miércoles, 21 de junio de 2023

ana comnena, la princesa de las cruzadas

 en noviembre de 1083, la emperatriz Irene Ducaina aguardaba en el gran palacio de Constantinopla el nacimiento de su primer vástago y el retorno triunfal de su esposo, el emperador Alejo I Comneno, que acababa de rechazar a los invasores normandos. Al sentir los primeros dolores del parto, la soberana trazó la señal de la cruz sobre su vientre y conminó a la criatura a esperar pacientemente la llegada de su progenitor.

El alumbramiento se retrasó tres días, hasta que el sábado 2 de diciembre vino al mundo en la cámara de Púrpura (la estancia donde daban a luz las consortes de los emperadores) una niña bien formada, «igual en todo a su padre». Quien refiere la anécdota es esta misma princesa, Ana Comnena, que proclama así la obediencia que ya prestaba a sus padres en el mismo seno materno; lo cuenta en la Alexiada, su excepcional biografía de Alejo I.

El nacimiento de la princesa era de vital importancia para asegurar, mediante su matrimonio, la continuidad de la dinastía Comneno, establecida por las armas en el trono del Imperio bizantino apenas dos años atrás. 

NACIDA PARA REINAR 

Bizancio, heredero del Imperio romano de Oriente, mantenía un precario dominio sobre los Balcanes y Anatolia, donde aguantaba a duras penas los embates de los turcos, mientras se desangraba en querellas internas por el poder. Una de estas contiendas civiles había llevado a los Comneno a la cúspide del Imperio. En 1081, los dos partidos hasta entonces irreconciliables de la nobleza bizantina, los militares terratenientes y los oficiales de la administración del Estado, representados, respectivamente, por los clanes rivales de Comnenos y Ducas, se habían unido contra el usurpador Nicéforo III, que había arrebatado el trono a Miguel VII Ducas. Dos ambiciosos hermanos, Isaac y Alejo Comneno, y su enérgica madre, Ana Dalasená, encabezaron durante la Semana Santa de aquel año una rebelión abierta contra Nicéforo. 

Alexandre Hesse   Godefroy de Bouillon faisant acte d'allégeance à l'empereur byzantin Alexis Comnène

Alejo I Comneno recibe al cruzado Godofredo de Bouillon. Tras la emperatriz Irene, sentada en el trono, están sus hijas, con Ana entre ellas. Óleo por Alexandre Hesse. Siglo XIX. Palacio de Versalles.

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La victoria de los conjurados dio el trono al hermano menor, Alejo, que estaba casado con una joven de la familia Ducas, la noble Irene. La coronación de la pareja satisfacía a ambas estirpes y, para sellar su alianza, a los pocos días de haber nacido, Ana fue prometida en matrimonio a Constantino Ducas, hijo de Miguel VII, que entonces tenía unos nueve años. El enfervorizado pueblo de Constantinopla aclamó a ambos niños como emperadores, y la princesa inició su vida bajo los mejores auspicios. Pero, por desgracia, éstos no tardarían en revelarse engañosos. 

Siguiendo la tradición ortodoxa, Ana fue bautizada con el nombre de su abuela paterna. Como era habitual, cuidó primero de ella su futura suegra, la emperatriz María, y la princesa siempre recordó esa época como un tiempo de felicidad. En su Alexiada describe admirativamente a la emperatriz María, «esbelta como un ciprés», y a su hijo Constantino, a quien retrata como un rubio querubín rebosante de salud: «es como el Cupido de un pintor». Sin embargo, la muerte alcanzó al joven apenas entrado en la veintena, hacia 1095, antes de que pudiera consumar el matrimonio. 

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Santa Sofía de Constantinopla. La espléndida basílica erigida por Justiniano en 532 fue sede del patriarcado ortodoxo y escenario de magnas ceremonias imperiales, como la coronación de Alejo I Comneno.

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Para entonces, Constantino ya había perdido las esperanzas de subir al trono. En 1087 había nacido Juan, el primer hijo varón de Alejo e Irene Ducaina, y presumible heredero de la púrpura imperial. Constantino era un yerno incómodo, que siempre podía alegar sus derechos al trono por parte de su padre, el emperador Miguel, y su oportuna desaparición permitió consolidar la línea masculina de la dinastía. Por su parte, la adolescente Ana no sólo veía truncado su destino imperial: la muerte de su prometido significaba, además, la adjudicación de un nuevo esposo. 

El elegido por sus padres fue Nicéforo Brienio, hijo, o quizá nieto, de un general rebelde del mismo nombre a quien Alejo había derrotado décadas atrás. La princesa transmitió una imagen conmovedora del afecto que sentía por su nuevo esposo, militar de gran mérito y hombre muy ilustrado, a quien denomina «mi césar». Tal expresión no es un simple apelativo cariñoso: Brienio, en efecto, ostentó la dignidad de césar, la tercera del Imperio tras el título real de basileus y el de sebastocrator (que Alejo creó para su segundo hijo, Andrónico). Ana tuvo con Brienio cuatro hijos, dos varones y dos hembras, y compartió con su esposo, desde su boda en 1097 hasta la muerte del césar en 1137, cuarenta años de aparente felicidad. Sin embargo, según el historiador Nicetas Choniates (algo posterior, pero generalmente bien informado), la relación conyugal se deterioró gravemente tras la muerte de Alejo Comneno en 1118. 

CONJURAS EN PALACIO 

La Alexiada nos ofrece una versión muy patética de los últimos días del soberano, aquejado probablemente de una enfermedad del corazón. Ana se retrata a sí misma como una hija solícita que, al igual que su madre Irene, atiende incansable al emperador. Choniates, por el contrario, describe la cámara mortuoria de Alejo en el palacio de Manganas como un campo de batalla en donde se dirime el destino del Imperio

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Juan II y su esposa con la Virgen y el niño. Mosaico de la basílica de Santa Sofía, Estambul.

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El primogénito del soberano, Juan Comneno, había sido proclamado coemperador en 1092, cuando apenas contaba cinco años, pero una parte de la corte deseaba impedir su acceso al trono. Al frente de sus enemigos estaba su propia madre, la emperatriz Irene Ducaina, que acusaba a Juan de incapaz y afeminado y alababa, en cambio, las virtudes de Nicéforo Brienio, que le profesaba verdadera devoción, y de Ana. Choniates describe la reacción furiosa de Alejo, que no podía concebir que su esposa pretendiera desheredar al hijo en beneficio del yerno. El historiador considera a Ana Comnena como la inspiradora en la sombra de esta conjura, con la que la princesa aspiraba a recuperar la dignidad imperial que había ostentado en su infancia, cuando estaba casada con el hermoso Constantino Ducas. 

Pero mientras Alejo yacía semiinconsciente en su lecho de muerte, Juan le arrebató el anillo con el sello real y lo usó como salvoconducto para adueñarse del palacio imperial, donde se encerró para evitar caer en manos de los conspiradores (ni siquiera asistió al entierro de su padre), y apoderarse del Estado. Cuando descubrió la artimaña, la enfurecida emperatriz Irene abrumó de reproches al moribundo, que, a pesar de ello, falleció satisfecho al ver cumplidos sus deseos. Pero el enfrentamiento fratricida no acabó aquí. 

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Capilla Palatina, en el interior del palacio de los Normandos, en Palermo. Roger II, rey de los normandos de Sicilia y enconado adversario de Bizancio, ordenó su construcción en 1132, en honor de san Pedro. El edificio, mezcla de estilos islámico, normando y bizantino, contiene mosaicos con historias de santos y bíblicas, e imágenes de Cristo, los profetas y los arcángeles.

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Según Nicetas Choniates, cuando todavía no había pasado un año de su ascensión al trono, los enemigos de Juan II, acaudillados por la princesa Ana, tramaron el asesinato del nuevo soberano y su sustitución por Nicéforo Brienio. Su propósito era asaltar con nocturnidad y alevosía al emperador mientras dormía en el pabellón de caza de Filopation, que se encontraba fuera del recinto amurallado de Constantinopla. Contaban con la complicidad del comandante de guardia, que les permitiría salir armados de la ciudad durante la noche. En el último momento, sin embargo, la falta de resolución del césar Brienio, que no quería verse involucrado en un magnicidio, hizo fracasar el plan. 

Entonces, Ana reprochó indignada a la naturaleza que la hubiera hecho a ella mujer y a Nicéforo hombre. Mejor hubiera sido –decía– lo contrario. Tras descubrir la conspiración, Juan II hizo gala de magnanimidad. No ordenó ni la muerte ni la mutilación de ninguno de los conjurados e incluso devolvió, al cabo de poco tiempo, las riquezas que les había confiscado. Al principio decretó la ruina de su hermana, pero luego la perdonó y le permitió conservar su fortuna y honores, a pesar de lo cual ella le guardó rencor para siempre. 

Taking of Jerusalem by the Crusaders, 15th July 1099Toma d eJerusalén por los cruzados. Ana quiso

Toma de Jerusalén por los cruzados en el año 1099. Ana quiso ver en el juramento de fidelidad de estos al emperador bizantino una victoria sobre los turcos. Óleo por Émile Signol. Versalles

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Veinte años después, en 1137, falleció su esposo y, convertida en una viuda inconsolable (según explica ella misma), se retiró al monasterio de la Virgen Llena de Gracia de Constantinopla, que había fundado su madre. En este retiro se consagró plenamente a la escritura de la Alexiada. Ana, cuya extraordinaria formación intelectual elogiaron todos sus contemporáneos, estaba muy bien preparada para acometer la redacción de esta gran obra. Mucho más cultivada que las princesas occidentales de su tiempo, conocía perfectamente a los grandes autores antiguos, desde Homero hasta historiadores como Tucídides, Jenofonte y Polibio. 

LOS NUEVOS BÁRBAROS 

Ana describe su obra como un dique levantado contra el río del tiempo, que arrastra al mar del olvido las grandes acciones de los hombres. Antes de morir en 1133, la emperatriz Irene había pedido a Nicéforo Brienio que escribiera la biografía de Alejo Comneno, pero la muerte del césar había dejado su historia inconclusa. Entonces la princesa retomó la tarea y convirtió la Alexiada en un monumento a la memoria de su padre, su madre y su esposo, ofreciendo un encendido encomio de su progenitor y un feroz vituperio de sus enemigos bizantinos y extranjeros. 

Entre éstos destacan los «latinos», «francos», «celtas» o simplemente «bárbaros», es decir, los occidentales, a quienes Ana caracteriza como impetuosos y volubles, cobardes y traidores. Los culpa, además, de haber conspirado con los normandos de Sicilia contra Bizancio durante la primera cruzada (1096-1099), el mayor acontecimiento militar del reinado de Alejo. Gracias a la Alexiada, sabemos, en efecto, que la corte bizantina no percibió la cruzada como una campaña de liberación de los Santos Lugares, sino como una amenaza a la existencia misma del Imperio

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La Cúpula de la Roca. Este lugar sagrado del Islam cayó en poder de los cruzados en 1099, cuando conquistaron Jerusalén tras romper las relaciones con Alejo I, que en un principio los había apoyado.

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Alejo acogió con magnanimidad no siempre correspondida a la multitud de «reyes, duques, condes y obispos de nombre bárbaro» que llegó a Constantinopla. Uno de ellos, Godofredo de Bouillon (el futuro rey de Jerusalén), desafió al ejército imperial y fue derrotado por el césar Brienio frente a los muros de la capital el Jueves Santo de 1097. Ana atribuye el liderazgo de los cruzados al príncipe normando Bohemundo de Tarento, hijo de Roberto Guiscardo; unos años atrás, ambos habían expulsado a los bizantinos de Sicilia y atacado el propio Imperio, cuya corona ambicionaban. 

Bohemundo aparece como un astuto manipulador de las buenas intenciones de sus compañeros de armas, pero Ana lo describe físicamente con palabras tan rendidas de admiración que se ha creído que lo amaba en secreto. En realidad, la alabanza del enemigo sirve para engrandecer el mérito de su vencedor: Alejo I. En 1108, el emperador logró imponer un tratado de vasallaje a Bohemundo, que se había adueñado de la importante ciudad de Antioquía (la actual Antakya, en Turquía). Gracias a este acuerdo, Ana Comnena puede concluir su relato de la primera cruzada con el triunfo de su padre sobre los bárbaros, cuya amenazadora llegada había contemplado desde lo alto de las murallas de Constantinopla cuando era una niña de apenas catorce 

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