La cara maquillada de una niña de ocho años asoma por la ventana principal del templo ante la mirada atenta de una veintena de extranjeros que aguardan en el patio de la Kumari Ghar, en Basantapur, centro de Katmandú. Durante un minuto escaso, sus pequeños ojos tocados con una larga línea negra pueden asomarse al mundo. En su frente luce el agni chakchhu –ojo de fuego–, por el que ve las otras dimensiones que su divina condición le permite. Matina Shakya realiza el mismo ritual desde que tiene tres años, cuando fue elegida Kumari real. Solo hasta medio día los nepalíes pueden adorar personalmente a la niña virgen. Después, los turistas ya no podrán contemplar a la principal atracción religiosa de la capital nepalí, única en el mundo. Nadie puede hablar con ella ni fotografiarla. Solo sus cuidadores, profesores particulares y unos pocos niños de su misma casta pueden compartir el tiempo con ella. El resto del día lo disfruta en soledad. Así ha sucedido desde hace más de 700 años. Y así será hasta que tenga su primera menstruación. Y otra niña virgen la sustituya.
Tras la breve aparición, el guía turístico especia la visita con pinceladas de superstición para deleite de su audiencia. La diosa Kumari es elegida entre las niñas preadolescentes de la comunidad Newari, predominante en el valle de Katmandú. Al ser una creencia de origen budista e hinduista, sacerdotes de ambas religiones y un astrólogo certifican que la virgen seleccionada tiene los 32 lachhins –atributos físicos y psicológicos, como Buda– que se esperan de ella y que su horóscopo concuerda con el del jefe del estado. La Kumari real de Basantapur, a diferencia de la otra decena que residen en ciudades cercanas a Katmandú, ha de tener un zodiaco similar al del presidente de la república para asegurar la buena ventura del país. Como encarnación de la diosa Taleju (Durga en India), tiene que superar varias pruebas que aseguren su valentía, como velar cabezas de ganado muerto durante una noche. Algunos turistas depositan donaciones en una urna al final de la explicación, “para la futura educación de la Kumari”, indica el guía. Otros murmuran entre dientes los males que la tradición supone para la niña.
“La gente no quiere entender nuestra cultura. En otras partes del mundo se idolatran figuras de dioses y santos. Aquí veneramos a una diosa viviente, que representa el poder del Estado”, explica Prathap Man Shakya, padre de la actual Kumari de Basantapur. Prathap describe con orgullo cómo el primer día de Indra Jatra –festividad religiosa nepalí celebrada a finales de verano– su hija es paseada en procesión por Katmandú en loor de multitudes y en presencia de políticos nacionales y embajadores extranjeros. Ese, y el último día de la particular semana santa nepalí, son los dos únicos momentos del año en que la diosa es vista por alguien que no pertenece a su círculo íntimo, al que incluso su familia tiene acceso restringido. Hacia el final del festival religioso, el presidente de la república visita a la Kumari para recibir su bendición y poder hacer frente a los problemas terrenales del Estado. “Es cierto que mi hija está perdiendo algo de su infancia pero recuperará ese tiempo en unos años. Nepal está cambiando con la democracia. Ahora las Kumaris reciben educación y tienen acceso a otras facilidades como el resto de niños de su edad”, añade Prathap.
El gobierno de Nepal empezó a ofrecer tres horas de clases particulares a las niñas diosas tras el caso de Rushmila Shayka. “Mi hermana tuvo muchos problemas cuando dejó de ser Kumari real. A los 12 años iba a la misma clase que nuestra hermana de seis. Andaba por la calle con la cabeza erguida y sin atender al claxon de los coches. Se perdía y no sabía cómo hablar con extraños”, describe Surmila, hermana de la ex Kumari de Basantapur. Rushmila mira al suelo con humildad mortal al otro lado de la habitación. Pero su actividad terrenal cambió la vida de las diosas que le sucedieron. Tras su encierro, publicó el libro De diosa a mortal y el revuelo causado por sus memorias dio lugar a la modificación de algunas prácticas dentro de la tradición. El gobierno de Nepal no solo estableció la educación de las niñas por ley, sino que ahora concede un estipendio de 3.000 rupias nepalíes (22€) mensuales para la educación de ex Kumaris y un total de 50.000 (369€) para gastos en el futuro matrimonio.
“Escribí el libro para dar a conocer esa realidad y acabar con la rumorología que rodea a esta tradición”, explica Rushmila, que a sus 31 años teme que la sociedad crea en otra de las supersticiones en torno a ellas; la leyenda urbana cuenta que los futuros esposos de las niñas diosas mueren poco tiempo después del enlace. Rushmila sonríe durante todo el tiempo y titubea al opinar: “Yo no tuve una infancia normal. Creo que hay adaptar las costumbres a los tiempos que vivimos sin afectar a las raíces culturales”.
Sus ideas navegan entre la mejora de las condiciones de vida de las preadolescentes y la protección de la tradición: “En la actualidad no hay daño a los derechos de las niñas. Ellas pueden hacer lo que deseen. La única restricción es la de salir a la calle. Pero son necesarias algunas reglas. ¿Cuál sería la diferencia sino entre una Kumari y cualquier niño, si ambos pudiesen vivir la misma vida?” Rushmila es la única ex Kumari con estudios superiores; es ingeniera informática y acaba de terminar un máster. Responde a la pregunta sin dudar: “No volvería a ser diosa. Ya di parte de mi vida como Kumari y se cómo es. Ahora quiero vivir una vida normal, aunque sea más difícil que la de una diosa”, consciente de que su libertad mortal le ha dado más opciones que su aislamiento divino.
“Todo el mundo debería aprender de la forma en que las Kumaris son respetadas como mujeres. Son niñas que transcienden toda norma social y pueden aspirar a ser lo que deseen. Esa es la dignidad con que las mujeres deberían ser tratadas por la sociedad,” explica Anjana Shakya, presidenta de la Organización Himalaya para la Supervisión de los Derechos Humanos. La activista pertenece a la comunidad Newari y ha estudiado la tradición de las niñas diosas durante años: “Es una vida diferente. Pero ahora las Kumaris tienen acceso a los estudios. Es cierto que no van a la escuela. Pero la escuela va a ellas”. Preguntada sobre si las Kumaris pierden parte del crecimiento educativo al no estar en contacto con otros niños de su edad durante el aprendizaje, la activista carga contra los valores impuestos desde occidente: “Medios de comunicación y periodistas extranjeros intentan imponer sus criterios en nuestra comunidad; tratan de decirnos lo que está bien o mal. Ellos también tienen que escucharnos y entender que podemos decidir por nosotros mismos”.
Anjana Shakya cree que la controversia se acabaría si los padres pudiesen compartir tiempo con ellas, pero se opone a los vientos de cambio. “Nada va a cambiar. La identidad y los valores esenciales de una sociedad no se transforman de la noche a la mañana. Los cambios tienen que llegar desde dentro, de forma orgánica, y no porque se lleve un caso al tribunal supremo”, sentencia Anjana en referencia al caso abierto por Pundevi Maharjan, también miembro de la comunidad Newari.
Pundevi llevó el caso de las Kumaris ante Tribunal Supremo de Nepal en 2005 aduciendo que se trata de una práctica que discrimina y explota a las preadolescentes. La abogada especializada en derechos humanos e igualdad de género basó su petición en que muchos aspectos de la costumbre eran contrarios a la Constitución de Nepal y a la Ley del Niño. Pero también esgrime que la centenaria tradición viola leyes del derecho internacional, como la Convención de los Derechos del Niño o la Convención para la Eliminación de Toda forma de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), de las que Nepal es estado signatario. De hecho, la 13ª sesión del CEDAW de 2004 ya señaló que la práctica discrimina a la mujer y recomendó al gobierno de Nepal medidas para su erradicación. No obstante, Pundevi puntualiza que ella quiere congeniar los derechos culturales e individuales: “No inicié el proceso para abolir la tradición, sino para reformarla porque hay algunas prácticas que dañan la salud física y mental de las Kumaris”.
Pese a la relevancia nacional de la tradición, especialmente en el caso de la Kumari real, el tribunal se lavó las manos concluyendo que no existen pruebas escritas que documenten la necesidad de recluir a las diosas. Y que es responsabilidad de las familias y de la sociedad misma que se respete la voluntad de las menores de edad. Entre tanto, la comunidad opta por el inmovilismo. “Nuestras tradiciones religiosas deben permanecer como están porque el hinduismo predica la filosofía del hermanamiento universal, y de la paz y harmonía entre los seres vivientes”, responde escueto Hem Bahadur Karki, presidente de la Federación Mundial Hindú en Nepal, encargada de la promoción de los valores y doctrinas de esta cultura a nivel internacional.
Por su parte, organizaciones de Derechos Humanos están a favor de la reforma de toda tradición que discrimine a niños o mujeres. “Se podría decir que una diosa no necesita Derechos Humanos. Pero después de servir como Kumari vuelve a ser humana, con lo que la preservación de sus derechos es de vital importancia”, razona Rekha Shrestha Sharma, miembro del Centro Para la Rehabilitación de la Mujer de Nepal (Worec). Pero Rekha también subraya los beneficios de la práctica: “Discuto la abolición de la tradición Kumari. Es cierto que las niñas están bajo un ambiente de control anormal, pero también disfrutan de unos cuidados especiales, veneración, seguridad y educación privada que de otra forma no tendrían”, al tiempo que se cuestiona: “Todas ellas se sienten empoderadas y especiales. Y si las Kumaris no se sienten explotadas, ¿no se están comportando los grupos de derechos humanos como un Gran Hermano?”.
Samita Bajracharya mira al frente con los ojos enrojecidos por los flashes de las fotos de los turistas, la cabeza erguida como una esfinge divina y una seriedad impropia de una niña de 12 años. Como Kumari de Patan, segunda en importancia del valle de Katmandú, Samita tiene que recibir a los visitantes ataviada con el tradicional vestido rojo en una austera habitación. Tampoco le está permitido salir ni hablar con extraños, por lo que su madre contesta a la mayor parte de las preguntas en su nombre. “Claro que creo que mi hija está perdiendo parte de su infancia. No puede jugar en la calle como el resto de los niños. Pero es un honor que sea la Kumari de Patan”, explica Shoba, mientras recoge las ofrendas que los turistas han traído a su hija; un puñado de billetes y un libro. Su hermano Sabin, de 18 años, explica cómo todo cambió cuando Samita fue elegida diosa: “Antes jugábamos y reíamos mucho. Pero ahora todo es muy serio y ya no nos divertimos”.
La diosa Kumari de Patan está a punto de tener su primera menstruación, lo que acabará con su divino encierro. Por fin susurra: “Soy feliz. En unas semanas mi periodo de Kumari acabará. Espero poder vivir una vida normal y disfrutar de la escuela como el resto de niños”. Samita, seria como se la juzga, reprime una mueca sonriente cuando hablamos de música y de lo bien que toca el sarode –especie de cítara nepalí–. Una inhumana seriedad le borra la felicidad de la cara cuando su madre le obliga a asomarse a la ventana. Abajo esperan una decena de cámaras a que la niña diosa se asome al mundo. Durante un minuto escaso.
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