En enero del año 897 se reunían bajo los techos de la basílica Constantiniana representantes de la Corona y de la Iglesia Católica con el fin de celebrar un juicio, pero no un juicio cualquiera, un juicio a un cadáver. Y tampoco a un cadáver cualquiera, un juicio al cadáver del mismísimo Papa.
El origen de la querella se remonta años atrás, época en que la familia Spoleto pugnaba con otras familias por alcanzar el poder en Roma. El papa Formoso, aunque había coronado a dos herederos de los Spoleto, nunca había sido afín a su causa, e incluso había pactado con algunos de sus oponentes.
Tras la muerte de Formoso, le sucedió Bonifacio VI, cuyo pontificado duró 15 días, y a éste le sucedió Esteban VI. Los dos últimos habían llegado al poder gracias a su relación con el rey y emperador Lamberto de Spoleto. Así pues, nueve meses después de la muerte del papa Formoso, la familia Spoleto, que al parecer guardaba su rencor hasta límites insospechados, animaba al nuevo pontífice a realizar un juicio contra el difunto rebelde.
Llegado el día de la vista, el difunto fue vestido con todos los ornamentos papales(casulla, zapatos, palio,…) y, sentado en un trono, escuchó las acusaciones (bueno, escuchar lo que se dice escuchar, ya no). En vista de que el cadavérico pontífice no podría defenderse de tales acusaciones, se le facilitó un monje que intercediese por él, pero poco podía ya hacer el clérigo: la sentencia estaba más que clara.
El concilio lo tuvo claro, Formoso era culpable de cuanto se le acusaba, y como condena, se anularon todos los actos que tuvieron lugar durante su pontificado, se le arrancaron los tres dedos de la mano con que hacía las bendiciones y sus restos fueron abandonados.
Descanse en p… no, aún no. El periplo de nuestro cadáver no acabó ahí. Meses después, cuando llegó al poder el papa Teodoro II, ordenó que los restos de Formoso fueran recuperados y depositados en la Basílica de San Pedro, y así se hizo. Además, el papa Juan IX convocó un concilio a partir del cual se determinó la anulación y prohibición de toda acusación y condena a una persona muerta. Pero tampoco entonces pudo el difunto descansar en paz. Poco tiempo después, el papa Sergio III anuló los concilios de Teodoro II y Juan IX y promovió un nuevo juicio contra el papa Formoso.
Siete años después del primer juicio, el cadáver de Formoso volvía a sentarse en el trono, de nuevo ataviado con todos los elementos papales, y de nuevo volvía a ser encontrado culpable. La pena entonces fue arrojar sus restos al río Tíber con el fin de que jamás volviesen a ser encontrados. Sin embargo algo salió mal para sus jueces, pues el cuerpo se enganchó en las redes de un pescador, que al encontrarlo, lo escondió. Tras la muerte de Sergio III, el cuerpo pudo regresar al Vaticano, donde al fin descansó en paz.
En colaboración con QAH| Ad Absurdum
Vía| Jean Marie Sansterre, Enciclopedia dei Papi, ed. Istituto dell’Enciclopedia Italiana, Roma, 2000
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