Aprovechando sus dotes interpretativas, su hermosura y el magnetismo que provocaba entre los hombres, supo embaucar a Paolo Pini, un hombre muy rico, poderoso… y muy mayor. Se casaron y el buen señor tuvo el detalle de fallecer a los tres años, dejando a la pobre viuda una considerable fortuna. El siguiente objetivo de su lista era emparentar con algún apellido ilustre y conseguir una buena posición social. Y tuvo la suerte, por decirlo de alguna forma, de que se cruzase en su camino Pamphilio Pamphili, miembro de una noble familia de Umbría instalada en Roma. Había dos detalles más que hacían de Pamphilio el candidato perfecto: tenía 30 años más que Olimpia y tenía un hermano cardenal, Giovanni Battista Pamphili. Se casaron y, al igual que su primer marido, Pamphilio tuvo el detalle de morirse pronto –¡Qué detallistas eran sus maridos!– Esta vez, dejando un hijo, Camillo. Olimpia había conseguido dinero y posición social, ahora podía dedicarse a la vida contemplativa y a disfrutar de los placeres terrenales. Pero, sobre la marcha, surgió un objetivo impensable… Desde su boda con Pamphilio, la relación con su cuñado Giovanni, nuncio en Madrid, se había estrechado y se habían convertido en muy buenos amigos –la prensa rosa de la época hablaba incluso de que eran amantes– La buena posición que tenía Giovanni dentro de la Iglesia y el dinero de Olimpia, sirvieron para que Giovanni fuese nombrado Papa en 1644 como Inocencio X.
El cardenal Mazarino, primer ministro de Francia y digno sucesor del maquiavélico Richelieu, decidió introducir espías en Roma para controlar los movimientos de Inocencio X y su posible favoritismo con España -recordemos que fue nuncio en Madrid-. A pesar de ser cardenal, Mazarino siempre puso por delante los intereses de Francia. Pero Olimpia, que era más lista que el hambre, se percató de la jugada y sugirió al Papa la creación de un servicio de “limpieza exprés”… la Orden Negra. Esta organización secreta, al servicio de Olimpia más que del Papa, tenía la misión de eliminar a los espías franceses, para ello se sirvió de un selecto grupo elegido por su absoluta fidelidad y por el arte en el manejo de ciertos objetos punzantes. Su emblema era la figura de una mujer, Olimpia, portando una cruz en una mano y en la otra una espada (a Dios rogando y con el mazo dando). Cuando terminaban sus trabajos dejaban su sello: una tela negra con dos franjas rojas. Visto el buen resultado que daban este grupo de sicarios, decidieron ampliar sus trabajos a otros enemigos de la Iglesia.
El trono de San Pedro fue ocupado por una especie de matrimonio, en el que él es el que dice llevar los pantalones, y así lo hace notar fuera de casa. Pero que cuando llega a casa de su boca sólo sale: sí, cariño; lo que tú digas, cariño… Lógicamente, la primera medida fue nombrar a un cardenal nepote, al hijo que Olimpia había tenido con Pamphilio y, por tanto, sobrino de Inocencio X –la prensa rosa, volvió a la carga, y dijo que Camilo era su hijo-. Inocencio se ocupó de los temas internacionales y Olimpia de las cuestiones de casa y las finanzas. Muestra de lo buena administradora que era fueron los pingües beneficios obtenidos del entramado que creó para dar asistencia a multitud de peregrinos que acudieron al Jubileo de 1650 e, igualmente, de las donaciones recibidas para el recientemente creado Instituto de Viudas en Duelo. Como recompensa, su cuñado la nombró Princesa de San Martino al Cimino (Viterbo) y feudataria de diversas localidades.
El Papa cayó enfermo y durante varias semanas antes de morir, Olimpia tomó las riendas. Durante este tiempo, hizo y deshizo a su antojo hasta que Inocencio X falleció en 1655. En aquel momento, supo que sus días de vino y rosas habían terminado, abandonó el cadáver de su cuñado, que se encontró varias horas después, y puso tierra de por medio. Eso sí, llevándose todo lo que pudo.
Cuando en esta historia hablo de la prensa rosa, como símbolo de las habladurías y las críticas a personajes públicos, me refiero a los pasquines. El pueblo romano expresaba sus ingeniosas críticas poniendo los textos, escritos en papel, en una estatua llamada Pasquino -de aquí el origen del término pasquín-. Más tarde, esta práctica se extendió a otras estatuas y al grupo de todas ellas se les llama estatuas parlantes de Roma. Las críticas hacia Olimpia, la Dona de Roma, eran del estilo:
En otro tiempo piadosa, ahora impía.
Dona es daño, Olimpia Maidalchini es Dona, daño y ruina
El cuadro “Retrato de Inocencio X” (1650) pintado por Diego Velázquez también tiene su propia historia.
En 1649, Felipe IV, rey de España, envió por segunda vez al pintor Diego Velázquez a la península itálica para comprar distintas obras de arte, entre las que había algunas de Tintoretto o Veronés. Aprovechando la ocasión, Inocencio X le encargó al genial pintor un retrato suyo y otro con su cuñada. Cuando terminó la obra y se la enseñó al Papa, dijo:
Troppo vero (Demasiado real)
El Papa mostraba su admiración por el realismo de la obra y, con cierto sarcasmo, le reprochaba que no le hubiese dado una mano de photoshop. En reconocimiento a su trabajo, le entregó una medalla y una cadena de oro. Del nivel de realismo, casi fotográfico, tenemos la anécdota de un cardenal que junto a un grupo de clérigos se acercó a la habitación en la que pensaban que estaba el Pontífice. Miró a través de la puerta entreabierta y dijo:
Bajad la voz, pues su santidad parece estar descansando
Lo que había visto era el cuadro de Inocencio X. Por cierto, el cuadro de Velázquez fue una de las cosas que Olimpia se llevó y el de ella… desapareció. Sus enemigos podrían haberlo utilizado contra ella.
Javier Sanz para Historiasdelahistoria.com
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