Solo el amor nos hace humanos.
Juan pone en boca de Jesús la seña de identidad que debe distinguir a los cristianos.
Es el mandamiento nuevo, por oposición al mandamiento antiguo, la Ley.
Jesús no manda amar a Dios ni amarle a él, sino amar como él ama. No se trata de una ley sino de una consecuencia de la Vida de Dios y que se ha manifestado en Jesús. Nuestro amor será “un amor que responde a su amor” (Jn 1,16).
El amor que pide Jesús tiene que surgir de dentro, no imponerse desde fuera.
Juan emplea la palabra “ágape”. Los primeros cristianos emplearon ocho palabras, para designar el amor: ágape, cáritas, philia, dilectio, eros, líbido, stergo, nomos. Ninguna de ellas excluye a las otras, pero solo el “ágape” expresa el amor sin mezcla alguna de interés personal. Sería el puro don de sí mismo, solo posible en Dios. Está haciendo referencia a Dios, es decir, al grado más elevado de don de sí mismo.
Dios demostró su amor a Jesús con el don de sí mismo.
Jesús está en la misma dinámica con los suyos, es decir, les manifiesta su amor hasta el extremo.
El amor de Dios es la realidad primera y fundante. “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó”.
Descubrir esa realidad y vivirla es la principal tarea del que sigue a Jesús.
Es ridículo seguir enseñando que Dios nos ama si somos buenos y nos rechaza si somos malos.
Hay una diferencia que tenemos que aclarar. Dios no es un ser que ama. Dios es el amor. En Él, el amor es su esencia, no una cualidad como en nosotros. Yo puedo amar o dejar de amar y seguiré siendo yo. Si Dios dejara de amar un solo instante, dejaría de existir. Dios manifiesta su amor a Jesús y a mí, pero no lo hace como nosotros. No podemos esperar de Dios “muestras puntuales de amor”, porque no puede dejar de demostrarlo un instante.
Jesús sí puede manifestar el amor de Dios, amando como un ser humano.
Juan intenta trasmitirnos que, hablando con propiedad, Dios no puede ser amado. Él es el amor con el que yo amo, no el objeto de mi amor. Aquí está la razón por la que Jesús se olvida del primer mandamiento de la Ley: “amar a Dios sobre todas las cosas”. Juan comprendió perfectamente el problema, y deja muy claro que solo hay un mandamiento: amar a los demás, no de cualquier manera, sino como Jesús nos ha amado. Es decir, manifestar plenamente ese amor que es Dios, en nuestras relaciones con los demás.
No se puede imponer el amor por decreto. Todos los esfuerzos que hagamos por cumplir un "mandamiento" de amor están abocados al fracaso.
El esfuerzo tiene que estar encaminado a descubrir a Dios que es amor dentro de nosotros. Todas las energías que empleamos en ajustarnos a una programación tienen que estar dirigidas a tomar conciencia de nuestro verdadero ser.
Solo después de un conocimiento intuitivo de lo que Dios es en mí, podré descubrir los motivos del verdadero amor.
El amor del que nos habla el evangelio es mucho más que instinto o sentimiento. A veces tiene que superar sentimientos e ir más allá del instinto. Esto nos lleva a sentirnos incapaces de amar. Los sentimientos de rechazo a un terrorista pueden hacernos creer que nunca llegaré a amarle. El sentimiento es instintivo y anterior a la intervención de nuestra voluntad.
El amor es más que sentimiento. La prueba de fuego del amor es el amor al enemigo. Si no llego hasta ese nivel, todos los demás amores son engañosos.
El amor no es sacrificio ni renuncia, sino elección gozosa.
Esto que acaba de decirnos el evangelio no es fácil de comprender.
Tampoco esa alegría de la que nos habla Jesús es un simple sentimiento pasajero; se trata de un estado permanente de plenitud y bienestar, por haber encontrado mi verdadero ser y descubrir que es inmutable. Una vez que has descubierto tu ser luminoso e indestructible, desaparece todo miedo, incluido el miedo a la muerte. Sin miedo no hay sufrimiento. Surgirá espontáneamente la alegría.
Solo cuando has descubierto que lo que realmente eres, no puedes perderlo, estás en condiciones de vivir para los demás sin límites.
El verdadero amor es don total. Si hay un límite en mi entrega, aún no he alcanzado el amor evangélico.
Dar la vida, por los amigos y por los enemigos, es la consecuencia lógica del verdadero amor.
No se trata de dar la vida biológica muriendo, sino de poner todo lo que somos al servicio de los demás.
Ya no os llamo siervos. No tiene ningún sentido hablar de siervo y de señor. Más que amigos, más que hermanos, identificados en el mismo ser de Dios, ya no hay lugar ni para el “yo” ni para lo “mío”.
Comunicación total en el orden de ser. Jesús se lo acaba de demostrar poniéndose un delantal y lavándoles los pies. La eucaristía dice exactamente lo mismo: Yo soy pan que me parto y me reparto para que me coman. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos para comunicarles esa misma Vida. Jesús lo compartió todo.
Os he hablado de esto para que vuestra alegría llegue a plenitud.
Es una idea que no siempre hemos tenido clara en nuestro cristianismo. Dios quiere que seamos FELICES con una felicidad plena y definitiva, no con la felicidad que puede dar la satisfacción de nuestros sentidos.
La causa de esa alegría es saber que Dios comparte su mismo ser con nosotros.
Nos decía un maestro de novicios: “Un santo triste es un triste santo”.
No me elegisteis vosotros a mí, os elegí yo a vosotros. Debemos recuperar esta vivencia. El amor de Dios es lo primero. Dios no nos ama como respuesta a lo que somos o hacemos, sino por lo que es Él. Dios ama a todos de la misma manera, porque no puede amar más a uno que a otro. De ahí el sentimiento de acción de gracias en las primeras comunidades cristianas. De ahí el nombre que dieron los primeros cristianos al sacramento del amor. “Eucaristía” significa exactamente acción de gracias.
Cualquier relación con Dios, sin un amor manifestado en obras, será pura idolatría. La nueva comunidad no se caracterizará por doctrinas, ni ritos, ni normas morales. El único distintivo debe ser el amor manifestado.
Jesús no funda un club cuyos miembros tienen que ajustarse a unos estatutos sino una comunidad que experimenta a Dios como amor y cada miembro lo imita, amando como Él. Esta oferta no la puede hacer la institución, por eso se muestra Jesús tan distante e independiente de todas ellas.
Ninguna otra realidad puede sustituir lo esencial. Si esto falta no puede haber comunidad cristiana.
Meditación:
Sin la experiencia de unidad con Dios
no podemos desplegar el verdadero amor.
El verdadero amor nos lleva al límite de lo humano.
No somos nosotros los que tenemos que amar.
Tiene que desaparecer el yo
para sentirme uno con todos.
Amar es deshacerme de todo lo que creo ser para que solo quede en mí lo que hay de Dios.
Fray Marcos
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