Publicado por Carlo Frabetti
Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.Federico García Lorca, «Soneto de la dulce queja».
El amor es el mito nuclear de nuestra cultura, y en la medida en que los mitos son relatos, el mito del amor es el relato del emparejamiento.
Los cuentos maravillosos tradicionales culminan casi siempre con la boda de los protagonistas masculino y femenino (la función 31 de Propp), y las comedias románticas al uso, así como casi todas las películas anteriores a los años setenta del siglo pasado y muchas de las posteriores, responden a la consabida fórmula «chico encuentra chica». Independientemente de su edad, los protagonistas son, en la terminología popular, «el chico» y «la chica»; no un hombre y una mujer, como en la paradigmática cinta de Claude Lelouch que intentaba actualizar —con el viejo truco de la falsa desmitificación— una fórmula que empezaba a mostrar signos de agotamiento (Un homme et une femme, 1966), sino «el» y «la», para subrayar su supuesta singularidad —y su función arquetípica—, y «chico» y «chica», porque antes del emparejamiento todo es proyecto, incompletitud, adolescencia; una adolescencia que para los antiguos romanos duraba hasta los veinticinco años y que en la actualidad puede prolongarse hasta más allá de los cuarenta.
Y los relatos de emparejamiento convencionales suelen expresar, de forma más o menos explícita, el mito del «alma gemela».
Tanto en la tradición grecolatina como en la judeocristiana, las dos corrientes principales de las muchas que alimentan —y contaminan— nuestra cultura, el mito del alma gemela ocupa un lugar destacado en los relatos amorosos, e incluso en los discursos filosóficos y morales.
En su diálogo El banquete, Platón pone en boca de Aristófanes una versión crudamente carnal del mito, según la cual los humanos tenían, en origen, cuatro brazos, cuatro piernas y una cabeza con dos rostros. Había tres géneros: hombres, mujeres y andróginos, y cada individuo tenía dos dotaciones de genitales, masculinos en el primer caso, femeninos en el segundo y uno de cada en el caso de los andróginos. Los hombres eran hijos del Sol, las mujeres eran hijas de la Tierra y los andróginos eran hijos de la Luna, que a su vez era hija del Sol y la Tierra. Los humanos originarios se rebelaron contra el Olimpo, y como los dioses no querían aniquilarlos para no prescindir de sus ofrendas, Zeus tuvo la brillante idea de partirlos por la mitad: de este modo, a la vez que castigaba su rebeldía, duplicaba el número de individuos que veneraban a los dioses. Apolo se apiadó de los humanos demediados y remendó sus mitades desgarradas, y el ombligo, la puntada final, es el testimonio de la labor reparadora del dios de la sanación. Pero los humanos no acababan de adaptarse a su nueva naturaleza, y cada cual añoraba a la otra mitad de su forma originaria. Y si ambas mitades se encontraban, se apoderaba de ellas el incontenible deseo de unirse de nuevo, y esa pasión fusionadora es lo que llamamos amor.
De hecho, el ombligo es el costurón que nos recuerda que nuestro cuerpo estuvo unido a otro del que fue separado bruscamente, mediante un tajo menos violento que los rayos de Zeus, pero igual de inapelable. E inconscientemente buscamos regresar al estado edénico en el que éramos parte de otro ser, antes de la irreductible soledad de la vida posnatal. El amor es nostalgia, dice un irónico adagio alemán.
Según una antigua tradición judía recogida en el Talmud, cuarenta días antes del nacimiento de un varón una voz celestial susurra en la mente de sus progenitores el nombre de la niña destinada a convertirse en su esposa. El término idish bashert (destino), referido a los cónyuges o los enamorados, expresa la idea bíblica de que los emparejamientos se llevan a cabo en el cielo, por lo que las almas incompletas de hombres y mujeres buscan ansiosamente a su pareja predestinada para alcanzar la plenitud.
Y ambas tradiciones, la grecolatina y la judeocristiana, confluyen en el neoplatonismo, y el mito androcéntrico de la esposa predestinada se prolonga y sublima en la idea renacentista de la amada angélica —la donna angelicata— cuya belleza inefable es un reflejo de la divinidad.
El antifaz de Romeo
Romeo y Julieta son muy jóvenes, casi adolescentes, y se conocen en el bullicio de una fiesta multitudinaria en la que él se cuela ocultando su rostro tras un antifaz. En el más famoso de los episodios «chico encuentra chica», en el paradigma universal de los relatos de emparejamiento, se concitan todos los obstáculos imaginables: la juventud e inexperiencia de los protagonistas, la enemistad de sus familias, la fugacidad del primer contacto y, por si esto fuera poco, la máscara que se interpone entre sus rostros, metáfora de la venda que cubre los ojos de Cupido. Shakespeare viene a decir, en plena sintonía con el mito del alma gemela, que el amor no necesita más argumentos que una mirada ni admite más normas que las de su propia realización. Ama y haz lo que quieras, dijo el neoplatónico Agustín de Hipona. Amor ch’a nullo amato amar perdona, sentenció el neoplatónico Dante Alighieri.
No es casual que La excelentísima y tristísima tragedia de Romeo y Julieta, como reza el título completo, se desarrolle en la Italia renacentista, heredera directa, en lo poético y en lo filosófico, del dolce stil nuovo y su idealización de la amada, que, en última instancia, es la sacralización del amor cortés y la cosificación definitiva de la mujer, a la que se pone en un pedestal para convertirla en una estatua. Y tampoco es casual que la obra termine con la muerte de los protagonistas, como es habitual en los mitos clásicos, pues, por una parte, la muerte «completa» el relato mítico, lo blinda al clausurarlo de forma definitiva, y así lo vuelve inmortal. Y, por otra parte, la unión de dos almas gemelas es inenarrable, en el más literal sentido del término, porque no hay nada que narrar: es una fusión instantánea y extática, una culminación sin proceso, un desenlace sin nudo ni desarrollo significativo. Romeo y Julieta mueren para que no nos demos cuenta de que ya no tienen nada que decir. Por eso los cuentos tradicionales suelen terminar con un expeditivo «y fueron felices comiendo perdices». Por eso las comedias románticas —y la mayoría de las películas anteriores a los años setenta— terminan con un beso que parece un punto y seguido, pero en realidad es un punto final, cuando debería ser un punto de partida.
Dicho sea de paso, el beso/punto final de una historia que concluye sin haber empezado tiene su más extrema y conocida expresión en los cuentos «Blancanieves» y «La bella durmiente», cuyos descerebrados príncipes azules se enamoran de sendas estatuas yacentes: mujeres profundamente dormidas, casi muertas, con las ventanas del alma cerradas de par en par y, por ende, sin identidad manifiesta.
La venda de Cupido
Cabría pensar ingenuamente que nuestro actual concepto de pareja ha dejado atrás el mito del alma gemela; que, del mismo modo que podemos disfrutar de un relato fantástico sin creer en dragones ni unicornios, podemos emocionarnos con un musical de Hollywood sin creer en el flechazo ni en la media naranja; pero, si lo primero no es del todo cierto, lo segundo lo es todavía menos. El pensamiento mágico está lejos de haber sido superado en nuestra cultura supuestamente racionalista, y la creencia de que se puede compartir la vida —no algunas cosas, o incluso muchas, sino la vida toda como proyecto global— con otra persona, y que esa persona es única e insustituible, sigue siendo la mayor mentira piadosa con la que intentamos engañar a nuestra irreductible soledad.
La función de la venda no es cegar a Cupido, sino impedirnos ver sus ojos de estatua.
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