sobre las cabezas de los asistentes recordaban ampliamente el precio a pagar por la traición o la indisciplina; nada resultaba excesivo para ejecutar un plan que, según el historiador ruso Stanislav Jatuntsev, pasaba por «lanzar cruzada contra Occidente, la fuente de las revoluciones, utilizando el poder de Asia para establecer la cultura y la fe asiáticas en toda Eurasia mientras restauraba las monarquías caídas». Y ya le dijo aquella gitana que los dioses solo le daban ciento treinta días para conseguirlo.

Los revolucionarios se habían hecho fuertes en la ciudad mongola de Kiatka, por lo que extirpar aquel cáncer resultaba imprescindible antes de continuar la misión encomendada por los dioses. Para entonces, aquella ciudad fronteriza aglutinaba al grueso de la trigésimo quinta división del Ejército Rojo, un contingente que no solo contaba con un tejido étnico de rusos y mongoles muy parecido al de Ungern, sino que también estaba comandado por otro alemán del Báltico curtido en mil batallas. Konstantin Neumann se llamaba. Podría decirse que el barón se miró en el espejo, pero la mirada se la devolvió el abismo. De no ser porque los comandantes rojos utilizaban mapas de más de cuarenta años, la caballería asiática habría sido exterminada por completo en la primera carga. El Ejército Rojo entra en Mongolia; con la capital de su futuro imperio ya perdida, la única opción es atravesar el desierto del Gobi -sin agua ni suministros- para llegar hasta la tierra budista más pura: Tibet. Agotada y desconcertada, lo único que sabe la tropa es que Ungern ha de morir. Quince oficiales conspiran con el apoyo tácito de las tropas rusas mientras los mongoles vacilan a la hora de desafiar a los dioses. «Nuestro ejército ha envilecido», avisa a Ungern el único príncipe mongol que queda en la división. Pero los asiáticos tampoco le quieren. Lo que ocurre después no está claro: se zafa de la encerrona al galope sobre su yegua blanca; se le abandona en mitad de la estepa… Da igual porque cualquiera de las posibilidades lleva a su captura a manos de los rojos.

Será juzgado en Novonikolaievsk (hoy Novosibirsk). Su traslado hasta allí en tren, trufado de oportunas paradas en las que es interrogado por comisarios y entrevistado por periodistas, se convertirá en lo más parecido a las noticias en streaming disponible en la época. No es para menos: la captura del gran tiburón blanco es el símbolo del triunfo revolucionario sobre la decadencia aristocrática y se explota como merece. A pesar de lo previsible del veredicto, el juicio también es parte de la opereta. Antes de que lo maten a tiros, responde a las preguntas con la franqueza del que se sabe ya derrotado y condenado.

—¿Es cierto que usted ha matado a mucha gente?

—Sí, pero no la suficiente

Las sectas: lo que la verdad esconde

 

HBO y el canal DKISS emiten sendas miniseries documentales sobre el poder y el oscurantismo de estos grupos en la sociedad y sus conductas delictivas

Imagen del documental "La familia: historia de una secta"
Imagen del documental "La familia: historia de una secta"/Foto: DKISS

Es una combinación diabólica: líderes espirituales que ocultan sus carencias emocionales y psicológicas bajo un manto de superioridad –engatusan gracias a una verborrrea y un discurso demagógico– y víctimas que, en líneas generales, buscan refugio en comunidades que les amparen en sus cuitas existenciales. A las sectas les acompaña un aura de oscurantismo, de prácticas ilegales y demás trapacerías en nombre de una pseudoreligión, un culto pagano o experiencias místicas. Hoy, DKISS y HBO programan «La familia; historia de una secta» y «El juramento». La primera se emite a las 21:45 horas y la de la plataforma de «streaming» está disponible bajo demanda. 

Ambas podrían ser una ficción altamente adictiva, cualidad que no pierden, aunque los hechos que se narran son reales y ponen los pelos como escarpias. En «La familia» se narra la historia de una secta que veía el apocalipsis muy cerca. Su origen data de la década de los sesenta. Su gurú era Anne Hamilton-Byrne, una profesora de yoga a la que sus seguidores consideraban que era una reencarnación de Jesucristo. Los que la conocieron tenían opiniones aparentemente dispares: decían que era carismática, pero también una peligrosa psicópata (rasgos que no son incompatibles). Su «modus operandi» era casi de manual: reclutaba a personas con posibles y eminencias médicas. Sin embargo, solo había que rascar la superficie para ver que su propósito era más siniestro. Como se publicó en un artículo en BBC Mundo, Hamilton-Byrne y su esposo querían crear una «raza superior». ¿Cómo? Apropiándose de niños de mujeres solteras y adopciones irregulares. Las fotografías que se difundieron en los 70 y los 80 presentaban a menores que parecían unos clones: todos eran rubios, tenían el mismo corte de pelo y vestían igual. Además, les obligaban a tomar drogas, entre ellas Valium, y, cuando ya sus cuerpos lo toleraban, LSD. Dos chicas lograron escapar en 1987 y su testimonio fue devastador. «Me sentía como en un campo de concentración», afirma uno de los niños. Anne y su esposo viajaban con frecuencia al extranjero y la mujer no tenía mejores ocurrencias que pinchar a los niños con sus tacones de aguja. La investigación, después de que se revelase la realidad, fue un fiasco: Hamilton-Byrne ni fue acusada ni la trasladaron al cárcel. Falleció en su hogar a los 98 años de edad.

En HBO, «El juramento» indaga hasta las entrañas en la organización NXIVM. Se publicitaban como una asociación de desarrollo personal. Fundada en 1998 por Keith Raniere y Nancy Salzman, en México tuvo un pequeño problemilla, ya que su delegación estaba presidida por Carlos Emiliano Salinas Occeli, hijo del expresidente Carlos Salinas. Según dicen, aunque no se ha demostrado con luz y taquígrafos, unieron para su causa a la actriz Linda Evans («Dinastía»), al empresario Richard Branston e incluso tenían a punto de caramelo una charla del Dalai Lama que no llegó a concretarse.

«El juramento» ha sido filmada por los nominados y ganadores del Oscar Jehane Noujaim y Karim Amer, responsables de los documentales «El gran hackeo» (2019) y «Control Room» (2004). Noujain tuvo contacto con NXIVM y recopiló información. En 2019, Rainiere fue acusado de extorsión, delito sexual y posesión de pornografía infantil.

El gesto de alguien que ha visto el infierno

 Publicado por 

Una mujer congoleña, víctima de violación en grupo, posa en las instalaciones de la ONG Heal Africa en Ndosho, República
Democrática del Congo, 2006. Fotografía: Per-Anders Pettersson / Getty.

—¿Qué fue lo que más te llamó la atención cuando la viste?

—Tenía un gesto muy peculiar, la mirada de alguien que ha visto el infierno.

Emilio Vercillo [1] es un calabrés (resopla cuando lo dice en voz alta) afincado en Roma desde que empezó a estudiar Medicina; se especializó en Psiquiatría. Actualmente, trabaja en un centro de salud público para refugiados. Se encarga de los casos de estrés postraumático y de los trastornos disociativos. Su interés por estas patologías fue definitivo en 2002, durante unas vacaciones en Rodas, tras una larga conversación con Sami Modiano, superviviente de Auschwitz. 

Supe de su trabajo por casualidad, durante una cena, y me pareció imprescindible interrogarle en varios encuentros posteriores con el fin de saber qué ocurre con los migrantes cuando acaba la crónica, cuando se apagan las cámaras de televisión. Qué ocurre cuando están a salvo de aquello de lo que huyen, cuando llegan a la tierra prometida: Europa. 

—Leí el artículo que publicasteis sobre Baluchistán. Curiosamente, tuve un paciente baluche.

—Es tremendo lo que están viviendo allá.

—El trauma que le traté fue provocado por la paliza que le dieron aquí, en Roma, un grupo organizado de jóvenes neonazis que se dedica a la «caza del bangla» (muchos de los que llegan a Italia son de Bangladés). Le rompieron la mandíbula a patadas.

El SaMiFo (salud para el migrante forzado) ASL ROMA 1, centro referencia en la Regione Lazio, recibe y trata a personas de muchas nacionalidades que están a la espera de asilo político (o humanitario). Vercillo aterrizó en este centro tras el cierre, en 2008, del hospital San Giacomo, donde trabajaba en la planta de agudos. San Giacomo era el segundo hospital más antiguo de Europa. A la planta de agudos llegaban pacientes de todo el mundo. Emilio coincidió allí con Goffredo Bartocci, una autoridad en la psiquiatría transcultural, esa rama que se ocupa de las diferencias culturales en la enfermedad mental. 

Cuando le pido que me explique con una frase en qué consiste su trabajo me dice que intenta, con farmacología y terapia, que sus pacientes dejen de revivir los traumas que sufrieron. Que acaben siendo solo recuerdos.

Alexia tiene treinta años y llegó a Roma desde Congo. Esta historia comienza cuando decide participar en una manifestación contra el gobierno de su país. Hay, además, un agravante: ella pertenece a la etnia del anterior presidente. 

La detuvieron junto a otros manifestantes y la trasladaron a un centro para presos políticos en la capital, en el que los reclusos dejan de existir. No se notifica a los familiares el ingreso, no hay datos, ni información; sencillamente, desaparecen. Nadie sabe qué ocurre dentro porque pocos, muy pocos, salen y pueden contarlo. Los que lo consiguen tienen un gesto muy peculiar, la mirada de alguien que ha visto el infierno.

Alexia sufre un trastorno postraumático complejo. Es el diagnóstico de Emilio Vercillo, su psiquiatra. El matiz «complejo» se añade cuando el paciente se ve a sí mismo y ve la realidad de manera distorsionada. Sufre desequilibrio emocional y está afectada la personalidad. Este trastorno se da cuando se sufren traumas repetidos y continuados en el tiempo.

Cuando entró a aquella prisión lo primero que vio fueron esqueletos, mujeres cadavéricas que apenas se sostenían en pie. Inmediatamente, supo que ella acabaría así. 

Cada día, durante nueve meses, entraban varios militares y gritaban nombres. Las mujeres que eran nombradas se iban con ellos; nunca volvían. Eran las elegidas, las que iban a morir ese día. Las que se quedaban eran violadas. Cada día, durante nueve meses, se repetía la misma secuencia; unas desaparecían para siempre, otras eran salvajemente violadas. Alexia cuenta que llegó un momento en el que sangraba tanto por las agresiones sexuales sistemáticas que dejaron de usarla, ya no les servía. Cesó la violencia sexual y comenzaron las palizas. 

La medida del tiempo, en una situación así, la marcan esas visitas. Los nombres a gritos, las caras que dejas de ver para siempre, las violaciones, las palizas. Cuando todo acaba, cuando vuelve el silencio, esperas. Esperas a que empiece de nuevo sin saber si te tocará morir, si mañana será violación o si te darán una paliza. 

A los nueve meses gritaron su nombre. Salió de allí junto a otras mujeres con la cabeza cubierta y los ojos vendados. La subieron a un camión e iniciaron el camino hacia la muerte. Alexia comenzó a rezar. Uno de los soldados que las custodiaban la escuchó y reconoció el dialecto. Se acercó a ella y le preguntó quién era y de dónde; ella respondió. Eran de la misma región. El soldado la levantó en peso y la lanzó fuera del camión.

Cayó en medio de la nada, atada y semidesnuda. Cuando consiguió liberarse y ponerse en pie, a la luz del día, vio el esqueleto en que se había convertido. Caminó hasta el primer pueblo pidiendo ayuda, y cuando al fin pudo llamar a su familia le rogaron que no volviera a casa; los habría puesto a todos en peligro. La opción más segura fue caminar de nuevo hasta la casa de un primo que vivía alejado de la capital. Reunieron entre familiares y amigos dinero para comprar un vuelo a Roma con el fin de que pidiera asilo político. Alexia estaba a salvo.

Estaba a salvo. 

Siento alivio cuando Emilio remata la narración diciendo «estaba a salvo». El alivio dura pocos minutos. 

El psiquiatra de Alexia me explica que, durante esos nueve meses, cuando está sufriendo todos esos traumas repetidos y continuados en el tiempo, el cuerpo y la mente están concentrados en una sola cosa: sobrevivir. Los niveles de adrenalina se disparan, vive en un estado de alerta, toda la energía se utiliza en aguantar con vida hasta el siguiente trauma. 

En el momento en que Alexia pisa Roma y llega al centro de salud siente que está fuera de peligro, y es entonces cuando empiezan a manifestarse todos los síntomas. Ya no teme por su vida y su cerebro responde llevándola de vuelta a Congo.

En este punto, el psiquiatra se detiene para subrayar algo fundamental: no se trata de recuerdos. Es flashback; su mente hace que reviva los distintos episodios traumáticos. Vuelve realmente al confinamiento, vuelven realmente las violaciones y las palizas. Como consecuencia, sufre insomnio, despierta gritando cuando consigue cerrar los ojos, tiene náuseas, taquicardia, cefalea constante. 

Hablar de lo que sufren estas personas en el camino, desde que consiguen salir de sus países de origen hasta que pisan suelo europeo, es repetirse; está todo, o mucho, contado ya. El mejor ejercicio para entender es tratar de imaginar los horrores que les empujan a emprender la huida sabiendo lo que supone llegar de la mano de distintas mafias hasta Libia, última parada antes de intentar cruzar el Mediterráneo. 

Las mujeres saben que serán violadas cuando lleguen; toman la precaución de vacunarse antes de partir para, al menos, asegurarse de que no se quedarán embarazadas. Vercillo preguntó a una joven nigeriana violada salvajemente cómo se preparó durante ese camino sabiendo que esto ocurriría. Ella le dijo que cerraba los ojos e imaginaba que era su marido; la violaba sistemáticamente desde que su familia la entregó en un matrimonio concertado. 

Algunos hombres también son violados, es una de las maneras más eficientes de humillación. En el caso de las mujeres se considera desahogo, diversión, premio.

Binéka tiene veintitrés años y es congoleña. Llegó a la consulta de Vercillo con una de las patologías más graves, un trastorno disociativo. En algunos de estos casos el trabajo del psiquiatra se complica aún más; debe ir recogiendo las piezas que el paciente proporciona desordenadamente hasta conseguir completar el puzle. Hasta llegar al fondo del oscuro pozo para que el tratamiento sea lo más efectivo posible.

Algunos de los soldados enviados a la región donde vivía Binéka para proteger a la población de las guerrillas violaron a su hermana pequeña (doce años), y ella lo denunció a los mandos. La manosearon y la echaron entre burlas. Binéka no quiso rendirse y decidió viajar a la capital a denunciarlo de nuevo. Acabó encarcelada, violada y apalizada. En un descuido de quienes la custodiaban consiguió escapar; la familia consiguió reunir dinero para que volara a Roma. 

Binéka oye voces, dos distintas (los militares). Una de esas voces la mantiene siempre alerta, en tensión. Cuando intenta relajarse le grita, le dice que no se confíe, que no hable, que no cuente lo que le ha ocurrido. La otra voz la insulta, la humilla cuando se siente débil y se paraliza completamente. Y, además, hay una presencia; una niña pequeña a la que le da vergüenza mirar, que está ahí siempre… y llora.

Después de medicarla y de varias sesiones de terapia, su psiquiatra descubrió la parte de la historia que faltaba. Binéka había sufrido abusos en su entorno familiar durante la infancia, y jamás se lo dijo a su madre; sabía que nadie la protegería. Pocos años después, fue también violada por soldados, así que cuando su hermana pequeña le contó lo ocurrido, le pidió ayuda, lo único importante era buscar justicia, salvarla de un horror que ya conocía.

El trauma mayor de Binéka fue no haber podido proteger a su hermana de lo que ella había sufrido. El fracaso. Era incapaz de mirarse al espejo. Se veía como un monstruo. 

***

Los llamados «países ricos» acogen al 16 % de las personas refugiadas en todo el mundo; Bangladés, Chad, República Democrática del Congo, Etiopía, Ruanda, Sudán del Sur, Sudán, Tanzania, Uganda y Yemen reciben al 33 % por ciento. Combinados, apenas suman el 1,25 por ciento del PIB mundial. Líbano es, junto con Jordania, el país con la concentración per cápita más alta de todo el mundo (uno de cada cuatro habitantes).

Si sienten el impulso de preguntar por qué no se quedan en sus países si no son refugiados políticos o por qué no desembarcan en Túnez a los migrantes rescatados en el Mediterráneo, tienen la oportunidad de sentarse frente a Alexia y Binéka. Ellas tienen la respuesta. Todas las respuestas.


Notas

[1] Emilio Vercillo es en la actualidad psiquiatra en SaMiFo (Salute dei Migranti Forzati). Su último libro, Clinica del trauma nei rifugiati. Un manuale tematico, abre las puertas de ese infierno al que da vértigo asomarse

Posdata: te temo

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he Witches, 1990. Imagen: Lorimar / The Jim Henson Company / Warner Bros.

Las crónicas señalan a Le Manoir du Diable como la primera película de horror de la historia, una pieza muda filmada en 1896 por Georges Méliès en la que Mefistófeles atosigaba a un caballero mediante la cocina creativa y un pelotón de fantasmas. Era una cinta arriesgada y ambiciosa por introducir el componente sobrenatural en la ficción fílmica pero también por atreverse a retar al espectador contemporáneo con su duración excesiva de tres intensos minutos, porque en aquellas últimas cabezadas del siglo XIX la gente raramente prestaba atención durante más de ciento ochenta segundos a algo que no fuese hacerle la cobra al cólera y procurar sobrevivir más allá de los cuarenta años.

Aunque cabe la posibilidad de que la propia historia se equivoque, porque cierta fábula popular asegura que la primera exhibición en la que la audiencia merendó pánico en cuchara grande habría sido la de L’arrivée d’un train en gare de La Ciotat, un pequeño filme de cincuenta segundos facturado por Auguste y Louis Lumière en el que, ojo spoiler, un tren llegaba a una estación. El mito explica que los asistentes a aquella proyección, al ver cómo se acercaba a través de la pantalla una locomotora con intenciones inmediatas de aparcar en la sala, gritaban y huían espantados en masa maldiciendo las ventajas de la tecnología y las desventajas de llevar el cuello de la camisa muy ceñido cuando tienes un par de huevos de excursión por la faringe. Pero esta anécdota huele a colorida leyenda urbana y probablemente sea una perversión de la verdadera reacción de unos cuantos estudiosos del cinematógrafo cuando décadas más tarde contemplaron en un pase privado el remake de la película que los propios hermanos Lumière rodaron en un modernísimo 3D utilizando una cámara estereoscópica.

La verdad es que lo único terrorífico de revisionar L’arrivée d’un train en gare de La Ciotat es comprobar que los sombrereros de la época tenían un concepto muy barroco de la palabra complementos y mucha fe en los músculos del cuello de las damas. Pero no resulta difícil creer que al contemplar por primera vez aquellas imágenes en movimiento algún elegante caballero de la época, aterrado ante la perspectiva de que un tren estacionase sobre su bigote encerado, hubiese cagado un distinguido adoquín hijo del espanto. En el fondo estamos hablando de un periodo de la historia en el que durante las proyecciones de la obra The great train robbery, una revolucionaria pieza de wéstern, los asistentes se agachaban cuando un personaje disparaba hacia la cámara. Y sobre todo porque los traumas infantiles alimentados con el combustible de la ficción nos han educado en una verdad: el horror en ocasiones no se busca, simplemente ocurre por accidente.

Gasolina de pesadillas

El termino nightmare fuel es una expresión moderna y asombrosamente acertada que sirve para describir a todas aquellas producciones pop en apariencia inofensivas que acaban mojando camas en el sentido menos erótico posible. La naturaleza del cachorro humano es bastante impresionable y por eso mismo en el recuerdo de aquella Blancanieves y los siete enanitos pesa tanto la tonadilla de los mineros menudos como la imagen de un bosque viviente acosando a la fémina y adelantándose más de cuarenta años a la misma idea, pero con algo más de penetración, que desarrollaría la cafre Posesión infernal.

El Pinocho dibujado por Disney en 1940 lograría agobiar a unas cuantas generaciones con una isla fantástica en la que todo comportamiento inadecuado estaba permitido a cambio de atravesar una monstruosa transformación en burro. Y un año después la factoría del mágico mundo de colores introduciría a Dumbo en la sociedad y al insomnio en la vida de los niños: el paquidermo protagonista se sumergía en los alcoholes detonando unas perturbadoras visiones salpicadas de elefantes rosas que funcionaban como simulación de un viaje de ácido y asustaban demasiado al espectador preadolescente. Algo parecido a lo que ocurriría con Un mundo de fantasía(Willy Wonka & the Chocolate Factory) cuando sin previo aviso la película embarcaba a la audiencia y el casting en un viaje en bote a través de delirantes pesadillas psicotrópicas, una secuencia tan estremecedora como para que Marilyn Manson la reinterpretara en el videoclip de «Dope Hat» y la estampa no desentonase en absoluto. 

Pero mucho más jodidas resultaron las veladas de cualquier criatura que asomase por el cine en el 78 para ver Orejas largas, versión animada del libro Watership Down de Richard Adams que prometía dibujos de animalitos sin alertar de que la fábula, cercana al modelo de Rebelión en la granja, forraba con pieles de conejo los rincones morales de la humanidad y como consecuencia de ello era espeluznantemente gráfica a la hora de mostrar violencia o tortura en pantalla, tanto como para que hoy en día siga siendo la película animada más violenta etiquetada como PG por la Motion Picture Association of America. 

El último unicornio era otra novela de éxito que encontraría cobijo en el cine infantil y que bajo el empaque de cuento afable de seres mágicos acojonaría a la chavalada con escenas cuestionables: una espantosa arpía con tres ubres colgantes devorando viva a una bruja, un toro demoniaco implacable y un árbol antropomórfico que atrapaba con guasa a un personaje entre su desmesurado par de tetas. Eran los ochenta y por lo visto las pesadillas tenían barra libre: Nimh, el mundo secreto de la señora Brisby se esforzaba en presentar búhos y ratas horripilantes. El cristal oscuro que fabricó la compañía de Jim Henson junto a Frank Oz engañó a un puñado de padres que, tras pagar la entrada para ver lo nuevo del creador de Barrio Sésamo o Los teleñecos, acabaron saliendo por la puerta de la sala con los vástagos en brazos suplicando que aquellas criaturas espantosas no les chupasen la vida. La historia interminable dejaba claro que Vetusta Morla ya daba miedo antes de ser un grupo de música y también disfrutaba aterrorizando al espectador con la dolorosa muerte en el pantano de Artax, el animatronic malvado de un lobo de ojos brillantes llamado G’mork, el concepto de La Nada como enemigo inclemente que acababa convirtiendo los cerebros párvulos en puré de crisis existencial y sobre todo con la pareja de estatuas de ojos letales que promocionaban a un aventurero anónimo a desventurado churrasco.

Uno de los saltos mortales más arriesgados fue el de las coletas de Punky Brewster durante un especial de Halloween titulado «Perils of Punky» y emitido a mediados de la década ochentera. En el mismo los guionistas tuvieron la brillante idea de convertir un inocente capítulo de acampada en una pieza de terror con caverna y espíritu fantasmal en la que todos los amigos de Punky acababan presuntamente asesinados en el mejor de los casos y convertidos en aberraciones de grotescos FX en el peor de ellos. La cosa acababa bien en la ficción cuando la niña derrotaba al mal con el poder del amor o alguna mierda similar, pero al otro lado de la pantalla millones de espectadores padecieron una infancia más desdichada de visiones espantosas. Un tormento cuyos ecos resuenan en cada uno de los cientos de comentarios agónicos que es posible encontrar en cualquier clip de YouTube que contenga un esqueje de ese doble capítulo abyecto.

El mago de Oz ya lucía detalles lúgubres en forma de monos alados y bruja en proceso de licuefacción pero lo de su secuela bastarda, llamada Oz, un mundo fantástico, era sadismo puro: atmósfera tétrica, universo derruido, coprotagonistas escalofriantes, un ejército de sicarios sobre ruedas aterradores y una bruja con una colección de cabezas de quita y pon. Unos elementos que la acercaban más a los libros originales de L. Frank Baum que al trekking de Judy Garland pero al mismo tiempo conseguían sazonar las pesadillas con demasiada facilidad. No era la única secuela que pervertía el original, Babe, el cerdito en la ciudad también apostaba por oscurecer el tono de su predecesora alarmando a las familias puras. La tostadora valiente, con sus electrodomésticos parlanchines, acabó convirtiéndose en uno de los grandes clásicos del terror infantil inesperado y de ello tenían casi toda la culpa el suicidio de un aparato de aire acondicionado, lo macabro de un desguace y lo psicópata de un payaso. Todos los perros van al cielo ya prometía con la premisa de un chucho volviendo de entre los muertos para vengarse de su asesino y se permitía una fugaz pero pavorosa visita a un averno de lava y diablejos. La maldición de las brujas versionaba el cuento de Roald Dahl grabando con horror en la memoria impúber la imagen monstruosa de una Anjelica Huston maquillada por los creativos de The Jim Henson Company, que a estas alturas ya eran indiscutiblemente unos cabrones sin sentimientos. 

Bienvenidos al valle inquietante

El valle inquietante es una hipótesis planteada por Masahiro Mori en la que se aventura que cuando algo tiene aspecto humano pero no acaba de moverse y comportarse exactamente como una persona la respuesta involuntaria del observador es de rechazo y miedo. El valle en cuestión sería el pozo dibujado por una gráfica al evaluar el nivel de confort del espectador con relación al grado de apariencia humana que tenga aquello que está observando. Pongamos que ante un autómata como el de Planeta prohibido o Wall-E el ser humano reacciona sin ningún problema evidente, pero ante una RealDoll robótica, un androide con fachada de persona o una película coprotagonizada por Keanu Reeves y Nicole Kidman en el interior de un museo de cera el subconsciente comienza a enviar la señal de que quizás ahí está ocurriendo algo que no es del todo correcto, de que aquello es terrorífico por parecer humano pero carecer de alma.

Tin Toy es uno de los cortometrajes más tempranos de Pixar, galardonado con un Óscar y culpable del despegue inicial de la compañía. Una pequeña historia de cinco minutos sobre un juguete que cobra vida y se enfrenta a un bebé humano muy poco delicado con la integridad de sus cachivaches. El auténtico problema de Tin Toy era el mencionado bebé, una criatura cuya aparición en escena provocaba en el público la aversión inmediata por parecer un ser humano en la teoría, no serlo en la práctica y dar cierto miedo durante el trayecto. Fue justo ahí cuando toda la industria del cine empezaría a tomarse en serio la necesidad de vadear el valle inquietante.

El personaje de Arnold Schwarzenegger en la futurista El sexto día adquiría una muñeca-robot supuestamente realista cuyo espeluznante aspecto y mecánica actitud dejaban al Chucky de Muñeco diabólico al nivel de una muñeca chochona. Final Fantasy: La fuerza interior directamente se iba de excursión por el valle durante todo su metraje. La Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton la liaba al convertir a los personajes en revueltos de CGI. Las cutscenes de varios videojuegos (Medal of Honor WarfighterL.A. Noire o Heavy Rain) jugaban al fotorrealismo y acababan resultando angustiosas por culpa de maniquís poligonales que pretendían acercarse al ser humano pero se quedaban en el vestíbulo. 

Y luego estaba un Robert Zemeckis, emperrado en exprimir los monos de lycra con pelotas de ping-pong que acumulaba en la sala de captura de movimiento, anunciando que iba a pasarse a la confección de películas totalmente digitales: Polar ExpressBeowulfCuento de Navidad o Marte necesita madres nacerían de aquella cabezonería. Pero todas eran obras que circulaban peligrosamente por los meandros del valle inquietante, Marte necesita madres se convertiría en un agujero de millones de dólares que parecía tener su origen en lo creepy de los personajes humanos. Y Polar Express, pese a hacer taquilla, obtuvo una siniestra segunda lectura por parte de la crítica y el público: la que señalaba que los inexpresivos ojos de los personajes convertían el cuento en un desfile de muertos vivientes. La web Cartoon Brew lo resumía con un fantástico «¡Estas Navidades regala pesadillas a toda la familia!» y Polar Express se transformaba sin quererlo en una película sobre un tren cargado de zombis con ojos sin alma.

Posdata: Te temo

El torture porn es un subgénero del cine de terror que se recrea en castigar al reparto de maneras perversas, sádicas y a ser posibles coloridas procurando sobre todo que dicho color salga en su mayor parte de dentro de los propios personajes. Pero además de los ejemplos obvios (SawHostel y similares) existen torture pornscamuflados, como ese Pagafantas de Borja Cobeaga o Camino de Javier Fesser, donde el ensañamiento con los protagonistas alcanza niveles extremos de crueldad. Y luego está lo de Posdata: Te quiero.

Posdata: Te quiero es una película de 2007 basada en un libro de Cecelia Ahern. Holly (Hillary Swank) y Gerry (Gerard Butler) son una pareja perfecta a las que les jode la fiesta el hecho de que al segundo se le ocurriera morirse al empezar el metraje. A partir de ahí una Holly incapaz de afrontar la ausencia de su complementario cítrico se hundía en un barrizal de desolación. Hasta que de repente empezaba a recibir en el buzón una serie de misivas remitidas por el desaparecido. Mensajes rellenos de una serie de consejos, ánimos y eventos varios que componiendo una gymkhana emocional muy loca tenían como propósito ayudar a la chica a salir adelante encarando la ausencia del autor de los escritos, quien remata cada carta invariablemente con un «P. D.: Te quiero».

Gerry era guapo, moderno, mazas, simpático y lo mismo te tocaba la guitarra como arrojaba a medio ejército persa a patadas al fondo de un pozo. Todos los recuerdos que Holly conservaba eran impecables, dignos de un hombre construido utilizando la Cosmopolitan como manual de instrucciones, príncipe perfecto aparecido de la nada y perfecto príncipe más allá de la nada. Su amor y dedicación gracias a unas cartas post mortem que deciden diseminarse a lo largo de todos los meses de un año pretendía dinamitar la barrera entre la vida y la muerte. 

Posdata: Te quiero es la película de terror más ninja de la historia reciente. Holly enviuda y se convierte en el foco de un huracán de romanticismo procedente del más allá mientras duda si zumbarse al borrador de Javier Bardem (Jeffrey Dean Morgan) o al de Eduardo Noriega (Harry Connick Jr.) en una historia que hace saltar el test de Betchel continuamente con un elenco de personajes femeninos cuyo único tema de conversación es un varón, que resulta ser siempre el mismo y que además está muerto. Un varón convertido en un espectro cojonero que se regocija en una pantomima interminable escrita con crema pastelera. Una película de fantasmas.

En la ficción el relato intenta ser una historia de superación. En el mundo real perder al compañero y que este se emperrase en no abandonar el plano físico y de paso contaminarlo con ñoñerías en un gesto aleccionador de galán dominante podría llevar irreversiblemente a cualquier persona sensata a experimentar el verdadero pánico y acabar llenando la despensa de antidepresivos y la nevera de alcoholes.

Posdata: Te quiero pretendía ser la fábula romántica definitiva, pero la lógica del mundo real la acababa convirtiendo en el torture porn definitivo. La historia de terror con fantasmas absoluta. Y eso sí que daba miedo.