La violencia religiosa en Japón desde finales del siglo XVI es el trasfondo del último filme del legendario director Martin Scorsese.
No es preciso hurgar demasiado en la historia de las religiones para encontrar innumerables episodios de violencia e intolerancia contra aquellos que, sencillamente, no comulgan con unas creencias concretas; y hoy en día continúan ocurriendo. Hay quien podría señalar que la religión no es la única generadora de esta barbarie, que la política y otros asuntos también lo son, e incluso que las razones de estos sucesos entrañan una mayor complejidad; y es cierto, pero también lo es que las religiones pretenden erigirse como guías morales de las personas, y este repudiable comportamiento violento no es compatible con dicha pretensión, pues ninguna moral puede considerarse aceptable sin la observancia de los derechos humanos, sea o no revelada entre comillas.
Silencio (2016), el último filme del neoyorkino Martin Scorsese, que adapta la novela más reconocida de Shusaku Endo (1966), muestra la represión que ejercieron las autoridades japonesas contra los cristianos a partir del siglo XVII. En verdad, desconocemos cuándo pisaron las sandalias del cristianismo las hostiles islas de Japón por primera vez, pero lo que sí sabemos es que su verdadera expansión dio comienzo en agosto de 1549, tras la llegada del jesuita navarro Francisco de Jaso o Francisco de Javier, que había fundado la Compañía de Jesús con Ignacio de Loyola y otros ocho sacerdotes quince años antes. Las noticias traídas a Europa por las rutas comerciales portuguesas fueron las que despertaron su voluntad evangelizadora en Oriente.
Shimazu Takahisa, el daimo de Kagoshima, consintió en que los jesuitas desempeñasen su labor, y después de meses infructuosos lidiando con las suspicacias japonesas, De Jaso logró en 1550 que el príncipe de Yamaguchi le garantizara que se respetaría a los conversos al cristianismo, y el de Bungo en 1551. Así, predicando en japonés con explicaciones llanas y siempre con el firme antagonismo de los bonzos, el clero budista, los jesuitas bautizaron a muchos civiles desesperanzados y samuráis y a señores feudales como los barones Ōmura Sumitada, Ōtomo Sōrin y Arima Harunobu, que guerreaban con sus iguales por el poder y se cristianizaban porque eso favorecía su comercio con los occidentales, que tan pingües beneficios les estaba reportando.
De esta manera, con la supervisión de las misiones orientales del napolitano Alessandro Valignano (al que interpreta Ciarán Hinds en la película) desde 1578, Japón pudo contar con unos 300.000 católicos a finales del siglo XVI. Pero hete aquí que, en 1587 y a instancias del bonzo Nichijoshonin, el daimo Toyotomi Hideyoshi promulgó un edicto para prohibir el cristianismo y expulsar a los misioneros, deseando obtener el favor de las sectas budistas y temiendo que los señores feudales católicos ayudaran a derrocarle en una invasión castellana. Hideyoshi había sustituido a Oda Nobunaga, favorable a las misiones de los jesuitas y franciscanos, tras su hara-kiri o suicidio ritual forzado cinco años antes. Los asesinatos se sucedieron, con algunos más significativos por su impacto.
En 1596, una disputa poco clara entre los comerciantes portugueses de un barco atracado en Shikoku y representantes de Hideyoshi condujo a la ejecución de todos los curas que había a bordo. Creyendo que había un complot cristiano para librarse de él, el mismo daimo organizó en 1597 la matanza de veintiséis cristianos, a los que se ató a cruces y se les lanceó en una colina de Nagasaki frente a una multitud. La injerencia de los comerciantes ingleses y holandeses, rivales de los españoles, tensó aún más la situación: en 1614, el shogun Tokugawa Ieyasu firmó un nuevo edicto de expulsión de misioneros; en 1619, quemaron a cincuenta y cinco personas en el cauce del río Kamo a su paso por Kioto, entonces seco; en 1622, el hijo del Virrey de Nueva España, trece marineros japoneses y un sacerdote fueron torturados, decapitados y quemados vivos.
Después de que fuese aplastada la tremenda rebelión de los cristianos que tuvo lugar en Shimabara, al este de Nagasaki, en 1637, con unas 37.000 muertes de insurrectos, el culto y la predicación pasaron a la clandestinidad, con conceptos y prácticas híbridas. Para demostrar que no eran cristianos, los japoneses a los que acusaban de ello debían pisar imágenes de Jesucristo, la Virgen y los santos, conocidas como fumie; si no, los ejecutaban, y a no pocos los lanzaron a la boca del volcán del monte Unzen. Se calcula que unos 5.500 cristianos fueron masacrados en Japón desde finales del siglo XVI por sus creencias, hasta que terminó el shogunato en 1863 y el gobierno Meiji derogó la proscripción en 1873. A día de hoy, y teniendo en cuenta el gran sincretismo, menos del uno por ciento de los japoneses forman parte de alguna confesión cristiana, sólo unas 500.000 personas de las islas.
Tanto Endo como Scorsese, igual que montones y montones de artistas antes que ellos, fueron criados como católicos. El cineasta de padres sicilianos aspiraba incluso a convertirse en sacerdote antes de inclinarse por la realización cinematográfica, y en cuanto al escritor japonés, su madre divorciada abrazó esta religión cuando él era muy niño, si bien fue bautizado a los doce años con el nombre de Paul. La fe de ambos surge a veces en su obra pero, para bien o para mal, la ideología no es un valor artístico y, por lo tanto, no se trata de un elemento evaluable de cualquier novela, película no documental y demás: no las hace mejores ni peores porque es irrelevante.
De lo contrario, tendríamos problemas con las ideas inmundas y más o menos explícitas de filmes importantísimos para séptimo arte y su evolución. Y un creyente católico podría alabar Silencio más de lo que se merece, obviando además las complejidades del discurso ético de la película, y un ateo anticlerical, denigrarla pasándose de rosca, viendo en la lucha de los jesuitas un empeño dañino y tonto en lo que respecta al drama fílmico, y pasando por alto que la libertad de pensamiento y su expresión son derechos inalienables, y pisotearlos como los shogun en aquella época, algo injusto que no se debe tolerar.
Y hasta alguien con la malicia suficiente podría decir, torciendo el gesto con una sonrisa turbia, que la iglesia católica recibió en Japón un poco de la medicina que de veras había aplicado y aplicaba por entonces donde era hegemónica, y que los damnificados no merecen esta cortesía cinematográfica de un director tan admirado como Scorsese. En cualquier caso, estos enfoques ideológicos supondrían no entender nada de lo que el arte persigue en dramas como Silencio, que muestran con profundidad intelectual los dilemas y las decisiones, las luces y las sombras, el sufrimiento y los goces comprensibles de la experiencia humana, que es la de todos nosotros.
César Noragueda para Hipertextual
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