No tenía poder cultural como los escribas. No era un intelectual con estudios.
Tampoco poseía el poder sagrado de los sacerdotes del templo. No era miembro de una familia honorable ni pertenecía a las élites urbanas de Séforis o Tiberíades.
Jesús era un obrero de la construcción de una aldea desconocida de la Baja Galilea.
No había estudiado en ninguna escuela rabínica. No se dedicaba a explicar la ley. No le preocupaban las discusiones doctrinales. No se interesó nunca por los ritos del templo. La gente lo veía como un maestro que enseñaba a entender y vivir la vida de manera diferente.
Según Marcos, cuando Jesús llega a Nazaret acompañado por sus discípulos, sus vecinos quedan sorprendidos por dos cosas: la sabiduría de su corazón y la fuerza curadora de sus manos. Era lo que más atraía a la gente.
Jesús no es un pensador que explica una doctrina, sino un sabio que comunica su experiencia de Dios y enseña a vivir bajo el signo del amor.
No es un líder autoritario que impone su poder, sino un curador que sana la vida y alivia el sufrimiento.
Sin embargo, las gentes de Nazaret no lo aceptan. Neutralizan su presencia con toda clase de preguntas, sospechas y recelos. No se dejan enseñar por él ni se abren a su fuerza curadora. Jesús no logra acercarlos a Dios ni curar a todos, como hubiera deseado.
A Jesús no se le puede entender desde fuera. Hay que entrar en contacto con él. Dejar que nos enseñe cosas tan decisivas como la alegría de vivir, la compasión o la voluntad de crear un mundo más justo. Dejar que nos ayude a vivir en la presencia amistosa y cercana de Dios.
Cuando uno se acerca a Jesús, no se siente atraído por una doctrina, sino invitado a vivir de manera nueva.
Por otra parte, para experimentar su fuerza salvadora es necesario dejarnos curar por él: recuperar poco a poco la libertad interior, liberarnos de miedos que nos paralizan, atrevernos a salir de la mediocridad.
Jesús sigue hoy «imponiendo sus manos». Solo se curan quienes creen en él.
José A.Pagola
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