La escritora norteamericana Joan Didion empezaba su libro El año del pensamiento mágico con una advertencia: «La vida cambia rápido. La vida cambia al instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba». En la sucesión de líneas posteriores relata lo que supuso para ella enfrentarse a la muerte por infarto del que había sido su marido durante treinta y nueve años, el también escritor John Gregory Dunne. Por este libro autobiográfico ganó el Premio Nacional del Libro en el 2005 y fue finalista del Premio Pulitzer en el 2006. Se premiaba no solo lo literario, sino la valentía de mostrar públicamente su vulnerabilidad y tratar un tema sorprendentemente aún tabú, la muerte, especialmente en la sociedad norteamericana, en la que exhibir las emociones se concibe como una indiscreción y una debilidad. Poco después, pero una vez que el libro ya estuvo terminado, moriría también de pancreatitis la hija adoptada de ambos, Quintana, la única que tenían. Sobre esa puñalada final, Didion escribió en Noches Azules. «El tiempo pasa /¿Es posible que yo jamás me lo hubiera creído?», con ese halo de perplejidad de quien no termina de discernir realidad de sueño. El arte es, con frecuencia, catalizador de ese despertar de conciencia.
Sharon Olds también escribió sobre el proceso de pérdida de alguien intrínseco a uno mismo. Lo hizo en un libro de poesía magistral, conmovedor, El padre (1992), que llegaría a España de la mano de la editorial Bartleby doce años después de que se hubiera publicado en Estados Unidos. Aún recuerdo la portada azul, el título en amarillo. Sus versos eran un viaje desgarrador y lento desde la vida hacia la muerte, desde la existencia hacia la nada, desde el amor hasta la pérdida. El viaje común, el mal común. La común impotencia. Olds era capaz de expresar de la forma más simple (consiguiendo la dimensión de lo «aparentemente fácil»), la complejidad de la existencia humana y de la forma de relacionarnos. En uno de los poemas, «Carrera», retrata de forma muy sutil la brutal angustia de la distancia espacio-temporal, el sufrimiento de no llegar a tiempo al lecho de muerte de un ser amado. Lo hace sin drama, con suavidad, domando las emociones. «Despegamos de un lado del continente / y no paramos hasta posarnos / sobre la otra orilla. Entré a su habitación /y vi su pecho ascender despacio /y bajar de nuevo. Toda la noche/ estuve mirándolo respirar». En «El padre», la poeta exhibe (con dolorosa opulencia) la gama de emociones, detalles y recuerdos que la acompañaron durante la estancia en el hospital acompañando a su padre, enfermo de cáncer, en sus últimos días.
«He aprendido a encontrar placer al hablar del dolor» dice uno de los versos que aparecen en el libro, que nos conecta con otros muchos pensamientos. Hay un alivio al liberarse del daño; al explicarlo y visibilizarlo el peso del sufrimiento se comparte. Es el dolor de todos. Sostenido por todos. Como seres mortales, a nadie le es ajeno. Y en esa manifestación pública del dolor más íntimo aparece la belleza de saber que no estamos solos, que nadie está exento de ese sentimiento, que seguimos siendo unidad pese a la pérdida. También, cuando uno habla del daño, lo deja ir, como a un pájaro. Aunque revolotee y vuelva, lo que importa es el gesto, la decisión de no guardar ni reprimir lo que nos corroe.
El libro de Olds es un manual paso a paso para entender y asimilar nuestro proceso vital. Una narración del delicado arco temporal de una hija antes y después de sobrevivir a su padre. También C. S. Lewis se enfrentaría a la realidad más descarnada en Una pena en observación, un libro de luto tras la muerte de su esposa por cáncer de huesos. Y la escritora chilena, Isabel Allende al publicar en forma libro la carta que escribía a su hija, Paula, desde que entra en estado de coma, donde permaneció un año entero, hasta que murió: «Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios». En 1975 pudo leerse Mortal y rosa, de Francisco Umbral, que empezó como una oda a la vida de su hijo que se vio interrumpida por la muerte del pequeño debido a una leucemia. La misma enfermedad que se llevó al hijo de Sergio del Molino, que también se asomó a ese abismo insondable que es la muerte en La hora violeta, publicada en el 2013. En una entrevista posterior, del Molino explicaba que después de la muerte de un hijo «aunque la gente no lo note, aunque no camines penando o con la cabeza baja eres otra persona y lo eres para siempre, incluso cambia la percepción de los sentidos». Estas obras no funcionan simplemente como desahogo personal, sino precisamente lo contrario; conocimiento compartido, avisos. Si no pueden ser tildadas de altruistas al menos sí de generosas. Es de agradecer que alguien encuentre las palabras que pocos tienen en momentos de tanto vacío.
La literatura puede detallar un sentimiento de forma gradual, expandirlo, permitiendo que el lector lo vaya interiorizando a su ritmo, racionándoselo en función de las pausas que su estado emocional le exija. El arte visual es, sin embargo, más salvaje. Nos obliga a procesar pensamientos y emociones en un solo instante.
Annie Leibovitz, considerada la fotógrafa más influyente de nuestro tiempo (definitivamente la fotógrafa mejor pagada del mundo) y nombrada «leyenda viviente» por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, es también conocida por ser la fotógrafa de los famosos. Fue ella quién fotografió a John Lennon por última vez, pero también a la reina Isabel II y a Miley Cyrus. Por eso su trabajo documental fotografiando los últimos momentos de la que fue su pareja durante dieciséis años, Susan Sontag, fue recibido con suspicacia. ¿Añadía a su porfolio el morbo de retratar el sufrimiento de una de las intelectuales y escritoras más aclamadas de los últimos tiempos en sus últimos años de enfermedad, del modo más ofensivamente oportunista? Para muchos era una pura mercantilización de la vida íntima; según Leibovitz, publicó las fotos después de mucha deliberación, tras contar con el beneplácito de la hermana de Sontag y de su propio agente: «La muerte es parte de la vida», señaló en una ocasión la fotógrafa, que también documentó el nacimiento de sus hijos y la muerte de su padre. Sin embargo, el hijo de Susan Sontag, David Rieff, nunca se lo perdonó y públicamente se ha referido a esas fotos como un «carnaval de imágenes de la muerte». Sontag sufrió de un cáncer de pecho en 1974. Lo superaría, pero paradójicamente murió en el 2004 de una leucemia que contrajo por la radioterapia que recibió durante los años setenta. Nunca quiso admitir que se estaba muriendo; según su hijo, tenía un miedo atroz a la muerte.
Las fotografías que le hizo Leibovitz, en blanco y negro, desentrañan la narrativa del cáncer en toda su crudeza, pero hay belleza en ese realismo sin ocultación, en ese revelar la vida sin escondite, sin salvación para nadie. Las imágenes, en lugar de ser una invitación voyeurística, tienen la fuerza y la responsabilidad del memento mori. Muestran a Sontag hospitalizada, muriéndose y muerta. En España pudieron verse en el 2009, en la retrospectiva Annie Leibovitz. Vida de una fotógrafa 1990-2005 que se realizó en la sala Alcalá 31. En su ensayo Sobre la fotografía, la propia Sontag diría: «La mayor vocación de la fotografía es explicar el hombre al hombre». En este sentido, Leibovitz no ha hecho en su carrera profesional algo más solemne.
Otro fotógrafo que documentó la gradual muerte de su primera mujer, fue el norteamericano Eugene Richard. Dorothea Lynch contrajo cáncer de pecho a los treinta y cuatro años, después de quince años de relación amorosa con el fotógrafo. Ocurrió en 1978. Al no encontrar ninguna foto de una mastectomía a disposición de aquellos que no fueran personal médico, decidieron empezar un proyecto juntos que documentara el proceso oncológico. Crearon un libro colaborativo de belleza sublime, «Exploding Into Life» (Explotando en la vida) en el que se publican los diarios de ella y las fotografías de él. Una de las imágenes más potentes es precisamente «Mastectomía», en la que Dorothea aparece sonriendo, mostrando su pecho cicatrizado después de la operación. Él le había preguntado «¿Te sientes menos femenina después de la cirugía?» y ella se había echado a reír. «Ojalá pudiera explicarle que no es solamente la pérdida de mi pecho lo que me preocupa. Es lo que simboliza esta pérdida, la premonición del día en que todas las células de mi cuerpo se extingan como estrellas frías», escribía ella en el diario que se publicó. Cuando uno termina el libro y se enfrenta a la incertidumbre de la propia vida, los sentimientos son encontrados, algo se encoge y a la vez, algo se expande.
El sufrimiento y la muerte asustan, pero la intimidad y la vulnerabilidad compartida artísticamente es un regalo que tiene además una función catártica. Sería una gran avance prescindir de los juicios banales que apelan solo al morbo y al exhibicionismo, simplificando uno de los actos más valientes y generosos que puede hacer un artista: exponer su realidad, su verdad, su esencia y su dolor, en forma de ese espejo en el que cualquiera puede mirarse. Se añade además la función social esencial de visibilizar la muerte, normalizarla, recordarnos la única certeza que tenemos: todos, sin excepción, vamos a morir.
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