En 1994, el director del proyecto arqueológico de Palenque, Arnoldo González Cruz, decidió excavar en el templo XIII, situado junto al templo de las Inscripciones, con el fin de estudiar la cimentación o las posibles subestructuras ocultas bajo este edificio. Para penetrar en él se excavó un túnel que partía de la escalinata de la fachada principal y se adentraba en el corazón mismo del templo. Enseguida, el equipo se topó con un corredor que daba acceso a tres cámaras. De estas, la mayor, la central, estaba sellada con un muro, en cuya base se apreciaban restos del humo de algún ritual practicado por los antiguos mayas .
Los arqueólogos comprendieron que esa habitación, sellada a propósito, protegía algo importante. Decididos a proceder con cautela para no dañar la decoración o los objetos que pudieran haberse depositado allí, practicaron un pequeño agujero a través del cual podrían espiar aquel espacio sin problemas.
Un arqueólogo observa el interior del monumental sarcófago que contenía los restos de la Reina Roja, sepultada en el templo XIII de Palenque.
Foto: Kenneth Garrett / NGS
UNA CÁMARA SECRETA Al igual que Howard Carter setenta años antes en la tumba de Tutankhamón, Arnoldo González introdujo una linterna por el resquicio y observó el interior de la cámara funeraria. En la penumbra se distinguía una habitación pequeña y abovedada, de 4.20 x 2.50 metros, ocupada casi totalmente por un sepulcro monolítico de piedra caliza , con varios objetos de cerámica repartidos por la habitación. Tras retirar las piedras que formaban el tosco muro de cerramiento, los arqueólogos penetraron en la cámara. Allí hallaron dos cuerpos, uno situado en el lado este y el otro en el oeste.
Sin duda, ambos habían sido sacrificados para acompañar en su viaje al personaje de alto rango depositado en el sarcófago
El cuerpo del lado este correspondía a una joven que estaba recostada boca abajo , en posición extendida y con las manos atadas a la espalda y que presentaba cortes y golpes en su caja torácica, sin duda heridas infligidas al extraer su corazón; el del lado oeste era el de un niño, también en posición extendida y con un fuerte golpe en la parte posterior del cuello que le había provocado la muerte. Sin duda, ambos habían sido sacrificados para acompañar en su viaje al personaje de alto rango depositado en el sarcófago.
Éste había sido tallado en un único bloque de piedra caliza y estaba cubierto por una pesada losa. En su día estuvo pintado de rojo, pero la humedad y las filtraciones de agua habían echado a perder parte de su policromía. Sobre la tapa se hallaron los restos de un incensario, sin duda usado en el ritual de enterramiento, que cubría una abertura circular: el psicoducto, un canal que permitía al alma del difunto escapar de su cuerpo y viajar al inframundo . Los antiguos mayas tenían por costumbre venerar a sus antepasados mediante ceremonias de apertura de las tumbas. Se les ofrendaba copal (incienso), vasijas y alimentos ; una forma de perpetuar y venerar la memoria del ancestro, algo que aún practican algunas comunidades indígenas.
En el lujoso ajuar funerario de la Reina Roja destacaba su magnífica máscara funeraria. Esta pieza, que se halló completamente fragmentada, cubrió el rostro de la soberana y estaba hecha de malaquita. En la tumba se halló otra máscara más pequeña, realizada con jade, que adornaba una especie de cetro o cinturón. La pequeña máscara de jade se componía de 106 fragmentos de este material y dos placas de obsidiana.
Concha marina de la cual surge un figurita humana, descubierta en el templo XIII de Palenque.
Foto: Dagli Orti / Art Archive
ROJO POR DOQUIER A través del psicoducto, los arqueólogos introdujeron una luz y una pequeña cámara que permitiese ver el interior del sarcófago. Así distinguieron unos restos humanos cubiertos de cinabrio de un vivo color rojo .
El problema que se planteaba a los arqueólogos era cómo acceder al interior del sarcófago sin dañar la tapa, pues la distancia entre ésta y las paredes no permitía moverla. Para ello diseñaron y fabricaron un ingenio de madera y metal que posibilitase elevar la cubierta mediante gatos hidráulicos . Como Arnoldo González recordó más tarde, una vez montada la estructura se percataron de que no disponían de gatos y tuvieron que utilizar los de sus propios vehículos para proceder a elevar la tapa. Eran las cinco de la madrugada del día 1 de junio de 1994 .
Cuando la tumba se abrió, los miembros del equipo empezaron a disparar sin descanso los flashes de sus cámaras fotográficas. Cuando cesaron los fogonazos, los ojos de los arqueólogos necesitaron unos momentos para acostumbrarse a la penumbra y poder atisbar el interior del sarcófago, que resplandecía de rojo: las paredes y el fondo, los restos óseos…, todo estaba impregnado del tóxico polvo de cinabrio . En medio podían intuirse los ricos adornos que acompañaron a la que pronto sería bautizada como la Reina Roja.
Máscara de malaquita de la Reina Roja tras su restauración en el Museo de Palenque.
Foto: Dagli Orti / Art Archive
La máscara facial de malaquita de la Reina Roja estaba compuesta por 119 fragmentos de este material. Fue restaurada por Juan Alfonso Cruz. Dos láminas de obsidiana hacían las veces de pupilas, y cuatro piezas de jade imitaban a los iris. Se dispusieron dos cuentas tubulares y dos circulares a modo de orejeras.
Foto: Kenneth Garrett / NGS
¿QUIÉN ERA LA REINA? Los recientes estudios de los restos óseos llevados a cabo por la antropóloga Vera Tiesler junto con otros investigadores muestran que se trataba de una mujer de entre 60 y 70 años de edad y de metro y medio de altura . La riqueza de su ajuar, la monumentalidad de su tumba, la deformación craneal –un rasgo frecuente en los miembros de la nobleza maya– y el escaso deterioro de su dentadura –reflejo de una alimentación sana y elaborada– indican que esta mujer perteneció a la élite de Palenque.
Fue contemporánea del gran K’nich Janaab’ Pakal I y sus tumbas son muy similares , salvo por el hecho de que la de la Reina Roja carece de inscripciones. Ambos personajes se habían hecho enterrar en dos templos contiguos que ocupan un lugar preferente en la ciudad y en sarcófagos monolíticos, algo inusual en los enterramientos mayas. El ritual funerario –con sus cuerpos intensamente impregnados de cinabrio y la presencia de víctimas sacrificiales– parece haber sido preparado y ejecutado por los mismos sacerdotes.
Vera Tiesler exploró varias vías para identificar el cuerpo. Reconstruyó el rostro y lo comparó con retratos de reinas de Palenque que aparecen en algunos relieves. A través del ADN comprobó que no había relación de parentesco entre Pakal y la señora de los huesos rojos . Los estudios de la dentadura, realizados por el antropólogo físico Andrea Cucina, revelaron que procedía de una población cercana. Todas estas conclusiones apuntan a Ix Tz’akbu Ajaw, originaria de la cercana ciudad de Tokhtan u Ox te’kúb, que llegó a Palenque para casarse con Pakal I en el año 626, quizá con el propósito de reforzar las alianzas políticas entre ambos reinos . Dos de sus hijos también fueron reyes de Palenque. La comparación del ADN de la Reina Roja con el de quienes serían sus hijos constituiría la prueba definitiva de esta identificación, pero las tumbas de estos soberanos aún no han sido descubiertas.
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