En aquellos tiempos maravillosos en que la Teología
floreció como nunca en vigor y en potencia,
se cuenta que un buen día un doctor de los más grandes
—tras haber convertido corazones escépticos,
y haberlos removido en sus honduras negras;
tras haber recorrido hacia glorias celestes
senderos singulares que ni él conocía,
donde tan sólo puros Espíritus quizá habían llegado—,
como quien ha ascendido demasiado, muerto de miedo,
exclamó arrebatado por un orgullo satánico:
«¡Jesús, Jesusito!, ¡te he encumbrado muy alto!,
pero si hubiera querido atacar tus puntos flacos,
tu vergüenza igualaría a tu gloria
¡y no serías más que un feto irrisorio!».
Perdió inmediatamente la razón.
El brillo de aquel sol se veló con crespones;
el caos total invadió aquella inteligencia,
antaño templo vivo, lleno de orden y opulencia,
bajo cuyo techo había resplandecido tanta fastuosidad.
El silencio y la noche se instalaron en él
como en una bodega cuya llave perdimos.
Desde entonces fue como los animales callejeros,
y cuando se alejó sin fijarse en nada, a campo traviesa,
indiferente a inviernos y veranos,
sucio, inútil y feo como un trasto viejo,
era el hazmerreír y el gozo de los niños.
Las Flores del Mal
Charles Baudelaire
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