Escrito por Dolores Glez. Pastor
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El sacerdote: Han sido condenadas a muerte.
Madre M.ª de la Encarnación: ¿Todas?
El sacerdote: Todas.
Sucedió el 17 de julio de 1794 en París. Tras un juicio sumarísimo en el que no cabían garantías procesales de defensa, declaraciones de testigos ni pruebas de cargo, se condena a muerte y se ordena la ejecución inmediata ese mismo día, en la guillotina, de toda la congregación de monjas carmelitas del vecino pueblo de Compiègne.
Las subieron a una carreta con las manos atadas hasta la plaza de la Nación, en donde se erigía el cadalso. Bajaron a empellones, y una de las más ancianas cayó de bruces y apenas pudieron ayudarla a incorporarse. Entonaron juntas el Salve Regina y luego el Veni Creator y fueron llamadas por su nombre civil empezando por la más joven, aún novicia, sor Constanza, quien, tras buscar la bendición de la madre priora, subió hacia el verdugo entonando el Laudate dominum omnes gentes, oración tradicional en el Carmelo. El murmullo de la multitud reunida en la plaza para presenciar las ejecuciones se detuvo hasta que solo se escuchaba allí el coro de las hermanas, que también iba apagándose conforme pasaban por la guillotina. La priora fue la última en subir y con ella terminó el canto. Sus cuerpos fueron arrojados a una fosa común del cercano cementerio de Picpus, junto a unos tres mil que allí amontonaban.
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Dieciséis fueron las mujeres sentenciadas a muerte, aunque solo quince pasaron por la guillotina. La madreMaría de la Encarnación, vicepriora, se hallaba en París por asuntos personales cuando todas las demás carmelitas fueron arrestadas en Compiègne. Se dio la circunstancia de que había sido ella la más lúcida en prever el destino de la comunidad, la más combativa contra el terror que imponían los jacobinos y la principal promotora, chocando a veces con el criterio de la madre priora, de que asumiesen un voto extra, el del martirio. Acompañaron a la priora ocho hermanas más, la mayoría de mediana edad, tres hermanas legas, dos trabajadoras laicas del pueblo y una novicia, sor Constanza, a la que las circunstancias de la Revolución y la dictadura del Terror prohibieron expresamente tomar sus votos considerando que por su juventud (veinticuatro años) lo haría coaccionada bajo la presión de la superstición y el fanatismo.
Cinco años después del levantamiento revolucionario por la libertad, la igualdad y la fraternidad, en las calles de París numerosas pintadas en las fachadas proclamaban: «Libertad, igualdad… o muerte».
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14 de julio de 1794. Hace tres semanas que fueron detenidas en Compiègne, donde llevaban año y medio de vida civil en distintas casas y en cuatro grupos dispersos, expulsadas ya del convento. Algún vecino las delató: se reunían clandestinamente por las noches para celebrar oficios en la intimidad. Ahora aguardaban juntas el juicio y la sentencia trasladadas a la prisión de la Conserjería de París.
La priora: Hijas mías. Se acaba nuestra primera noche en prisión. Era la más difícil. La hemos superado y la próxima ya estaremos familiarizadas, nada ha cambiado salvo el decorado. Nadie nos podría quitar una libertad de la que nos hallamos despojadas desde hace tiempo. Nada disponemos en el mundo, pero no es menos cierto que nuestra muerte es nuestra muerte, nadie puede morir en mi lugar.
Sor Carlota: ¿Por qué morir? ¿No somos inocentes?
Sor Teresa: ¿Estamos tan seguras de ser sacrificadas por odio a la fe? ¿No iremos a pagar las faltas de otros?
Sor Carlota: Tenéis razón. ¿Qué tenemos que ver con toda esa política?
Sor Julia: ¿Tendremos derecho a defendernos? ¿Seremos condenadas sin ser escuchadas?
Sor Carlota: ¿Cómo van a interrogarnos una tras otra? Eso va a durar mucho tiempo.
La priora: Vamos, vamos, dejemos tranquila a la imaginación… Creo que al menos las más jóvenes de vosotras se librarán de esto, sin daño. Si esas personas no son monstruos o conocen algo de nuestra santa Regla ¿a quién sino a mí retendrían?
[Se despierta sor Constanza, la más joven, que dormía en un rincón de la celda].
Sor Constanza: Me he dormido bajo el tragaluz y ahora tengo una tortícolis… ¡Mi pobre cuello!
[La miran estremecidas].
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Son las diez de la noche de una suave noche de septiembre de 1792. Lo que parecía un murmullo lejano en las calles de Compiègne, al otro lado de la tapia del convento, rápidamente da paso a gritos y se oyen algunas voces enloquecidas. Llueven los golpes sobre la puerta. La priora se encuentra ausente desde hace unos días; reclamada en París de nuevo por sus superiores, salió de viaje vestida de civil. El capellán del monasterio hace tiempo que vive en la clandestinidad. Muchos sacerdotes han sido detenidos; primero detuvieron a los que se negaron a acatar la Constitución jacobina, luego fueron igualmente a por los que la habían acatado.
La madre María de la Encarnación está al mando como vicepriora; tranquiliza a las hermanas y manda abrir las puertas. Entra una milicia del pueblo encabezada por dos o tres comisarios.
El comisario: Es nuestro deber darles a conocer el decreto de expulsión. Procedo a la lectura: «Así como lo ha decidido la Asamblea Legislativa, en sesión del 17 de agosto de 1792». Para el primero de octubre próximo todas las casas aún actualmente ocupadas por religiosas o religiosos serán evacuadas por los antedichos y puestas en venta por cuenta de los cuerpos administrativos». [A la madre María de la Encarnación] ¿Tenéis que formular alguna reclamación?
Madre M.ª de la Encarnación: Es indispensable que nos procuremos vestimentas, ya que nos prohibís llevar estas.
El comisario: [Burlón] ¡Sea! ¿Os apremia tanto abandonar ese disfraz y vestiros como el resto del mundo?
Madre M.ª de la Encarnación: No es el uniforme el que hace al soldado. Pero carecemos de uniforme. Bajo cualquier hábito no dejaríamos de ser siervas.
El comisario: El pueblo no tiene necesidad de siervas.
Madre M.ª de la Encarnación: Pero existe mucha necesidad de mártires y este es un servicio que podemos asumir.
El comisario: En tiempos como estos morir no es nada.
Madre M.ª de la Encarnación: Vivir no es nada, esto es lo que queréis decir. Solo la muerte cuenta cuando la vida está desvalorizada hasta el ridículo.
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En la celda de la priora, la madre María de la Encarnación termina de leer de pie la última notificación gubernativa que le muestra la priora sentada detrás de la mesa de despacho.
Madre M.ª de la Encarnación: ¿Es posible creer que un gobierno llegue hasta el ridículo de suprimir los votos de los religiosos?
La priora: Creíble o no, el decreto es bastante claro.
Madre M.ª de la Encarnación: ¿Vuestra Reverencia está decidida a aceptarlo?
La priora: Sí.
Madre M.ª de la Encarnación: Entonces sor Constanza no podrá tomar los votos.
La priora: He pensado en ello. No puedo sacrificar por ella la seguridad de todas mis hijas.
Reunidas todas las carmelitas en la sala capitular, la madre priora da lectura al decreto: «Decreto del 28 de octubre. La Asamblea Nacional decreta que la emisión de los votos monásticos será suspendida en todos los monasterios de ambos sexos, y que el presente decreto recibirá enseguida sanción real y será enviado a todos los tribunales y a todos los monasterios».
Los conventos no habían sido tocados hasta entonces, pero nada probaba que no lo fuesen en el futuro.
Sor Julia: Parece que han venido a buscar ayer tarde a nuestro viejo carnicero Thibaut para conducirlo a la Municipalidad.
Sor Marta: Su competidor Servat lo denunció.
Sor Teresa: Tienen miedo. Todos tienen miedo. Se contagian los unos a los otros el miedo como en tiempo de epidemia la peste o el cólera.
Sor Constanza: ¿No se encontrarán buenos franceses para asumir la defensa de los sacerdotes?
La priora: Eso no nos incumbe.
Sor Julia: ¿Para qué serviríamos el día en que, por falta de sacerdotes, nuestro pueblo se vea privado de sacramentos?
La priora: Cuando los sacerdotes faltan, los mártires abundan y el equilibrio de la Gracia se halla así restablecido.
No obstante, mirando sus rostros, les recordó: «Hablemos francamente, hijas, una carmelita que desea el martirio es tan mala carmelita como sería mal soldado el militar que buscara la muerte antes de haber ejecutado las órdenes de su jefe. Mi deseo es que esta comunidad continúe viviendo tan simplemente como en el pasado».
Y como si intuyese que eso no era ya posible añadió: «Suceda lo que sucediere, no contemos sino con el arrojo que Dios dispensa día a día y como centavo tras centavo. Más vale implorar humildemente para que el miedo no nos pruebe más allá de nuestras fuerzas».
Y partió hacia París dejando el monasterio al cargo de la madre María de la Encarnación.
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El 4 de agosto de 1790 llama a la puerta del convento una comisión municipal encabezada por un comisario cubierto con gorro frigio. Trae una orden de inventario de todos los bienes del monasterio, confiscando todo lo que tenga valor aparente (incluidos mantos y vestimentas de figuras religiosas, aunque hayan sido donaciones de las familias de las propias monjas).
El Carmelo es una orden austera desde que siglo y medio antes monjas españolas compañeras de santa Teresa de Ávila extendieran la reforma por Francia y los Países Bajos.
Al día siguiente, atendiendo al escaso mérito del botín, la delegación municipal regresa con una orden de registro: buscan a jóvenes ciudadanas internadas presumiblemente por sus familias, desamparadas de su derecho a la protección de la ley. En una de las celdas rezaba, aterrorizada, sor Constanza.
El comisario: Exijo que se termine con esta ridícula mascarada. Quitaos ese velo.
[A un gesto de la madre María de la Encarnación, que acompaña al comisario, la novicia cede].
El comisario: Joven ciudadana, no temáis nada de nosotros que somos vuestros libertadores. Os halláis, desde ahora, bajo la protección de la ley.
El comisario ordena organizar un interrogatorio a todas las internas y se habilita el despacho de la priora. Toman declaración primero a sor Constanza, más serena. Esta responde que está allí por voluntad propia, que su hermano es soldado de la nación y que vino a reclamarla para que abandonase los hábitos, en parte por la inestabilidad social y en parte para pedir que cuidase de su padre, al que ha dejado solo alistándose.
Llega el turno de la madre María de la Encarnación.
El comisario: Debemos atenernos, por el momento, a las declaraciones que acaba de hacer la ciudadana, pero no damos por terminado el asunto. Rendiré cuenta a la Municipalidad de lo que he visto. [Observa largamente a la madre María de la Encarnación]. Mientras existan seres como vos, no habrá salvación para los patriotas.
Madre M.ª de la Encarnación: No obstante, no pedimos otra cosa que vivir libremente bajo la Regla que hemos escogido.
El comisario: No hay libertad para los enemigos de la Libertad.
Madre M.ª de la Encarnación: La nuestra se halla fuera de nuestros alcances.
El comisario: De qué serviría haber tomado la Bastilla si la nación tolerase otras Bastillas como esta, que sacrifica todos los días víctimas inocentes a la superstición y a la mentira. Sí, esta casa es una Bastilla y hemos de destruir esta guarida.
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Era el día de la elección de la nueva priora cuando en el convento de Compiègne recibieron la primera visita de la Municipalidad. Corría el año 1787 y una hambruna había reducido tanto las donaciones de grano al convento que las propias monjas habían extendido el huerto al claustro para autoabastecerse.
El comisario: ¡Abran! ¡Abran a la autoridad!
[La madre María de la Encarnación acude junto a las torneras, trabajadoras laicas del convento, mientras en la sala capitular celebran la elección de la madre Teresa de San Agustín como nueva priora, tras el fallecimiento de la anterior, mentora de la madre María].
Madre M.ª de la Encarnación: [Abren] Disculpad, estábamos votando la elección de nuestra nueva priora…
El comisario: ¿Cómo es eso, ciudadana? [Socarrón] ¿Desde cuándo las monjas se eligen votando en una asamblea?
Madre M.ª de la Encarnación: Desde siempre. Igual no encuentra tanta reaccionaria como cree entre estos muros.
El comisario: El pueblo pasa hambre y aquí almacenan grano. De momento queda confiscado y la municipalidad les proveerá de algarrobas para que no mueran de hambre. Tampoco somos unos desalmados, velamos por el bien común. El alimento es más útil fuera de estos muros.
1
Françoise-Geneviève Philippe había nacido en 1761 en París como hija ilegítima de una persona de sangre noble, quizá real, que se encargó siempre de su manutención. Fue educada para dama de la corte, pero con veintidós años cayó gravemente enferma. Se curó milagrosamente de una parálisis precoz e ingresó en el Carmelo en 1786 como María de la Encarnación, a la misma edad que lo hizo sor Constanza, tres años después. Vivió los últimos meses de la última priora del Antiguo Régimen, su mentora Mme. De Croissy, madre Enriqueta de Jesús.
La vieja priora nunca estuvo muy segura de la resistencia vocacional de la joven María de la Encarnación, de ascendencia noble como ella. Recordaba especialmente sus enseñanzas en las visitas al locutorio, antes de tomar el velo de novicia.
La vieja priora: ¿Qué os impulsa al Carmelo?
Madre M.ª de la Encarnación: ¡La atracción de una vida heroica!
La vieja priora: Los cálculos más peligrosos son aquellos que llamamos ilusiones. Nada sabéis de la soledad en que puede vivir y morir una verdadera religiosa.
Madre M.ª de la Encarnación: Qué importa, si Dios me da fuerzas.
La vieja priora: Lo que querrá probar en vos no es vuestra fuerza sino vuestra debilidad. Hija mía, las buenas gentes se preguntan para qué servimos. No constituimos una empresa de mortificaciones o de conservadores de virtudes. Somos casas de oración. Quien no cree en la oración no puede dejar de considerarnos impostoras o parásitos. ¿No es una contradicción muy extraña que los hombres crean en Dios y al mismo tiempo recen tan poco y tan mal? Si la creencia en Dios es universal, ¿no es preciso que la oración también lo sea? Nuestra Regla no es un refugio. No es la Regla la que nos guarda, somos nosotras las que guardamos la Regla. Cuando la tormenta se desate sobre esta casa, otras edificarán la comunidad con virtudes más preciosas que las nuestras; con todo, habrán de recibir de nosotras por lo menos un ejemplo de cierta firmeza. Como Jesús frente a la antigua ley, no estamos aquí para abolir las reglas del honor mundano, sino, por el contrario, para cumplirlas superándolas.
*
El 17 de julio de 1794 el presidente del Tribunal les anunció la sentencia de muerte en la guillotina por la mañana y sería ejecutada apenas cinco horas después a las dieciséis mujeres de la congregación, incluida la madre María, en rebeldía, pues no la encontraron en las casas de Compiègne ni supieron dar con ella en París.
Los cargos fueron: haber formado conciliábulos contrarrevolucionarios (delatadas por los vecinos al reunirse nocturnamente para celebrar juntas oficios religiosos); mantener correspondencias fanáticas (por cartas encontradas entre las carmelitas y sacerdotes que seguían como directores espirituales en la clandestinidad); y conservar escritos liberticidas (algunas conservaban cartas y recuerdos familiares, como el retrato del rey. La mayoría, sin embargo, tenía el origen humilde del campesinado).
Sor Enriqueta de la Providencia (treinta y cuatro años) preguntó al presidente del Tribunal qué entendía por la palabra «fanáticas» tal como figuraba en el texto de la sentencia.
Presidente del Tribunal: Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión.
Diez días después de las carmelitas, el que subía a la guillotina era Robespierre, el incorruptible y máximo responsable del Comité de Salvación Pública que dejaba tras de sí cerca de cuarenta mil muertos, víctimas en prisión o asesinados por el terrorismo de Estado.
La madre María de la Encarnación vivió en la clandestinidad hasta el fin del Terror. Intentó refundar un nuevo convento del Carmelo en 1808 en Versalles, pero la financiación fue insuficiente. El resto de su vida lo dedicó a recabar documentación sobre el juicio y destino de sus compañeras de Compiègne, mártires. En 1825 finalmente se estableció como huésped en el convento carmelita de Sens. Su frágil salud la liberó de los votos, aunque participaba de los oficios religiosos de la comunidad. Falleció en 1836 y el mismo año se publica su obra póstuma en el periódico Lùniverse: «Historia [Relación] de las religiosas carmelitas descalzas de Compiègne, en Francia», gracias a la cual conocemos las identidades, perfiles precisos y circunstancias de los últimos meses de vida de estas mujeres.
Fueron beatificadas por Pío X en 1906:
Madeleine Lidoine, madre Teresa de San Agustín, Priora (42 años)
Marie-Anne Brideau, sor San Luis, vicepriora en ausencia de la madre María (42 años)
Marie Françoise Gabrielle de Croissy, sor Enriqueta de Jesús (49 años)
Anne-Marie Thouret, sor Carlota de la Resurrección (79 años)
Marianne Piedcour, sor María de Jesús Crucificado (79 años)
Marie-Claude Cyprienne Brad, sor Eufrasia de la Inmaculada Concepción (58 años)
Marie-Anne Haniset, sor Teresa del Corazón de María (52 años)
Marie-Gabrielle Trezel, sor Teresa de San Ignacio (51 años)
Rose Chrétien de Neufville, sor Julia Luisa de Jesús, viuda (53 años)
Anne Petras, sor María Enriqueta de la Providencia (34 años)
Angélique Roussel, sor María del Espíritu Santo, hermana lega (52 años)
Marie Dufour, sor Santa Marta, hermana lega (52 años)
Juliette Verolot, sor María de San Francisco Xavier, hermana lega (30 años)
Catherine Soiron, tornera laica (52 años)
Thérèse Soiron, tornera laica (46 años)
Marie-Geneviève Meunier, sor Constanza, novicia (29 años)
En 1931 se publica la novela de la bávara Gertrud von Le Fort La última del cadalso, ficción novelada sobre el relato de la madre María de la Encarnación, creando el personaje totalmente ficticio de Blanca de la Force como síntesis de la juventud de la propia madre María y la novicia real sor Constanza.
El novelista y ensayista francés George Bernanos escribe en 1948 su única obra teatral Diálogos de carmelitas, que termina días antes de fallecer y se publica, como el relato de la madre María de la Encarnación, póstumamente. Pese al formato teatral, la idea original de Bernanos era escribir un guion cinematográfico, y a su muerte dio pie a una película muy notable, Diálogo de carmelitas (1959), coproducción francoitaliana dirigida por Bruckberger y Agostini con Jeanne Moreau en el papel de la madre María y Alida Valli en el de la priora (está disponible en Filmin).
En 1957 se estrena en La Scala de Milán la ópera de Poulenc basada en el texto teatral de Bernanos. Se convierte en una ópera fundamental del siglo XX cuya versión en francés se lleva a la Ópera Nacional de París el mismo año, al Liceo de Barcelona en 1959 y al Teatro Colón de Buenos Aires en 1965. Se estrena la versión en inglés en el Metropolitan Opera de Nueva York en 1977. Al Teatro Real de Madrid llega en 2006 con la producción que el gran Robert Carsen —ascetismo y elegancia nórdica— había diseñado para De Nederlandse Opera de Ámsterdam en 2002 (fue la primera producción de Carsen en el Real, pero no la última, responsable de la apoteósica El anillo del nibelungo que hemos disfrutado las últimas cuatro temporadas).
El 3 de marzo de 2022 el papa Francisco anuncia la canonización de las dieciséis por el procedimiento extraordinario de equivalencia, de exclusiva prerrogativa papal, que no requiere la demostración de milagros si la veneración ha sido desde el origen popular, demostrable e ininterrumpida.
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