Como Sorrentino hace apenas unas semanas, ahora es el brasileño Fernando Meirelles el que en 'Los dos papas' multiplica por dos los pontífices en un encuentro imaginado entre el dimitido Ratzinger y el actual Bergoglio
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El Papa, el de Roma, es tendencia. Aunque en puridad, lo suyo es hablar en plural: tendencias. En el margen estrecho de una semana, los sumos pontífices se cuentan por cuatro.
Hace nada supimos que la nueva temporada de la serie firmada por el italiano Paolo Sorrentino (The new Pope) imagina la posibilidad de un encuentro del papa interpretado por Jude Law con el recién llegado al que da vida John Malkovich. Al primero le obsesiona la fortaleza de un dogma que, a su juicio, ha acabado por mancharse más de la cuenta de la realidad. Al segundo, es la fragilidad de una institución tan delicadamente anacrónica lo que le martiriza. Algo parecido a un socorrido milagro hace que el primero, para sorpresa de todos, despierte en la segunda temporada del coma. Y punto.
Ahora, en Toronto, el brasileño Fernando Meirelles elucubra sobre el improbable, aunque posible, encuentro entre el dimitido Joseph Ratzinger, al que da vida un mesurado y sabio Anthony Hopkins, y el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio, interpretado por un Jonathan Pryce muy cerca de la perfección.
Los dos papas es el título de cajón para este drama que sin renunciar a la comedia intenta ser una disección no tanto de la Iglesia, que también, como de la propia y generalizada necesidad, en un tiempo de nacionalismos, barreras y odios en red, de creer en algo, por universal, común. Llámese fe o, más sencillo, dignidad. Y esta última carencia entiéndase en un sentido muy general y más laico que quizá religioso.
Lo primero es dar con la improbable clave para tanta coincidencia. Sí, es cierto que el hecho de que un papa dejara el cargo sin más no se veía desde... nunca quizá. Las crónicas hablan de que en 1415 Gregorio XII hizo algo parecido. Pero ahí, fueron los rivales los que metieron presión. Nada de esto parece documentado en el caso de Benedicto XVI. Él fue el que decidió irse, quién sabe si forzado por las circunstancias con el escándalo de la pederastia demasiado presente u obligado por la debilidad de la edad o simplemente como resultado de un inescrutable despertar político.
Digamos que el hecho es lo suficientemente anómalo para que el cine haya decidido prestarle atención y Meirelles combina todas las posibilidades de antes de la mano de un más que brillante guión de Anthony McCarten (responsable también de La hora más oscura o Bohemian Rhapsody).
Sin embargo, la anomalía del desmedido número papal no parece motivo suficiente para tanto cine. Necesario sí, pero no suficiente. Para Sorrentino, por ejemplo, la reciente atención por la Iglesia tanto suya como ajena tiene que ver con la necesidad, cada vez más acuciante, de un relato en estos tiempos tan fracturados, discontinuos y fugaces. El alma del catolicismo, a entender de este napolitano cabal, tiene que ver con la teatralización del rito, con la creación de una narración que ordena lo desordenado. Esa sería la razón de ser de cualquier religión, pero en el caso de la católica con sus eucaristías tan cerca de la comedia del arte, más. Y el cine o la televisión, en correspondencia, hace lo mismo: crear relato.
Meirelles parece de la misma opinión, pero su lectura es más política que, digamos, teatral o filosófica. En el ideario de su película, se enfrentan dos formas de entender el papel de la religión hoy. De un lado, la mirada dogmática, integrista o simplemente coherente. El intelectual que es Ratzinger sabe y razona que el sentido de una institución como la suya es el de mantenerse en lo sagrado al margen de una realidad por definición contingente. Anacrónica sí, pero, por ello mismo, eterna.
El jesuita Bergoglio, en cambio, ama el fútbol y eso le condena a emplear una u otra táctica según el rival. Y el enemigo ahora es la falta de respuesta ante el exceso de preguntas. Eso y el primar en la mayor vergüenza de la Iglesia en los tiempos recientes el perdón de los pecadores sobre el dolor de las víctimas. Hablamos, de nuevo, de la pederastia.
La película dibuja a un Benedicto que, de repente, descubre la gracia de la política. Y hasta del fútbol. ¿Y si la mejor manera de servir a la institución que gobierna es dejar de hacerlo? Estrategia lo llaman. No en balde, la película gira sobre una cita de Platón que reconoce como principal virtud de un líder el que no quiera serlo.
El alemán ama la música clásica, su único chiste bueno es el reconocimiento de su incapacidad para hacer chistes y, cuando quiere que nadie se entere de la gravedad de sus palabras, habla en latín. El argentino, en cambio, sabe de la utilidad de una broma a tiempo, baila tangos siempre que tiene ocasión, odia usar otro idioma que no sea el suyo y su canción preferida es Dancing queen, de Abba.
Meirelles y McCarten dejan la carga de la prueba del lado, obviamente, de Francisco. Y lo hacen desde la descacharrante escena inicial en la que le presenta intentando comprar un billete de avión por teléfono. El desencadenante del encuentro es una petición para jubilarse que Bergoglio presenta a Ratzinger. Este último la interpreta como una protesta a su papado y, desde ahí, la película se enreda una larga conversación con el reconocimiento de la posibilidad de la duda por parte del segundo.
El alemán se mantiene firme en sus creencias, pero acaba por admitir que quizá sea el momento del populismo socialdemócrata, llamémoslo así, del argentino. O así lo quiere el director y el guionista que dedican infinitamente más tiempo a rastrear en el pasado de Bergoglio, en sus motivaciones, su fe, su juventud y, lo más delicado, su postura discutiblemente dialogante durante la brutal dictadura argentina que a nada que tenga que ver, por ejemplo, con el pasado en las juventudes hitlerianas de su homólogo(apenas dos menciones a la palabra nazi).
Y así hasta construir una cinta sostenida básicamente por dos interpretaciones memorables cuya evidente finalidad es presentar al papa actual y activo como la respuesta a una necesidad global y a un tiempo en el que, a decir del director, dios es político o no es. En el ideario de Bergoglio, siempre según Meirelles, la realidad es tozuda, inamovible y hasta de derechas y la respuesta de la fe sólo puede ser la contraria. Es decir, dios no sólo es político sino que, además, es de izquierdas; "de los pobres", dice. El cierre de la cinta haciendo coincidir imágenes de emigrantes, muros y catástrofes naturales con un papa que habla favor de la compresión y la fraternidad, y en contra de un sistema que cada día que pasa hace más profunda la brecha entre ricos y pobres da la pauta. Nunca le sentó tan bien el cine al papado.
LLuis Martines
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