Jesucristo murió y luego resucitó –hoy es el aniversario– para redimir los pecados del mundo. No entiendo muy bien lo que quiere decir eso. Bueno, no lo entiendo para nada, y menos tomando en cuenta la historia de los últimos dos mil años.
Estoy en buena compañía. Vean esta cita de Bertrand Russell: “Hay algo un poco extraño para mí sobre las valoraciones éticas de aquellos que piensan que una deidad omnipotente, omnisciente y benevolente, después de preparar el terreno durante muchos millones de años con nebulosas sin vida, se consideraría adecuadamente recompensada con la eventual aparición de Hitler y Stalin y la bomba de hidrógeno”.
Pero si ni yo, ni Russell, ni unos cuantos más pillamos esto de la religión, quizá sea problema nuestro. Si no nos limitásemos a lo lógico y lo visible, si tuviéramos fe, la santa fe, lo veríamos todo más claro. Todo. O eso me han dicho los creyentes siempre, empezando por mis padres y los curas en el colegio.
Esto no es un preámbulo para despotricar contra la religión. Pero sí para despotricar contra la fe en general: el creer en cosas, sean las que sean, sin razón.
No me apunto a los que dicen que la religión ha sido la principal causa de los grandes males de la humanidad, porque pienso que sin ella hubiéramos encontrado otros pretextos para hacer lo mismo. De hecho, las dos grandes ideologías que causaron tanto horror en el siglo XX negaban la existencia de Dios y el confort de la vida después de la muerte.
Pero he aquí el punto. Lo que tienen en común la celestial religión y la terrenal ideología es el hábito mental de la fe. Ahí radica el daño. Ahí está Satanás. La fe en todas sus manifestaciones ha sido la causa de los pecados más atroces contra la humanidad. Desaparece la fe y se abre el camino a la redención. Aquí en la Tierra, digo.
Mi guía no es un invisible dios. Mi guía es el hombre que cité hace un momento, Bertrand Russell, que fue filósofo, matemático y activista político. Vivió de 1872 a 1970, pero sus dichos no caducan. Por eso elijo este día, eterno para tantos, para compartir una breve selección del evangelio según San Bertrand, empezando con sus mandamientos, su variante secular de la santísima trinidad.
“Tres pasiones, simples pero abrumadoramente fuertes, han gobernado mi vida”, declaró Russell poco antes de morir. “El anhelo de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable pena por el sufrimiento del ser humano”.
Lo que tienen en común la celestial religión y la terrenal ideología es el hábito mental de la fe
Consecuente en todo, Russell tuvo varios amores durante sus 97 años de vida, profundizó como pocos en los libros y en la ciencia, fue encarcelado por negarse a combatir en la I Guerra Mundial, fue horrorizado testigo de Hitler, Stalin y Mao, y lideró protestas contra la guerra de Vietnam, la expulsión de los palestinos de sus tierras y el armamento nuclear. Hoy estaría en la calle denunciando a Putin, Trump y Netanyahu.
“No soporto la idea –dijo– de que millones de personas puedan morir en agonía solo, únicamente, porque los gobernantes del mundo son estúpidos y malvados”. Y porque millones creen en ellos. En contra de la fe, dijo Russell, está la duda. “El gran problema del mundo es que los necios y fanáticos siempre están tan seguros de sí mismos, mientras que las personas más sabias están llenas de dudas”.
Extendía el pensamiento crítico a todo, sin excluir sus propias ideas políticas, que definía como liberales de izquierdas. “La esencia del enfoque liberal no radica en qué opiniones se mantienen, sino en cómo se mantienen: en lugar de mantenerlas dogmáticamente, se mantienen tentativamente y con la conciencia de que nuevas evidencias pueden llevar en cualquier momento a su abandono”, señaló.
Así fue su experiencia con el marxismo leninismo. “Fui a Rusia siendo comunista –escribió–, pero el contacto con aquellos que no tienen dudas ha intensificado mil veces mis propias dudas, no en cuanto al comunismo en sí mismo, sino en cuanto a la sabiduría de aferrarse a una creencia tan firmemente que por ella los hombres estén dispuestos a infligir miseria generalizada”.
Coincido sin reservas con Bertrand Russell en que “temer al amor es temer a la vida”
Y agregó: “Antes de ir a Rusia, imaginaba que iba a presenciar un experimento interesante en una nueva forma de gobierno representativo. Vi un experimento interesante, pero no en gobierno representativo”. Más tarde cambió de opinión sobre el comunismo y su veredicto sobre Marx fue demoledor: “Si una filosofía pretende traer felicidad, debería estar inspirada en sentimientos bondadosos. Marx fingía que quería la felicidad del proletariado; lo que realmente quería era la infelicidad de la burguesía”.
Tanto los grandes pensadores, como los líderes políticos, como todos, tenemos como motor principal no la bondad ni la mejora de la especie humana, pensaba Russell, sino la vanidad. “Apenas es posible exagerar la influencia de la vanidad en todo… desde el niño de tres años hasta el potentado ante cuyo ceño tiembla el mundo. La humanidad incluso ha cometido la impiedad de atribuir deseos similares a la deidad, a quien imaginan ávida de alabanzas continuas”.
En similar vena, Russell dijo: “Observo que una gran parte de la raza humana no cree en Dios y no sufre ningún castigo visible como consecuencia. Y si hubiera un Dios, me parece muy poco probable que tuviera una vanidad tan frágil como para ofenderse por aquellos que dudan de su existencia”.
Yo me atrevo a tener mis dudas con Russell. Es más antirreligión que yo. “En los últimos años ha habido un rumor –dijo– que sugiere que me he vuelto menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que solía ser. Este rumor carece totalmente de fundamento. Considero que todas las grandes religiones del mundo –budismo, hinduismo, cristianismo, islam y comunismo– son tan falsas como dañinas”.
De acuerdo con lo del comunismo, pero para mí no son siempre dañinas las religiones convencionales. He visto que, para muchos, tienen su valor como consuelo en el caos de la vida. Tampoco descarto, fiel al espíritu de Russell, que pueda ser yo el que esté equivocado.
Pero estoy con él sin reservas, y lo estaría Jesucristo también, en el primero de sus tres mandamientos. “Temer el amor es temer a la vida”, dijo, y agregó: “El amor es sabio, el odio es necio. En este mundo, que se está volviendo cada vez más interconectado… debemos aprender una especie de caridad y una especie de tolerancia, que son absolutamente vitales para la continuación de la vida humana en este planeta”.
Amén.
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