Era casi un trámite, un premio de consolación. La forma que tenían de decir «y vivieron felices y comieron perdices». Cuando no sabían cómo acabar un cuento, los antiguos griegos le ponían final así: convirtiendo al protagonista en una estrella o en una constelación. Le ocurrió a Orión, a Andrómeda, a Casiopea y a varias decenas más de personajes de la mitología griega. Y por supuesto les ocurrió a sus dioses. A ellos les reservaron los cuerpos errantes, los que viajan por el cielo: el Sol, la Luna y las cinco estrellas que se mueven por el firmamento. Aquellas eran para los griegos «πλανήτης», «planétes», que significa literalmente eso, «errantes» o «vagabundas». Poco sabían entonces que, con aquella convención narrativa, con aquel chimpún atropellado que ponía final a sus mitos, estaban dándole nombre a regiones verdaderas, suelo tan real como el de Tracia o el Peloponeso. Y que, con el tiempo, habría mapas que llevarían esos mismos nombres y personas que pisarían aquellos mismos suelos.
Pero ¿por qué decidieron llamar «Venus» precisamente a Venus? ¿Por qué Marte se llama «Marte», y no «Minerva», por ejemplo? ¿Por qué todas las lunas de Júpiter tienen nombre de mujer menos una? ¿Y por qué Apolo, un dios tan prominente en el panteón grecolatino, no tiene su propio planeta? Nos contentamos con lo que nos contaron en los libros de texto: que los romanos pusieron a los cuerpos celestes el nombre de sus dioses y que siguieron en esto la costumbre de los griegos, punto final. Y eso, además de un resumen pobrísimo, es cierto solamente a medias. Aquí nos proponemos hacerle un poco más de justicia a la cuestión y arrojar luz, aunque solo sea un poquito, sobre ese hermosísimo embrollo de mitología, etimología y astronomía que es la nomenclatura del sistema solar.
Un par de cosas sobre astronomía antigua
Pero antes es preciso hacer un par de anotaciones. Primera: los antiguos griegos solo conocían los planetas visibles al ojo desnudo, los que hoy llamamos Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Para ellos no eran distintos de las estrellas excepto por su cualidad móvil. Y no es cierto que a estas «estrellas errantes» les pusieran los nombres de Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos. Más bien ocurrió que las consagraron a esas divinidades.
Hubo una excepción: Venus. No solo tenía un nombre propio, tenía dos. Al menos desde la época homérica se le llamaba Fósforo cuando aparecía al amanecer y Héspero al hacerlo en las primeras horas de la noche (dentro de unas cuantas líneas entraremos en el porqué). Pero los demás planetas carecían de nombre propio. En Les noms des planètes et l’astroutrie chez les Grecs, un texto clásico sobre la materia publicado en 1935, el historiador belga Franz Cumont nos recuerda que «incluso en la época de Platón, los cinco planetas menores, excepto Venus, fueron designados como “la estrella de este o aquel dios”». Cumont pone como ejemplo un pasaje del Timeo donde el filósofo, al hablar de Mercurio y Venus, confiere a Venus el nombre de Héspero, pero a Mercurio lo designa vagamente como «και ό ιερός ‘Ερμου λεγόμενος», «el que se dice que está dedicado a Hermes». Fue lo habitual en la lengua griega incluso después del nacimiento de Cristo.
Fueron los romanos, en cambio, quienes adoptaron la costumbre de atribuir un nombre propio a los planetas, como hacemos hoy en día. En su caso les pusieron el de los homólogos latinos de aquellas mismas divinidades griegas: Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno. Aunque pueden encontrarse algunos textos latinos en los que se sigue la costumbre griega de aludir a las estrellas errantes con el nombre de su dios en genitivo (donde reciben entonces los nombres de «stella Mercurii», «stella Martii», «stella Iovis» y «stella Saturni»), aquello era un giro helenizante poco habitual y solamente literario1. Lo normal en el mundo romano era darles el nombre propio del dios y distinguirlo, a efectos retóricos, con un título adicional: «Mercurius Scintillans», «Mars Rutilus», «Iovis Splendidus» y «Saturnus Lucidus». Al planeta Venus, como hicieron los griegos, le concedieron habitualmente dos nombres, uno para cuando aparecía por la mañana («Lucipherus») y otro para cuando lo hacía a primeras horas de la noche («Vesperus»).
Sobre el Sol y la Luna
Eso sí: en la Antigüedad el Sol y la Luna no contaban ni como estrellas ni como planetas, por más que el primero sea decididamente una estrella y la segunda tenga aspecto de planeta. Por el contrario, se pensaba en ellos como dos cuerpos celestes singulares que los griegos denominaron «ἥλιος» («helios», «sol») y «σελήνη» («selene», «luna»). Se piensa que el primer término deriva de la raíz indoeuropea «*seh₂u-el», la misma que en latín derivó en la palabra «sol»2. La etimología de la segunda es más incierta, pero se relaciona claramente con «σέλας» («selas», en castellano «luz»3). El caso de su nombramiento es distinto al de los planetas. El Sol y la Luna formaban parte del conjunto de fuerzas naturales primordiales, como el cielo, la tierra, los ríos o las montañas. Estas fuerzas no heredaron sus nombres de los dioses, sino que primero tuvieron uno propio y fueron los dioses quienes lo heredaron.
Y casi todos esos dioses pertenecían al primer linaje divino, el de los titanes. También Hiperión (el que está «en lo más alto» de la bóveda celeste, tal y como evoca su propio nombre, patrón del mediodía y de las labores de vigilancia) y Tea (distinguida en la época homérica con el título adicional de «Eurifaesa», «la de gran brillo», patrona de todo lo relacionado con el brillo y la visión). Ellos fueron los padres de Helios y Selene, a quienes los romanos llamaban «Sol» y «Luna». Al menos desde la Teogonía de Hesíodo, del siglo VII antes de Cristo, a Helios y Selene se los considera hermanos mellizos y se les atribuye otra hermana más, Eos, a quienes los romanos llamaron «Aurora». Y al menos desde los Himnos homéricos, de aquella misma fecha, se les describe pilotando carros: Helios una cuadriga dorada; Selene, casi siempre, una biga plateada tirada por dos corceles, a veces toros o bueyes; y Eos (referida en la lírica homérica como «Eos Rododáctila», «Eos la de los dedos rosados») una biga de dos caballos con cierta cualidad chispeante, de ahí su color entre rosado y anaranjado. Los tres cruzaban la bóveda celeste con sus vehículos y cumplían con la tarea de aportar luz al mundo: Helios de día, Selene de noche y Eos entre ambos.
En la época clásica, sin embargo, a partir del siglo V antes de Cristo, Helios y Selene empezaron a ser asimilados con otros dos dioses mellizos del segundo linaje, el de los olímpicos, de los que hasta entonces habían sido independientes: Apolo, dios de las artes y la razón (a quien los romanos llamaban «Febo»), y Artemisa, diosa virgen de la caza4 (conocida como «Diana» entre los romanos). ¿Por qué, entonces, el Sol y la Luna no pasaron a conocerse con esos dos nombres? Por aquello que mencionábamos más arriba: en este caso eran los dioses quienes llevaban los nombres de los astros y no los astros quienes llevaban los de los dioses. Aunque Helios y Selene (los dioses) menguaron en el culto y el folclore hasta prácticamente fundirse con Apolo y Artemisa, Helios y Selene (los astros) conservaron su nombre. Y Apolo y Artemisa, patrones de los dos objetos más significativos del cielo, no transmitieron su nombre a ningún cuerpo celeste.
Mercurio, el planeta saltarín
La primera mención de Mercurio de la que tenemos noticia procede de las llamadas tablillas MUL.APIN, unos registros babilonios sobre astronomía y astrología. Aunque la copia más antigua que conservamos es del siglo VIIantes de Cristo, se cree que las propias observaciones fueron acometidas por astrónomos asirios5 en el siglo XVI antes de Cristo. En aquel catálogo se describe a Mercurio como «el planeta saltarín», una cualidad que alude a su peculiar forma de moverse por el firmamento.
Al observarse desde la Tierra, Mercurio siempre está cerca del Sol. De día no puede verse, como ocurre con las estrellas y el resto de los planetas; de noche se aprecia solamente antes del amanecer y después del atardecer. Además, todos los planetas experimentan retrogradación: aparentemente se desplazan de oeste a este, pero regularmente disminuyen su velocidad, llegan a detenerse y comienzan a hacerlo en sentido contrario, solo para acabar deteniéndose poco después y retomar el curso habitual (es un efecto que se ve al observarlos desde otro planeta, la Tierra, que describe su propio movimiento y «adelanta» a unos mientras que «es adelantada» por otros). Y Mercurio, el que orbita más velozmente y el que lo hace más cerca del Sol, experimenta esta retrogradación cada ciento dieciséis días terrestres (compárese, como referencia, con los quinientos ochenta y cuatro de Venus o los setecientos ochenta de Marte). En una visión geocéntrica, donde la Tierra ocupa el centro del sistema solar y todos los otros cuerpos giran a su alrededor, Mercurio se comportaba de una manera poco menos que incomprensible: aparecía, desaparecía y correteaba de un lado al otro6.
Siendo así, parece natural que en Mesopotamia pronto se identificase el «planeta saltarín» con Nabu, su dios de los escribas y mensajero de los dioses. Y la influencia de la astronomía oriental en Grecia, vehiculada a través de Persia, Fenicia y las colonias griegas en el Levante, explica que los griegos hicieran lo propio y lo consagrasen a Hermes, patrón de viajeros, ladrones y mensajeros y también correo de los dioses. Algunos piensan que su proximidad (en la Antigüedad se creía que Mercurio era el planeta más próximo a la Tierra; solo la Luna estaba más cerca) pudo tener que ver con esto. Hermes era el psicopompo, quien guiaba las almas de los difuntos hasta el inframundo, y se le atribuía por eso cierto papel de mediador entre los humanos y los dioses. Nos consta, eso sí, que, al menos en la época arcaica y en ciertas regiones griegas, se pensó en el planeta Mercurio como dos cuerpos distintos. El que se veía al amanecer se lo dedicaron a Apolo, y el que aparecía al atardecer, a Hermes. Si verdaderamente lo consideraban dos cuerpos celestes diferentes o si este desdoblamiento era una costumbre puramente folclórica es un extremo que hoy se desconoce; en todo caso, aquello se limitó al primer tramo de la historia helena. Los primeros catálogos astronómicos verdaderamente rigurosos, que partían de los descubrimientos realizados por los sumerios, lo consignaron ya como un único cuerpo. Y como Apolo ya empezaba a identificarse con el propio Sol, parece lógico que el planeta conservase entonces el de Hermes.
Entre los latinos el dios Hermes fue conocido como Mercurio y conservaba sus mismos atributos: el Caduceo y unas sandalias aladas que le permitían remontar el vuelo y personarse allí donde era requerido. Aunque su culto no llegó a Roma tan pronto como el de otros dioses olímpicos, en el año 495 antes de Cristo Mercurio tenía ya su propio templo entre la colina del Aventino (un distrito predominantemente plebeyo) y la del Palatino (el gran distrito patricio), una ubicación que significaba el papel adicional que le atribuyeron los romanos, el de dios del comercio (que intermediaba, en este caso, entre la clase productora y la clase consumidora). Se piensa que Mercurio recibió aquella faceta de la misma divinidad de la que heredó su nombre latino, que emparenta con «merx» («mercancía») y que deriva de una raíz desconocida, no indoeuropea, presumiblemente etrusca7.
Un planeta que lo era dos veces
Venus recibe el nombre de la diosa latina de la belleza y el amor, pero debe acreditarse a los sumerios, y no a los griegos o los romanos, que lo conozcamos por ese nombre.
Venus es, con Mercurio, uno de los dos únicos planetas que orbitan alrededor del Sol más cerca que la propia Tierra. Eso hace que, para el observador que contempla el cielo desde nuestro planeta, ambos aparezcan acompañando al Sol y circulen siempre a su vera. De día no los vemos por la misma razón que no vemos las estrellas: la luz del Sol los ciega, y en su caso mucho más por encontrarse siempre en posiciones adyacentes a la suya. Y de noche no los vemos porque lo siguen de cerca y desaparecen del firmamento junto a él. Pueden verse brevemente al amanecer (cuando el sol no ha salido todavía pero está ya lo suficientemente cerca del horizonte como para que sus acompañantes aparezcan en el cielo) y al anochecer (cuando el sol ya se ha puesto pero no ha descendido mucho bajo el horizonte, de modo que alguno de los planetas o ambos asomen todavía en el firmamento) y siempre cerca del horizonte, no en lo alto de la cúpula celeste.
Como ocurrió con Mercurio, la mayoría de las civilizaciones antiguas pensaron que también Venus era dos cuerpos celestes distintos, pero los sumerios supieron pronto que se trataba solamente de uno. Lo identificaron con Inanna, su diosa guerrera y del amor, y algunos de los títulos que recibe el planeta en sus tratados astronómicos8 sugieren que aquella asociación tuvo que ver con el color rojizo del alba y el atardecer, que atribuían al efecto de Venus y que vinculaban a la sangre y el erotismo. Más tarde, los acadios y babilonios identificaron a Inanna con Ishtar, divinidad de la belleza y la fertilidad, y los fenicios con Astarté, y todos confirieron al planeta esos mismos títulos.
Los antiguos griegos, sin embargo, pensaron ciertamente que Venus era dos planetas, uno al amanecer y otro al anochecer. Los llamaron, respectivamente, Fósforo y Héspero, como los dos hijos de Eos, la diosa de la aurora. Plinio el Viejo asegura que fue Pitágoras quien descubrió que ambos eran solamente uno, y Diógenes Laerciomantiene que fue Parménides quien lo hizo, pero lo cierto es que ocurrió, con total seguridad, por influencia de los textos astronómicos orientales. Y pese a que persistió la tradición de llamarlo con estos dos nombres y de referirse a él como dos cuerpos, en el Almagesto de Claudio Ptolomeo, del siglo II, seguramente el texto astronómico más influyente de la historia, se documentan ya exhaustivamente las características del planeta y se cualifica inequívocamente como uno. También la influencia de la astronomía oriental explica que el planeta, al menos en estos textos académicos, se dedicase a Afrodita, la homóloga griega de Inanna, Ishtar y Astarté.
Pese a eso, denominar «Venus» a Venus es una costumbre moderna. Los romanos sabían también que era un único planeta, en su caso el de la diosa a la que ellos llamaban Venus9, y no es infrecuente que aludieran a él de esta forma, principalmente en tratados astronómicos y otros textos donde prima el rigor científico. Lo popular, sin embargo, fue seguir la costumbre griega de llamarlo con dos nombres, en su caso Lucifer y Vésper, los hijos de la diosa Aurora. Y eso siguió siendo así hasta muchos siglos después. Si le parece chocante que recibiera entonces el nombre que hoy conferimos al diablo10, dese cuenta de que lo seguimos haciendo: al Venus matutino lo llamamos, todavía, Lucero del alba. Y a las últimas horas del día las calificamos como vespertinas en alusión a Vésper.
Marte, el improbable
Marte es uno de los planetas mejor documentados por las antiguas civilizaciones y uno de los que reunió atributos más parecidos en todas ellas. El tono rojo de su brillo, efecto de la oxidación del hierro sobre su superficie, solía mover las mismas comparaciones. Los egipcios, cuya primera mención conocida a Marte se remonta al siglo XVI antes de Cristo, lo llamaron «Horus el rojo»; en China, Corea y Japón, donde los planetas se identificaban con los cinco elementos primordiales, era «la estrella de fuego»; y los sumerios lo consagraron a Nergal, su dios de la destrucción, la plaga y la devastación. En Grecia fue Ares, hijo de Zeus y Hera, dios de la guerra.
Y eso constituye un cierto enigma. Robin Hard recuerda en su aplaudido manual sobre mitología11 que «Ares nunca evolucionó como dios de importancia social, moral o teológica» y que tuvo un rango más bien bajo entre los doce olímpicos. Su culto tenía arraigo principalmente en Tracia, una región que los helenos consideraron extranjera durante las edades arcaica y clásica, y solo en un puñado de polis alcanzó cierta popularidad, las más notables Tebas y Esparta. Homero, Hesíodo y otros mitógrafos insisten casi con machaconería en que el dios Ares protagonizó muchos enfrentamientos, pero salió airoso de pocos. Fue hecho preso de los Alóadas, dos gigantes ctónicos, de quienes tuvieron que rescatarlo Hermes y Artemisa; cayó junto a Afrodita en la trampa de Hefesto, de la que fue liberado solo después de sufrir humillación; y en la Ilíada traiciona a su bando original, el de los aqueos, para unirse al que acabaría perdiendo, el de los troyanos, y resultar vencido finalmente por su hermana Atenea, que representaba el ejercicio de la inteligencia y la integridad en la batalla. ¿Por qué los griegos consagraron un planeta a su dios más iracundo, errático y falto de sabiduría si contaban con otra diosa de la guerra, Atenea, que además encarnaba las virtudes de las que él carecía? Es la etimología la que podría aportar la respuesta. El nombre de Ares emparenta con el jónico «ἀρή» («aré», en castellano «catástrofe» o «ruina») y parece tener un cognado en sánscrito («irasya», en castellano «maldad» o «perversidad»), lo que sugiere que este dios llegó a Grecia procedente del norte y que lo hizo pronto, con las migraciones indoeuropeas. Y sabemos bien que Atenea se incorporó tardíamente al panteón olímpico, seguramente procedente del sur, de Creta y el entorno del Egeo, desplazando parcialmente a Ares como patrón de la guerra y contribuyendo a la mengua de su culto. Para entonces, sin embargo, el planeta ya tenía su nombre y aquel nombre había arraigado, así que no cambió.
En Roma la cosa era bien distinta. No se sabe a ciencia cierta si el nombre del homólogo latino de Ares, Marte, evolucionó a partir del nombre de un primitivo dios etrusco de la agricultura, Maris, o si deriva de la raíz protoindoeuropea *Mawort, que se relaciona con la destrucción y que en la India dio nombre a los marutas, unas coléricas divinidades atmosféricas relacionadas con las tormentas. En todo caso llegó a Italia muy pronto, se le confirió allí una personalidad severa pero justa y se asimiló con Ares mucho después, sin llegar a incorporar nunca el carisma de matón descerebrado que le conferían los griegos. Como «Mars Ultor» encarnaba la justicia; como «Mars Pater» patrocinaba las labores del campo y presidía varias festividades agrícolas; como «Mars Quirinus» vigilaba la convivencia y el civismo; y como «Mars Gradivus» era padrino de la guerra y los soldados. Como padre de Rómulo y Remo, fundadores de Roma, Marte cumplía además con un papel político e identitario importante precisamente en la capital. Fue el dios más venerado en Roma después del propio Júpiter y lo fue especialmente a partir del emperador Augusto, coincidiendo con la Pax romana. Qué ironía.
Marte/Ares tuvo muchos hijos, pero se consideraba principales a los que tuvo con Venus/Afrodita. La mayoría de los mitógrafos cuenta entre ellos a Eros (dios del amor, que los romanos llamaban Cupido), Harmonía (diosa de la armonía, que los romanos llamaban «Concordia») y los gemelos Fobos y Deimos (encarnaciones del miedo y el terror, que los romanos llamaban «Timor» y «Formido», a veces también «Metus»). Cuando se descubrieron las dos diminutas lunas del planeta Marte en 1877, se sugirieron muchos nombres para ellas a la Royal Astronomical Society, pero fue su propio descubridor, el astrónomo Asaph Hall, quien dio por buena la de «Deimos para el satélite interior y Fobos para el exterior»12.
El padre de los cielos
Aunque hay periodos en los que Marte puede verse un poco mejor, Júpiter es normalmente el cuarto objeto celeste más luminoso del cielo (después del Sol, la Luna y Venus). Y pese a eso tarda cuatro mil trescientos treinta y tres días terrestres, cerca de doce años, en completar una órbita alrededor del Sol. Esa aparente lentitud sugiere al observador perspicaz, incluso al de mentalidad geocéntrica, que aquel planeta está bastante lejos. Las antiguas civilizaciones, empezando, una vez más, por los asirios y sumerios, observaron ambos hechos y conjeturaron acertadamente que si estaba lejos pero brillaba tanto, entonces aquella tenía que ser la estrella errante más grande, o en todo caso la que brillaba con más fuerza13. En Mesopotamia se asociaba con Marduk, el rey de los dioses, al menos desde la era de Hammurabi, el siglo XVIII antes de Cristo. De nuevo, el prestigio que acabaron adquiriendo los tratados astronómicos asiáticos en Grecia motivó la vinculación del planeta con el rey de los dioses local, Zeus, que los romanos asimilaron más tarde con el suyo propio, Júpiter o Jove.
O no. En el orbe grecolatino quizá no fuese tan simple como que al mayor dios se le dedicase el mayor planeta; quizá ocurriese, además, que aquel planeta concreto encarnaba con fidelidad los atributos de aquel dios específico. Escuche esto. Se cree que el gran dios padre de la mitología indoeuropea recibía un nombre parecido a este: «*Dyēus Phter». Es una raíz que resuena con claridad en muchos lenguajes modernos y que mueve el consenso entre los paleolingüistas. Y se cree que aquel rey de los dioses primigenio era de clase celestial (una divinidad del cielo, las tormentas y los fenómenos atmosféricos y no agrícola, marina, bélica o de ultratumba, por ejemplo) porque la propia raíz indoeuropea «*dyeu» era la que calificaba a lo que relucía por efecto de la luz diurna y por extensión a lo celestial y lo relativo al cielo. «*Dyēus Phter», cuyo significado es «Padre del cielo», «Padre en los cielos» o algo parecido a eso, derivó en palabras como el latín «Iuppiter» (el nombre del dios Júpiter) o el sánscrito «Diaus Pitar» (el gran dios padre de la mitología védica) a medida que el propio pueblo indoeuropeo se disgregaba y la figura de aquel dios primordial iba mutando y adquiriendo nuevas formas, aunque casi siempre conservando sus atributos celestiales (como el rayo que blande Júpiter). También ocurrió que esta expresión compuesta llegó a perder el segundo término, «*phter», y de esa manera derivó en palabras como el latín «Iovis» («Jove», otro nombre alternativo para Júpiter14) o «deus» («deidad», «dios») y el griego «Ζεύς» (un sustantivo irregular: el caso nominativo era «Ζεύς», «Zeús», y el genitivo era «Διός», «Dios»). Si algún planeta ameritaba el título de «padre en el cielo», de patriarca en las alturas, ese era indudablemente Júpiter: los planetas bajo él eran todos sus hijos, Mercurio, Venus y Marte, y por encima solo estaba el abuelo del clan familiar, Saturno.
Galileo Galilei descubrió las cuatro mayores lunas de Júpiter en enero de 1610 y las denominó sencillamente «Júpiter I, II, III y IV». El nombre por el que las conocemos hoy se lo puso otro astrónomo, Simon Marius (que aseguraba haberlas descubierto por sí mismo antes que Galileo), siguiendo las sugerencias de Johannes Kepler: «Io, Europa, Ganimedes puer, atque Calisto lascivo nimium perplacuere Iovi», «Ío, Europa, el muchacho Ganímedes y Calisto, que complacieron grandemente al lascivo Júpiter15». Aquello dio comienzo a la tradición de bautizar a los satélites de cada planeta con los nombres de los hijos, los amantes y los parientes del dios que daba nombre a ese planeta.
Y aquella tradición la puso a prueba precisamente Júpiter, del que poco después se supo que tiene un auténtico enjambre de lunas. Hoy se conocen nada menos que setenta y nueve y las que tienen nombre propio (varias conservan, de momento, su denominación alfanumérica provisional) llevan el de alguna de las mujeres que tomaron parte en los escarceos amorosos del rey de los dioses o bien de mujeres que fueron el fruto de aquellos encuentros amorosos, tanto hijas directas del dios como sus descendientes. Elara, Yocasta, Pasífae, Leda, Metis, Adrastea, un sinfín de ellas. Amaltea (la ninfa que ejerció como su nodriza) y Calírroe (una oceánide que simplemente obtuvo de Zeus el favor de que sus hijos se convirtieran en adultos súbitamente) son algunas de las excepciones más notables. Otra sonada es Ganímedes, el único amante varón que se le recuerda al dios, el único nombre masculino entre los satélites jovianos.
El cajón de sastre mitológico
En la Antigüedad, mucho antes de la aparición de los telescopios, el planeta indudablemente más hermoso del sistema solar era el menos vistoso de todos. Brillaba poco (su magnitud aparente es menor incluso que la de varias estrellas), era el que circulaba más lentamente (Saturno completa una órbita cada treinta años aproximadamente) y lo hacía más lejos (antiguamente habrían preferido decir «por encima») que los demás. Todos los ciclos astronómicos conocidos se encontraban bajo su órbita, como supervisados por él. Por esa razón las civilizaciones de Oriente Próximo solían identificarlo con dioses que ejercían la vigilancia del tiempo, el calendario y la rueda zodiacal. En Grecia aquel dios era «Κρόνος» («Krónos», «Cronos»), referido por la mayoría de los mitógrafos como el principal y también el más joven de los titanes. Hijo de Urano y Gea, castró y destronó a su padre y fue derrocado después por su propio hijo, Zeus.
El origen de la palabra «xρόνος» («kronos», «tiempo») es un debate viejísimo y muy enconado entre los etimólogos del griego antiguo. Aunque algunos lo relacionan con la raíz indoeuropea «*(s)ker» otros prefieren contentarse con la duda16. Nos consta incluso que los propios latinos ya se preguntaban por el origen del nombre de su dios análogo, Saturno, que muchos conectaban con «satus» (sembrado) y «satio» (cosecha) y relacionaban con la noción de la abundancia17. Y nos consta también que otros censuraban estos razonamientos, intuyendo que no eran verdaderos. Cicerón, sin ir más lejos, lo hizo el libro tercero de De natura deorum («Sobre la naturaleza de los dioses»), un diálogo del año 45 antes de Cristo. En aquel texto, Cotta, un escéptico, reprochaba a los estoicos su propensión a las falsas etimologías y ponía como ejemplo la que une el término «Saturno» y el verbo «saturare», «saturar», que consideraba simplona e irrisoria18.
Saturno ha sido también el mayor quebradero de cabeza para los responsables de poner nombre a los cuerpos del sistema solar durante la época moderna, la Royal Astronomical Society, que lo hizo desde su fundación en 1820, y la Unión Astronómica Internacional, que lo hace desde su fundación en 1919. Y lo fue porque el astrónomo John Herschel (hijo de William Herschel, precisamente el primer presidente que tuvo la Royal Astronomical Society) propuso en 1847 que los satélites de Saturno, el único titán entre los dioses planetarios, llevasen el nombre de Titán (en el caso de la luna mayor) y luego el de los otros once miembros del clan divino. En aquella fecha ya se conocían siete lunas (denominadas genéricamente «Saturno I, II, III, IV, V, VI y VII»), que recibirían entonces el nombre de Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán y Jápeto. Y de esta forma se reservarían cinco nombres más para los futuros descubrimientos. Esta idea tan cauta recibió la bendición de William Lassell («No puedo sino pensar que esta nueva nomenclatura es una gran mejora y que merece ser adoptada de forma generalizada19») y de la propia Royal Astronomical Society. Precisamente aquella decisión, que constituyó el primer ejercicio de planificación en la nomenclatura de los cuerpos del sistema solar, cimentó el reconocimiento generalizado de la institución como autoridad inapelable en esta materia.
Y, sin embargo, se ha dicho que aquella no fue la mejor decisión que pudo tomarse. Desde entonces se han descubierto ochenta y dos lunas en Saturno (las últimas hace tan solo unos días), que ya es oficialmente el planeta con más satélites en el sistema solar. Primero se les puso el nombre de los titanes restantes, como previó Herschel, y después se procedió con los descendientes de los titanes, pero ocurría que muchos (muchísimos) no servían. O se habían usado ya antes para designar a determinados cuerpos celestes (como Helios, Selene, Héspero y Fósforo, sin ir más lejos20) o ponían nombre a mares, ríos, cadenas montañosas y regiones de la Tierra (como la titánide Asia o los reyes legendarios Egipto y Egeo, por poner solo algunos ejemplos21). Y, además, para cuando los objetos se descubrían orbitando Saturno, algunos de los descendientes más prominentes del primer linaje de los dioses habían conferido ya su nombre a otros objetos del sistema solar (como los grandes asteroides Palas y Vesta, ambos ubicados en el cinturón de asteroides) o eran féminas que habían yacido con Zeus o que eran también sus propias descendientes (y si no ponían nombre todavía a una luna del sistema joviano la prudencia aconsejaba reservarlas para aquel). Aunque a veces quedó a mano alguna figura libre y razonablemente popular (como Pandora, Prometeo o Calipso) para bautizar a los nuevos satélites que iba incorporando Saturno, en otros casos se recurrió a figuras cuya filiación con los titanes se coge con alfileres (como el dios Pan, olímpico por parte paterna, pero hijo de una ninfa titánide por parte materna). También se recurrió por primera vez a dioses exclusivamente romanos, sin homólogo griego, como Jano. Hoy en día, entre las lunas de Saturno se cuentan los primeros dioses no grecolatinos del sistema solar: las lunas Ijiraq y Paaliaq, que aluden a divinidades de la cultura inuit, o Skadi, Jarnsaxa, Mundilfari y Surtur, entre otros, que son figuras de la mitología nórdica.
Urano, Neptuno y otras incorporaciones modernas
Y con esto llegamos a Urano y Neptuno, los dos últimos planetas del sistema solar, y los planetas enanos. Los griegos y los romanos desconocían su existencia y se les puso nombre en la modernidad, a medida que se fueron descubriendo.
William Herschel descubrió Urano en 1781, aunque fue Johann Elert Bode quien probó concluyentemente que aquello era un planeta y no un cometa. Se invitó a Herschel a que bautizara el cuerpo, pero pecó de falta de miras: propuso llamarlo «Georgium Sidum», la «estrella de Jorge», en honor al rey Jorge III de Inglaterra, y aquello se consideró (con razón) un acceso nacionalista que traicionaba la naturaleza universal de la nomenclatura de los cuerpos celestes. Por esa razón prosperó el nombre que le atribuyó Bode: Urano. Si después de Marte estaba su padre, Júpiter, y después de Júpiter estaba su padre, Saturno, parecía lógico que después de Saturno estuviese su padre, Urano. Cuando empezaron a encontrarse sus primeras lunas la mitología clásica era una mina que daba signos de agotamiento, así que se optó por una solución ingeniosa: que los satélites de Urano llevasen nombres de estilo griego extraídos de las obras de William Shakespeare. Estas lunas, de las que se conocen veinticinco hoy en día, tienen nombres como Titania y Oberón (de El sueño de una noche de verano), Miranda, Calibán y Sycorax (de La tempestad), Ofelia (de Hamlet), Cordelia (de El rey Lear), Julieta (de Romeo y Julieta) o Desdémona (de Otelo). En 1851 Lassell descubrió dos nuevos objetos que giraban alrededor de Urano, uno muy luminoso y otro muy oscuro, que fueron nombrados por esta razón Ariel y Umbriel, personajes de El rizo robado, del poeta inglés Alexander Pope. Poco después, otro satélite de Urano, Belinda, recibiría su nombre en honor a Pope en lugar de Shakespeare.
Neptuno, conocido desde 1846, fue el primer planeta que se encontró matemáticamente (por su interferencia gravitatoria en la órbita de Urano) y no mediante la observación. Cuando se confirmó con un telescopio que el planeta, en efecto, estaba donde lo números predecían que aparecería, dos personas se atribuyeron la autoría de los cálculos: el francés Urbain Le Verrier y el británico John Couch Adams, cada cual respaldado por las instituciones de sus respectivos países. Le Verrier propuso llamarlo como sí mismo, «Le Verrier», y el nombre llegó a calar entre los académicos franceses22, pero con el tiempo se impuso la opción de Neptuno, bendecida por la imparcial Academia de Ciencias de San Petersburgo. Dado que era imposible continuar con la línea paterna de los dioses (Urano, dios primigenio, no tenía padre) y a los académicos decimonónicos les parecía inconcebible que un planeta tan grande llevase el nombre de una diosa (detalle: las mujeres no pudieron formar parte de la Royal Astronomical Society hasta 1915), el hermano de Júpiter y dios del océano era la opción que parecía más natural para un planeta gigantesco e intensamente azul. Sus satélites, de los que hoy conocemos quince, llevan nombres como Tritón (el hijo de Neptuno), Proteo (pastor de sus manadas de focas), Nereida (el nombre genérico de las cincuenta ninfas del Mediterráneo, hijas de Nereo, otra divinidad marina) o Náyade (el nombre genérico de las ninfas de agua dulce).
Plutón se clasifica hoy como planeta enano y no como planeta propiamente dicho, pero durante cerca de un siglo se sumó al recuento tradicional de los planetas. Aunque Percival Lowell llegó a fotografiarlo inadvertidamente en 1915, un año antes de morir, el equipo del observatorio Lowell no confirmó su existencia hasta 1930. Fue el primer cuerpo del sistema solar bautizado por una mujer, Venetia Burney, que entonces contaba once años de edad. Entre las más de mil propuestas que tomó en consideración el observatorio Lowell fue la suya la que se dio por buena: Plutón, hermano de Júpiter y Neptuno, dios del inframundo. En el caso de sus lunas no se ha seguido una lógica genealógica sino temática, como en el caso de Neptuno, y todas recibieron, ya en nuestro siglo, nombres de figuras mitológicas griegas asociadas con los infiernos: Nix, Hidra, Cerbero y Estigia.
Con la creación en 2006 de la nueva categoría de los planetas enanos se suelen contar también los miembros de esta familia al hablar de los cuerpos más significativos del sistema solar. Cuatro están más lejos que el propio Plutón y se descubrieron en 2005: Eris (bautizado en honor a la diosa griega de la discordia; su única luna se llama como la hija de aquella diosa, Disnomia), Makemake (el dios creador del mundo de la mitología rapanui) y Haumea (diosa hawaiana de la natalidad). El quinto planeta enano está en el cinturón de asteroides, entre las órbitas de Marte y Júpiter, y fue descubierto en 1801. Aunque durante décadas algunos astrónomos solían llamarlo Hera, como la reina de los dioses griegos, el nombre que se asentó finalmente fue el de la romana Ceres, diosa de la fecundidad y las cosechas.
Nos dejamos, quizá para otra ocasión, los demás cuerpos del sistema solar: los del cinturón de asteroides y la Nube de Oort. No creemos posible completarlos en menos de veinte páginas. Se lo advertimos: era un embrollo. Pero confiamos en que le parezca, como a nosotros, un embrollo hermoso. Desde luego, conocer la nomenclatura del sistema solar reúne la cualidad más destacada de lo bonito, que es no tener utilidad. Al menos en nuestros días. Eso sí: puede usted atesorar algunas de estas curiosidades en su cabeza y luego hacérselas conocer a la siguiente generación, eso no estará de más. Los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos quizá lleguen a pisar el suelo de Europa o Titán, y los nietos de los nietos de sus nietos quizá caminen por Marte sin necesidad de escafandra. Y mirarán entonces a esa estrellita azul visible en su firmamento (recuerde: allí saldrá solamente al amanecer y al atardecer, pero no durante toda la noche) y querrán saber por qué sus habitantes le pusieron a Marte «Marte» y a Venus «Venus».
Notas
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