En el verano de 1893 murió la esposa de Charles Boger, un granjero de Whitehaven, en Pensilvania. A los pocos días del entierro, alguien recordó al inconsolable marido que, antes de que se casaran, su mujer había sufrido de episodios de histeria, cuyos síntomas incluían parálisis temporales. ¿Y si el médico había equivocado su diagnóstico y la habían enterrado viva? Esa posibilidad obsesionó a Boger hasta casi enloquecerlo. Para acabar con la situación, sus amigos decidieron abrir la tumba para demostrarle que su miedo no tenía fundamento: pero el cadáver estaba boca abajo, su vestido hecho jirones, y el espejo del interior de la tapa del ataúd, roto. Había desgarros en su carne y apenas tenía dedos; al parecer, la desdichada mujer se los royó en su agonía. Del estado mental en el que quedó su marido al conocer lo sucedido, nada se sabe. Este fue uno de los más de setecientos casos de enterramiento prematuro recogidos por el médico alemán Franz Hartmann en 1896.
Desde mediados del siglo XVIII, y sobre todo a lo largo del XIX, un temor recorrió Europa y EE. UU.: el de ser sepultado antes de hora. Un estudio parisino sobre últimas voluntades revisó mil testamentos realizados entre 1760 y 1777: trece de ellos incluían salvaguardas para prevenir un entierro precipitado; otros 34 pedían, sin más, que se retrasara el sepelio. La viuda de un marqués exigió no ser sepultada antes de que hubieran pasado veinticuatro horas de su fallecimiento, y solo después de que le abrieran el pecho hasta verle el corazón. Otra mujer ordenaba que le hicieran cortes en la planta de los pies como paso previo a su visita al cementerio. Ese pánico parecía tener base.
En 1749, el médico francés Jean-Jacques Bruhier afirmó haber encontrado 56 casos de este tipo. En el ocaso del siglo XVIII, François Thiérry, de la Facultad de Medicina de París, sostuvo que el fenómeno afectaba a un tercio o quizá a la mitad de quienes morían en su cama. A principios del siglo XX, los investigadores William Tebb y E. P. Vollum publicaron un listado de 161 personas enterradas, diseccionadas o embalsamadas vivas. Otros aumentaban la cifra a uno de cada diez individuos, basándose en el número de cuerpos hallados en posiciones extrañas al exhumarlos. En Suecia se decía que este espanto sucedía en el 10 % de enterramientos; en Francia se habló de uno de cada mil; y en Inglaterra y Gales se dieron datos de 2.700 falsas muertes.
El indicio más valorado para determinar que alguien había sido enterrado vivito –pero no coleando– era el hallazgo de posturas y expresiones poco naturales en los cadáveres devueltos a la luz: muecas de dolor, brazos y piernas levantados... El problema, que venía de muy lejos, era definir en qué momento concreto había dejado alguien este mundo. En su Historia Natural, el romano Plinio el Viejo (siglo I d. C.) decía que, pese a los muchos signos externos que sugieren el óbito, no los hay que lo aseguren por completo. Por su parte, el médico griego Galeno (siglo II d. C.) reconocía la dificultad de determinar la muerte en ciertas condiciones como la histeria, la asfixia, la catalepsia y la intoxicación alcohólica.
La situación no había mejorado mucho en fechas ya tan adelantadas como el siglo XVII. A pesar del progreso de la ciencia, la medicina de esa época continuaba inmersa en una rica subcultura de mitos paganos, supersticiones populares –como la que sostenía que el cuerpo de un asesinado rompía a sangrar en presencia de su ejecutor– o leyendas religiosas –se decía que si se escuchaba un fantasmal ruido de huesos entrechocando en la tumba del papa medieval Silvestre II, es que iba a morir el obispo de Roma–. La muerte se consideraba un fenómeno oscuro y sobrenatural, muy alejado de cualquier análisis racional. La similitud entre aquella y el sueño inquietaba a muchos: en ambos casos, se suponía que el alma salía del cuerpo y era capaz de hablar con Dios.
El proceso de certificar una defunción no había cambiado en nada desde la Roma clásica: la ausencia de latidos del corazón y la falta de respiración y sensibilidad bastaban. Pero cualquiera de estos criterios debía usarse con precaución, pues se podía estar ante una muerte aparente: la única prueba incontestable de que una persona había abandonado este valle de lágrimas era el olor de la putrefacción producido por dos sustancias orgánicas de nombre revelador: la putrescina y la cadaverina. Por eso, muchos doctores alertaban del peligro de dar por finado a quien no lo estaba: el camino hacia el terror al enterramiento prematuro empezaba a abrirse.
En 1709 se publicó el libro De miraculis mortuorum (Sobre los milagros de los muertos), obra del médico alemán Christian Friedrich Garmann. Como muchos de su colegas, este autor prefería recopilar citas y observaciones de la literatura clásica y de los antiguos repositorios de curiosidades médicas antes que elaborar las suyas. El volumen, de 1.200 páginas, es un prolijo prontuario de creencias y supersticiones de aquellos días. En él, el tema de los muertos vivientes –y no precisamente zombis– ocupa una parte significativa: cadáveres que crecen, se mueven, ríen o cuyo corazón continúa latiendo...
Cita los casos de niños extraídos por cesárea de su madre muerta, y de ahí deduce que una mujer en ese estado puede dar a luz. También cuenta que numerosos cadáveres de varones –incluso de soldados muertos en batalla– tenían el pene erecto. Sus últimas 45 páginas las dedica a los resucitados. Entre las muchas historias que cuenta, figura la de unos ladrones que desenterraron a una joven recién fallecida en Colonia: al no poder quitarle un valioso anillo, le cortaron el dedo, y la muchacha revivió. Este episodio se convirtió en un clásico: muchos países de Europa tuvieron su propia versión del mismo. Pero lo llamativo es que para Garmann no constituía una prueba de enterramiento prematuro, sino de milagro.
Errores médicos tomados por resurrecciones
Una de las primeras voces que alertó del peligro de las sepulturas aceleradas fue la del filósofo inglés Francis Bacon. En su Historia de la vida y de la muerte (1623) narra la desgracia de Juan Duns Escoto, teólogo franciscano escocés que murió inesperadamente en 1308, cuando visitaba Colonia. Cuenta Bacon que Escoto caía a veces en una especie de coma y que, por esa razón, temía ser enterrado vivo. Había aleccionado a su sirviente para que, llegado el caso, comprobara que su fallecimiento era cierto antes de que lo depositaran en la tumba. Pero el religioso fue sepultado en ausencia de su criado; este, temeroso de que se hubiera cometido un error, pidió la exhumación del cuerpo, y vio que el cadáver de su señor presentaba las manos rotas y los dedos mordidos. Según Bacon, la tumba del pensador medieval lució esta inscripción durante muchos años: “Aquí yace Juan Escoto, una vez enterrado pero dos veces muerto”.
Otra de las leyendas que alimentó el miedo a un enterramiento prematuro es la del anatomista descuidado, cuya versión más conocida protagoniza el famoso médico Vesalio, nacido en Bruselas y autor en 1543 del tratado De humani corporis fabrica (Sobre la estructura del cuerpo humano), pieza fundacional de la anatomía moderna. Al parecer, una noble española que no encontraba diagnóstico para la enfermedad que la aquejaba visitó al célebre galeno –por entonces en Madrid–, pero este no dio con la causa. Tras la aparente muerte de la paciente, Vesalio pidió permiso a sus familiares para examinar el cadáver en busca del origen de la fatal dolencia. Para su horror, descubrió que el corazón de la joven latía, aunque la autopsia acabó con ella.
Denunciado ante la Inquisición por asesinato, habría sido condenado a muerte si Felipe II no hubiera intercedido. El monarca consiguió que el tribunal le conmutara la pena; a cambio, el célebre galeno debía peregrinar a Tierra Santa para expiar su involuntario crimen. De este modo, la leyenda explicaba por qué Vesalio abandonó España a principios de 1564. En realidad marchó en misión diplomática a Venecia y de allí viajó a Jerusalén por motivos que desconocemos. No regresó: murió a bordo del barco que lo traía de vuelta.
Estas historias sin contrastar y las versiones que las iban enriqueciendo dispararon el pánico a recibir sepultura precipitadamente, que creció con el transcurrir del siglo XVIII, sobre todo en Centroeuropa. Las mentes más racionales consideraron que había que atajar ese miedo. En 1787, el médico francés François Thierry, que defendía que la mayoría de la gente no moría hasta tiempo después de aparecer los signos tradicionalmente asociados a la defunción, propuso que en todas las ciudades francesas se construyeran unos mortuorios en los que depositar los cadáveres hasta que aparecieran los primeros indicios de putrefacción, muestra indudable de que la muerte era real.
Al año siguiente, el alemán Johann Peter Frank recogió el testigo de su colega francés y recomendó que los cadáveres se mantuvieran sin enterrar de dos a tres días, a la espera de los síntomas de descomposición. Por razones obvias, desaconsejó que esto se hiciera en las casas particulares, y sugirió la construcción en cada ciudad de una totenhaus, una casa de los muertos. La propuesta de Frank, uno de los más influyentes médicos forenses centroeuropeos de la época, cuajó.
El primero en seguir sus pasos fue el doctor alemán Christoph Wilhelm Hufeland, de Weimar. En 1790 diseñó una casa de los muertos para sus conciudadanos. Médico del rey Federico Guillermo III de Prusia y de intelectuales tan famosos como Goethe o Schiller, fue escuchado con atención y apoyado por los notables del lugar. Hufeland bautizó su peculiar tanatorio como Vitae Dubiae Asylum (Asilo de la Vida Dudosa). La construcción comenzó en 1791. El edificio contaba con una sala con ocho camillas para cadáveres, y estos se vigilaban a través de una ventana. Para acelerar el proceso de descomposición y resolver rápidamente cualquier duda, se elevaba la temperatura del edificio; un encargado mantenía el fuego para calentar el agua que circulaba por un conducto bajo la sala destinada a los cuerpos sin vida.
En 1795 se inauguró en un cementerio de Berlín otro de estos tanatorios preventivos. En este caso, la vigilancia estaba automatizada mediante un mecanismo bien simple: un cordel atado por un extremo a los dedos de los residentes y por el otro a una campana. Los alemanes demostraron tener pavor a ser enterrados vivos, y en muchas de sus ciudades se fueron levantando este tipo de centros: Brunswick, Ansbach, Kassel, Maguncia...
El más lujoso fue el de Múnich; en él, la ubicación del finado dependía de su riqueza: el coste de la zona cara era cinco veces superior al de la más asequible. Y se admitían visitantes: por una módica cantidad, cualquiera podía pasearse por ese suntuoso palacio de los muertos y, cómo no, ver a sus huéspedes. Allí, la forma de detectar las resurrecciones era muy peculiar: los cadáveres lucían cuerdas atadas a los dedos y ligadas a un órgano de fuelles. Pero había un problema: muchas noches, la hinchazón de los cuerpos provocada por la putrefacción disparaba el invento y despertaba al vigilante con una música fantasmal. Para trabajar allí se requería un corazón templado.
El miedo a una muerte aparente provocó en toda Europa –España incluida– la aparición a partir del último tercio del siglo XVII de todo un subgénero literario de historias sobre finados que no lo estaban. La mayoría de estas narraciones fantásticas incidía en lo horrendo y macabro, pero no faltaban las de carácter cómico, ni las verdaderas, o que al menos reivindicaban serlo. Uno de los relatos verídicos más conocidos sobre un enterramiento prematuro fue publicado en 1674 en el panfleto inglés News from Basing-Stoak. Una tal señora Blunden, vecina del pueblo de Basingstoke –nombre moderno del lugar–, y descrita en ese texto como “una mujer gorda a la que le encantaba beber brandy”, se sintió indispuesta y pidió a su boticario que le preparara láudano, una tintura de opio muy usada contra el dolor. En lugar de seguir la posología, la paciente se tomó casi todo el contenido de la botellita y cayó en un profundo estupor. Al ver que no despertaba, sus criados avisaron al responsable del bebedizo; este les advirtió de que quizá no lo hiciera nunca. Y eso pasó... más o menos. El marido de la desgraciada víctima, un hombre rico llamado William Blunden, se hallaba en Londres, y pidió retrasar el sepelio hasta su regreso. Pero familiares y sirvientes lo ignoraron y enterraron a la dama al día siguiente. Uno de los portadores del féretro notó que el cuerpo se movía, pero no pensó que se tratara de nada raro: hasta comentó con sorna que se agitaba porque no encontraba la postura adecuada.
Dos días después, unos chicos que jugaban alrededor del cementerio de la iglesia del pueblo escucharon gruñidos, carcajadas y una voz que parecía venir de la última morada de la buena señora: “¡Sáquenme de mi tumba!”. Se lo contaron a su profesor, que los regañó por quererse reír de él. A la mañana siguiente, los niños escucharon de nuevo esos lastimeros gemidos y, muertos de miedo, volvieron a decírselo a su maestro, que esta vez los tomó en serio. Convencer al párroco de que podía haberse cometido una dramática equivocación llevó varias horas, pero al final de la tarde decidieron exhumar el cadáver. Al abrir la tapa del ataúd hallaron el cuerpo atrozmente amoratado y golpeado, debido a las lesiones que la mujer se había causado en su lucha por liberarse. La señora ya no presentaba signos de vida, pero el párroco, prudentemente, mandó a dos hombres que guardaran la tumba durante toda la noche. El clima era frío, húmedo y desapacible, así que los custodios cubrieron el féretro y se refugiaron en la iglesia. Al levantar la tapa a la mañana siguiente, descubrieron un cuadro espantoso. La mujer había revivido de nuevo, desgarrado el velo que la cubría y arañado muchas partes de su cuerpo. Incluso se había golpeado la cara hasta quedar bañada en sangre. Aunque esta vez sí que había fallecido.
Premio para quien evite los sustos de ultratumba
Ya en el siglo XIX, la certificación de la muerte seguía siendo un tema a resolver. La situación era tan escandalosa que, en 1837, un profesor de toxicología italiano llamado Pietro Manni donó 1.500 francos de oro a la Academia de Ciencias francesa como premio para quien realizara el mejor trabajo sobre los signos de la muerte. La academia lanzó el Premio Manni en 1839, pero nadie lo ganó; tampoco en 1842. En 1846 se convocó por tercera vez; en esta ocasión, uno de los participantes fue un joven médico llamado Eugène Bouchut, que diez años más tarde se convertiría en el pionero de la intubación orotraqueal gracias al desarrollo de una nueva técnica sin cirugía. Bouchut estaba impresionado por la reciente invención del estetoscopio y su importancia para detectar enfermedades pulmonares y cardiacas. Sugirió que ese aparato podría utilizarse para confirmar el cese de los latidos del corazón: si estos dejaban de oírse durante dos minutos, no cabría duda del fallecimiento. Para apoyar su hipótesis experimentó con animales muertos o sedados de diferentes formas, y con personas moribundas. En 1848 se anunció que Bouchut era el ganador del premio. Su trabajo supuso un gran avance para la tanatología, pero no impidió que siguieran surgiendo extravagantes métodos para confirmar la muerte.
Un doctor francés llamado Léon Collongues propuso uno bien peregrino: el médico se introducía un dedo del paciente en la oreja; si el sujeto estaba vivo, los leves movimientos involuntarios de sus músculos lo delataban. En Córdoba, un tal doctor Marteno recomendaba acercar una vela a un centímetro de un dedo de la mano o de los pies del sujeto estudiado: si este había muerto, se formaría una burbuja de aire. En 1879, el italiano Ugo Magnus recomendó atar fuertemente un cordel a un dedo del presunto cadáver; si la persona vivía, el dedo se ponía azul, cosa que no sucedería con un finado. Y el alemán Christian Friedrich Nasse inventó a mediados del XIX el tanatómetro, un termómetro colocado en el interior de un tubo largo que se introducía por la boca hasta el estómago, para medir la temperatura interior: si era muy baja, la cosa estaba clara. Cierra esta morbosa lista la apuesta de otro alemán, un tal M. Middeldorf: clavar en el corazón una aguja larga terminada en una banderita; si esta se movía, es que el órgano aún latía.
Gracias a los progresos científicos, el pavor al enterramiento prematuro fue abandonando las mentes desde principios del siglo XX. Ya casi no existe, aunque películas y series de televisión nos los devuelven a la cabeza de vez en cuando. Las muchas historias sobre sepultados en vida no se han comprobado, y corresponden más a la leyenda que a la realidad. Aunque, a veces, ambas se confunden: el 17 de agosto de 1904, el médico francés Séverin Icard reprodujo en la publicación La Presse Médicale un peculiar certificado de defunción. Antoinette Rouzeyrol, soltera de veintiún años, fue declarada muerta a las tres de la mañana del 23 de marzo de 1902. En la parte inferior del documento había un añadido que certificaba su vuelta a la vida a las diez de la mañana de ese mismo día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario