dos siglos antes que en el Vaticano se vieran personajes del carácter de los Borgia y el “papa terrible” Julio II, un pontífice no menos polémico que ellos ocupó el trono de san Pedro. Se trataba de Bonifacio VIII, un papa que pasó a la historia no solo por su falta de escrúpulos -característica bastante habitual en aquellos tiempos- sino por su desprecio por las cuestiones de fe, hasta el punto que hubo quien lo acusó de ser el Anticristo.
Benedetto Gaetani, como así se llamaba, ya dio muestras de su talante desde el pontificado de su antecesor, Celestino V. Este era un humilde monje al que prácticamente obligaron a ceñir la tiara papal, pensando que sería fácilmente manipulable; pero una vez en el trono de san Pedro se atrevió a exigir a los cardenales que renunciasen a los vicios terrenales, es decir, a sus bienes de lujo, sus amantes y su pasión por el juego.
En el Vaticano corrían rumores de que, por la noche, el papa Celestino oía la voz de un ángel que le pedía que abdicara de su cargo y que, en realidad, era Gaetani quien le hablaba a través de un agujero en la pared
Desde entonces la curia no cesó en su empeño de hacerle renunciar: en el Vaticano corrían rumores de que, por la noche, el pontífice oía la voz de un ángel que le pedía que abdicara de su cargo; algunos iban más lejos y afirmaban que era el cardenal Gaetani quien le hablaba a través de un agujero practicado en la pared.
Celestino aguantó durante seis meses antes de renunciar; la abdicación de un papa no tenía precedentes y fue Gaetani, experto en derecho canónico, quien le facilitó el camino. El ex pontífice tomó el camino de regreso a su ermita y a su vida tranquila, pero nunca llegó: Gaetani, elegido papa en el cónclave de diciembre de 1294, lo hizo apresar y al cabo de unos meses murió de enfermedad.
UN PECADOR ORGULLOSO
Si Celestino V se tomaba muy en serio sus deberes espirituales, el nuevo papa Bonifacio VIII era todo lo contrario y se dedicaba a conciencia a cultivar todos los placeres. Se divertía por igual con mujeres y con hombres, tenía por amantes a una mujer casada y a la hija de esta, se le acusaba de ser un pedófilo y él no se molestaba en desmentirlo, diciendo que “el darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es un pecado tan insignificante como frotarse las manos”. Bebía y comía como si no hubiera un mañana: en una ocasión, agredió a un cocinero que le había servido “solamente” seis platos en un día de ayuno. Era amante del lujo, se vestía con las mejores telas, coleccionaba todo tipo de amuletos y se hizo fabricar unos dados de oro para jugar.
Bonifacio VIII era un hombre descreído y para muchos blasfemo, que negaba principios básicos del dogma cristiano y se dedicaba a conciencia a cultivar todos los placeres
A estos excesos, que podían considerarse más o menos rutinarios en la curia, se unían sus defectos espirituales, que podían poner en peligro la propia institución. Bonifacio VIII era un hombre descreído y para muchos blasfemo. Negaba principios básicos del dogma cristiano, como la inmortalidad del alma, la virginidad de María o la divinidad de Jesucristo; decía que “solo los imbéciles pueden creer en tales estupideces, las personas inteligentes deben fingir que se las creen pero razonar con su propio cerebro”. A un capellán que imploraba la ayuda de Jesucristo le gritó: “¡Idiota, Jesús fue un hombre como nosotros y, si no se salvó a sí mismo, cómo te va salvar a ti!” Poco le importaba que lo acusaran de blasmefar ya que, según él, puesto que no creía en el juicio divino, no tenía por qué preocuparse de rendir cuentas ante nadie.
El desdeño que mostraba por las cuestiones religiosas contrasta, irónicamente, con la lealtad que exigía como líder de toda la cristiandad. No solo esperaba obediencia y respeto a su autoridad espiritual, también reclamaba su derecho a dirigir todo el mundo cristiano. Celebraba los oficios luciendo una corona y empuñando una espada al grito de “¡Soy papa y soy emperador!” y pretendía que los monarcas, como hombres bautizados, debían estar supeditados a su voluntad. A quienes se oponían los castigaba con la excomunión o, si le era posible, con la eliminación física: en 1299 ordenó la destrucción de la ciudad de Palestrina, feudo de sus acérrimos enemigos, la familia Colonna; y no contento con ello, ordenó esparcir sal sobre las ruinas como hicieron los romanos con Cartago.
EL GRAN NEGOCIO DEL JUBILEO
Todo lo que a Bonifacio VIII le faltaba como líder espiritual, en cambio, lo tenía como administrador. A él se debe la idea del Jubileo Universal, un año de “redención” en el que se prometía el perdón de todos los pecados a los peregrinos que viajaran a Roma, visitaran las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo y, naturalmente, hicieran una donación económica.
El primer Jubileo de la historia se celebró en la fecha significativa del cambio de siglo, el año 1300, y fue un éxito enorme que llenó las arcas del Vaticano y de la propia ciudad: unos treinta mil peregrinos visitaban diariamente Roma, una actividad que no se había visto desde los lejanos tiempos del Imperio Romano. La marea humana era tal que incluso propició la creación del primer código de circulación de la historia, que regulaba entre otras cosas la obligación de circular por la derecha de la vía.
Bonifacio VIII instauró el el Jubileo Universal, un año de “redención” en el que se prometía el perdón de todos los pecados a los peregrinos que viajaran a Roma
Entre toda esa multitud se hallaba Dante Alighieri, al que la visión de aquella ciudad presa del vicio inspiró algunos versos del Infierno en la Divina Comedia. El Sumo Poeta nunca sintió simpatía alguna por aquel pontífice, que destinó al octavo círculo infernal y al que, además de sus muchos defectos, culpaba de su desgracia personal: Dante era miembro de los güelfos blancos, una facción política que se oponía al control papal sobre Florencia, su ciudad natal. El poeta fue condenado a muerte en ausencia y a la confiscación de sus bienes, y pasó el resto de su vida exiliado.
LA BOFETADA DE ANAGNI
El carácter autoritario y colérico de Bonifacio le valió muchos enemigos, dentro y fuera de la Iglesia. El rey francés Felipe IV no quiso plegarse a sus exigencias y decretó la prohibición de sacar dinero o bienes preciosos del reino, bloqueando así el pago de los diezmos eclesiásticos al Vaticano. Francia era la principal fuente de ingresos por medio de los diezmos y Bonifacio reaccionó excomulgando a Felipe; este a su vez hizo quemar públicamente la bula papal y convocó un concilio que acusó al papa de herejía, impiedad, simonía, adulterio, asesinato y brujería; cargos que, excepto el último, estaban plenamente fundamentados.
En Roma, entre eclesiásticos y nobles no eran pocos los que querían librarse de aquel tiránico pontífice. Los Colonna, sus enemigos acérrimos, se aliaron con el rey francés y junto con su consejero de estado, Guillermo de Nogaret -quien tenía una cuenta pendiente con la Iglesia, ya que sus padres habían muerto en la hoguera de la Inquisición-, tramaron un complot para derrocarlo. En septiembre de 1303 tomaron al asalto el palacio pontificio de Anagni, en las proximidades de Roma, e hicieron prisionerio a Bonifacio. La leyenda dice que, frente a su negativa a rendirse, uno de los Colonna lo abofeteó, aunque posiblemente se trató de una bofetada simbólica a su poder y no física.
Pero a pesar de su carácter déspota, a Bonifacio no le faltaban aliados. Los cardenales, nobles y burgueses de Anagni enviaron soldados a liberarlo, obligando a los conjurados a huir; probablemente, muchos de ellos esperaban con este gesto ganarse el favor del pontífice. Bonifacio volvió a Roma con su autoridad en entredicho y gravemente enfermo a causa de la gota y los cálculos renales. El espectáculo que le esperaba le dio el golpe de gracia: en su ausencia la multitud había saqueado el palacio del Laterano y robado todo lo que había podido, incluso la comida de los caballos. Murió pocos días después, el 11 de octubre, y ni siquiera la agonía le arrebató su carácter: en su lecho de muerte siguió amenazando a cualquiera que osara llevarle la contraria y maldiciendo contra todo y contra todos, y murió igual que había vivido: blasfemando.
Ni siquiera su desaparición fue suficiente para algunos, como el rey Felipe de Francia, que no descansó hasta convocar un proceso post mortem contra el papa difunto. En Roma, sin embargo, la situación era distinta después de la muerte de Bonifacio: la curia romana no tenía interés en secundar las acusaciones que, si eran declaradas verdaderas, serían un golpe durísimo para la credibilidad de la institución eclesiástica. Al final, Felipe aceptó desistir de su venganza póstuma a cambio de algo mucho más provechoso: la autorización del nuevo papa, Clemente V, para la supresión de la orden del Temple y la confiscación de su enorme riqueza.
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