Josep Lluís Fernández (izquierda), con una cruz en su casco, durante el rescate de una anciana tras una explosión de gas, en enero del 91, en la calle Comte Borrell. /
Dios no consideró oportuno que Josep Lluís Fernández se enfundara el hábito a los 17 años. La llamada del Señor perdió fuerza cuando suspendió casi todas las asignaturas en el seminario de la calle de la Diputació. El director le dijo que esas notas eran un mensaje divino. Y claro; lo dejó. La vocación religiosa regresaría para quedarse 10 años más tarde. En ese intermedio se convirtió en uno de los fundadores de la división de Bomberos voluntarios de la provincia de Barcelona. Hoy, a los 77 años, y a dos semanas de jubilarse, no queda claro si estamos ante un cura que también es bombero o si se trata de un bombero que también es cura. En el cuerpo le llaman ‘páter’. Ha casado a compañeros, ha bautizado a los hijos, ha bendecido sus camiones, les ha confesado, ha ayudado en todo tipo de emergencias. Y también ha enterrado a 47 amigos. Este es un capellán que sabe bien lo que es el infierno.
Josep Lluís Fernández, el pasado jueves, en la iglesia de Sant Isidor / FERRAN SENDRA
Recibe en la parroquia de Sant Isidor, en la calle de Urgell, de la que ha sido rector los últimos 12 años. Josep Lluís se sienta en su despachito de cara a una televisión en la que se ve la puerta del edificio, siempre abierta. Sale cuatro veces para atender a los feligreses que entran. Le piden tiempo, dinero o ayuda. "Así es cada tarde, es increíble la pobreza que tenemos en esta ciudad sin que nadie se dé cuenta".
El primer fuego
A los seis años presenció cómo su casa ardía de madrugada, en la calle del Conde de Salvatierra. "Se quemaron cuatro pisos. Fue un fuego muy violento. Recuerdo que cuando ya estaba extinguido vi a un bombero agotado, sentado en un taburete". Tres años después, no sabe muy por qué, garabateó aquella tragedia. Los apagafuegos con sus trajes, las llamas, las mangueras. Incluso un guardia urbano en la calle que parece dirigir el tráfico. Todavía guarda el dibujo; amarillento. A los 17 años, al poco de abandonar el seminario, se produjo un incendio forestal en Gelida, el pueblo de veraneo de su familia. Le extrañó que fuera la Guardia Civil la encargada de extinguirlo. Era 1957, y solo Barcelona, Manresa y Sabadell disponían de parque de bomberos. No estaban las carreteras para llegar a tiempo más allá del propio municipio. Josep Lluís y un grupo de amigos pensaron que aquello era un sindiós, así que decidieron crear un cuerpo de apagafuegos voluntarios. Y ahí empezó todo.
El dibujo que Josep Lluís realizó en 1949, tres años después de que ardiera su casa.
Cuenta que lo más duro, más allá de las muchas tragedias en las que ha echado una mano, como las inundaciones de 1962 en el Vallès (617 muertos) o el choque de trenes en L'Hospitalet en 1961 (24 fallecidos), ha sido oficiar los funerales de sus compañeros. En uno de ellos, en el desaparecido parque de bomberos de Provença -"derribarlo fue una falta de respeto a la historia de la ciudad", sostiene-, se vino abajo y rompió a llorar. Dice que cada sepelio es distinto, que improvisa en función de cómo ve a la gente, buscando la manera de que no se marchen para casa "pensando que pueden ser los siguientes".
"Llorar y acompañar"
"Pero lo peor es ir a ver a la familia para darles la noticia. Cuando una esposa ve un coche de bomberos en la puerta ya se imagina lo peor. Lo único que puedes hacer es abrazarla muy fuerte. Las palabras te las puedes ahorrar. Llorar y acompañar". Se acuerda de los cuatro que perecieron en 1994 en Mora d’Ebre. Josep Lluís estuvo visitando durante tres años al jefe que mandó a los muchachos a aquella montaña para que evitaran que el fuego saltara al otro lado del monte. "El gas de la resina subió hacia arriba y al llegar a la cima, cogió aire y el fuego que estaba por debajo explotó justo donde estaba el vehículo".
"Vivimos en una sociedad a la que la falta chicha, con los valores muy poco trabajados. Lo noto cuando muere un bombero. No solo hemos perdido a un hijo, a un marido o a una esposa. Ha fallecido un servidor público, y eso no se tiene en cuenta y me molesta. Acuérdate de las Torres Gemelas y de los homenajes que recibieron los bomberos que murieron aquel 11 de septiembre". Ese día también perdió la vida Mychal Judge, el capellán de los bomberos de Nueva York, que tras saber de la catástrofe se dirigió al vestíbulo de la torre norte para echar una mano y orar junto a los heridos. Los papeles dicen que él fue la primera víctima oficial de aquella masacre que mató a cerca de 3.000 personas.
Josep Lluís, ya con el hábito, invita a pitillos a varios mandos del cuerpo de bomberos, en una foto tomada en los 60 junto a la catedral de Barcelona.
Josep Lluís también se acuerda de los cinco bomberos caídos en Horta de Sant Joan en el 2009. Un año y medio antes había bautizado al hijo de uno de ellos. Tras aquella fatalidad regresó a la misma iglesia de Palau d’Angesola (Pla d’Urgell) para dar el último adiós al padre, Ramon Espinet, de 47 años, con el que años atrás había colaborado en un proyecto en Camerún.
Una red de ayuntamientos
Josep Lluís y sus amigos de Gelida se formaron en la capital catalana gracias a los Bomberos de Barcelona. Pronto surgió la idea de crear una red de voluntarios por toda la provincia. Pero para eso debía convencer a los políticos de la época, a los que persiguió hasta que, poco a poco, fue sumando ayuntamientos. Tenía 19 años y la cara muy dura. Recibieron 500 solicitudes de hombres que querían ser bomberos voluntarios. Tres años después, en 1962 la Diputación creaba el servicio provincial de extinción de incendios y salvamento. Y poco después, Josep Lluís se iba a la mili. Durante la instrucción tuvo que comandar a parte de la tropa que intervino en las inundaciones del Vallès, en el 62. "Franco militarizó la zona para hacer frente a aquella crisis y como yo seguía creando el cuerpo de bomberos voluntarios, ejercí de coronel durante los 15 días que duraron las tareas de salvamento".
El 'páter', a la izquierda, durante unas maniobras en el parque de bomberos de Provença.
Cuando salió del cuartel, Josep Lluís era un mozo como cualquier otro. Con sus aficiones, su trabajo en el comercio de su padre. Y su novia. Se apuntó a un curso sobre la familia en la Universitat de Barcelona. Ahí conoció a Alfred Rubio, un cura que volvió a encender la llama de su fe. Le preguntó si alguna vez había pensado en meterse a capellán. Él le recordó sus notas del seminario y le dijo aquello de que dios no parecía quererle en su equipo. El prelado le respondió: "Nosotros también podemos equivocarnos". "Era muy raro en aquella época que un párroco admitiera que algo podía fallar en la Iglesia". Le acabó convenciendo, y a los 23 años se marchó a la escuela de Teología de Madrid. El cambio de rumbo le obligó a dejar sus responsabilidades en el cuerpo -"una decisión muy dura"-, pero nunca perdió el contacto. Como confesor, guía espiritual o lo que fuera menester.
A sus 77 años sigue acudiendo a muchas de las urgencias que llegan a su móvil. En el maletero de su pequeño utilitario carga el casco y un traje. Nunca se sabe. "No tengo hijos, así que si muero en un incendio no habrá ningún problema". Si eso llega a suceder, será el primer funeral de bombero que no puede oficiar. "¡No había caído en eso!", dice. "Solo espero que venga mucha gente a despedirme".
Josep Lluís Fernández, sobre un camión de bomberos, durante la formación que recibieron a finales de los años 50 en la calle de Provença.
En el 2007, el Govern de José Montilla le entregó la Creu de Sant Jordi. No recuerda si fue antes o después, pero un día coincidió con el ‘president’ y con los otros dos jefes del tripartito, Josep-Lluís Carod-Rovira y Joan Saura. No se cortó un pelo: "Es el colmo que vosotros, que sois ateos, le colguéis del cuello una cruz a un cura".
Carlos Marquex Gabriel
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