Los 184 obispos reunidos en el Vaticano para el sínodo sobre la Amazonía prevén aprobar este sábado un documento que pide la introducción del “pecado ecológico” así como la posibilidad de ordenar curas casados y contar con mujeres diáconos, temas tabú para los católicos conservadores.
Los “padres sinodales”, entre obispos y cardenales, la mayoría latinoamericanos, en representación de la iglesia católica de los nueve países de la cuenca amazónica, deberán votar un documento final con casi 200 puntos, incluidos algunos que van a generar mucha controversia.
Cada punto será sometido a voto y deberá superar los 2/3 de los 184 votos para ser aprobado.
Devastar la naturaleza es pecar
Después de tres semanas de reuniones a puerta cerrada en el Vaticano, en las que se ha hablado de los grandes males de la Amazonía, los obispos consideran que ha llegado el momento de darle un carácter propio a la iglesia de esa inmensa región amenazada por incendios, devastación y miseria.
Además de un “rito amazónico” para las comunidades del Amazonas, con más de 400 pueblos indígenas, han propuesto la introducción del “pecado ecológico”.
Con ello se pide impulsar una “conversión ecológica” de los católicos, al considerar como un pecado la destrucción el medio ambiente ya que consideran que devastar la naturaleza es pecar contra Dios, contra los demás y contra el futuro.
“Los pecados ecológicos son algo nuevo para la Iglesia. Debemos comenzar a confesarlos”, instó monseñor Pedro Brito Guimaraes, arzobispo de Palmas (Brasil) ante los religiosos.
Los obispos escucharon el testimonio de indígenas, expertos, misioneros y monjas, quienes denunciaron la destrucción de la selva, reconocieron su preocupación por la contaminación del agua con mercurio y por la violencia contra las mujeres indígenas.
“La Iglesia se ha puesto en una lucha que no tiene retorno por la defensa de la tierra, del agua y del aire; y a la vanguardia de la defensa del clima”, reconoció a la prensa el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), monseñor Oscar Ojea.
El rito amazónico
Junto al pecado se introduciría el rito amazónico, que para algunos es una herejía. “No podemos seguir comunicando con esquemas ajenos”, explicó a la prensa el sacerdote mexicano Eleazar López, experto en teología indígena.
La idea de emplear estatuas y símbolos de las poblaciones amazónicas en los ritos litúrgicos ya generó reacciones, sobre todo por parte de los sectores más conservadores.
Varios objetos sagrados para los indígenas y usados durante algunas celebraciones en el Vaticano fueron robados la semana pasada de una iglesia y sucesivamente arrojadas al río Tíber, en un gesto de total provocación que fue condenado por el papa, quien además pidió perdón.
Todo parece indicar que el papa argentino está de acuerdo con un rito amazónico, ya que al abrir el sínodo al que asisten varios representantes de comunidades indígenas defendió que usen sus trajes tradicionales tanto en las reuniones como en las ceremonias.
“No hay ninguna diferencia entre las plumas en la cabeza de un indígena de la Amazonía y el sombrero que llevan los jerarcas de la Iglesia”, comentó Francisco.
‘Viri probati’
Entre los temas explosivos, que genera críticas entre los conservadores y que ha sido abordado ampliamente en el sínodo es el de la posibilidad histórica de ordenar como sacerdotes a hombres casados, los llamados “viri probati”, muchos de ellos indígenas, para hacer frente a la escasez de curas.
Se trataría de dispensas otorgadas por el papa, similar a las dadas a los pastores anglicanos casados que luego se convirtieron al catolicismo, señalo un obispo.
Un debate que podría generar hasta un cisma por la defensa del celibato de los sacerdotes en vigor desde el siglo XI.
La batalla de las mujeres
Otro tema que genera controversia es el reconocimiento oficial por parte de la Iglesia del papel clave que desempeñan las mujeres laicas para difundir la fe católica en la Amazonía.
Parte de los obispos de la región amazónica desea la creación de “ministerios (funciones) laicos” para las mujeres, es decir mujeres diáconos, que viven en la selva debido a la escasez de sacerdotes.
Se trataría de reconocer en forma oficial lo que ya sucede en muchas comunidades de la Amazonía.
En una carta dirigida al papa, las 35 mujeres invitadas al sínodo, pidieron poder votar el documento final. En caso de autorización sería una hecho histórico para la iglesia.
Desde que fue elegido pontífice en el 2013, Francisco se ha propuesto abrir las puertas a las mujeres en la Iglesia, ha designado a algunas en puntos relevantes y les ha dado la palabra en el sínodo, pero sin conceder el voto.
Muchas de las participantes viven en la selva, recorren trochas, bautizan, celebran bodas, escuchan confesiones y conviven con la violencia, el narcotráfico, la prostitución y la explotación de la tierra, tal como han narrado algunas de ellas en Roma y el Vaticano.
Era febrero de 2012 y hacía ya años que Bagdad había dejado de existir. Daba igual que ese último coche bomba en Karrada Inn —una de las calles más comerciales de la ciudad— se hubiera llevado a otro puñado de desgraciados por delante aquella misma mañana. Ocurría demasiado a menudo, tanto que uno no sabía si se trataba de la misma noticia repetida. Aunque en «breves», la prensa reaccionó levemente con aquellos veinte coches bomba en un mismo día de febrero: se podían ver las columnas de humo elevándose hacia el cielo aquí y allá entre el escombro de la capital, aunque la mayoría de las veces fueran chavales quemando neumáticos, o gente del barrio gestionando su basura. En plena faena incendiaria, un hombre empapado en sudor decía que lo hacía para evitar que los pastores de Bagdad —han leído bien— llevaran sus rebaños al barrio; las cabras rompían las bolsas buscando comida y esparcían aún más la mierda.
Kilómetros de muros de hormigón que convertían distritos enteros en prisiones a cielo abierto no evitaban las ejecuciones de chiitas en barrios sunitas, y viceversa. Tampoco las bombas en las iglesias, o los asesinatos de los seguidores de san Juan Bautista —los mandeos—. Y ya hemos comentado que los coches bomba seguían campando a sus anchas. El imaginario del horror en Bagdad parecía completo, por lo que la noticia pilló al mundo por sorpresa: había una campaña para matar a homosexuales y, decían, emos. Pronto descubriríamos que una camiseta ajustada o una discreta cresta de gomina podían firmar sendas sentencias de muerte.
Alguien acuñó el genérico «inconformistas» para referirse a las víctimas; a los que estaban a punto de serlo se les encontraba a través de amigos de amigos. Había que insistir en que ni tenían que dar su nombre real ni dejarse fotografiar para poder conocerlos en persona. Ruby, un homosexual de veintiséis años que maldecía el día en el que se hizo agujerear la oreja, contaba que a Saif Asmar, un amigo suyo, le habían reventado la cabeza con un bloque de cemento. «Te ponen de rodillas y te hacen morder el borde de un banco para que no te muevas antes del impacto», soltó, mientras buscaba fotos de Saif antes y después de aquello. En la de su cadáver, sacada en la trasera de la camioneta que lo retiró, resultaba irreconocible.
«Llevar pendientes, anillos en la nariz o tatuajes es sinónimo de ser homosexual, de adorar al diablo, de ambas cosas a la vez, o de cualquier cosa: da igual. ¿Crees que esta gente diferencia un emo, un punki o un metalhead?», decía Ruby. Hacía casi un mes desde que se había ido de casa de sus padres, justo cuando un amigo le dijo que había visto su nombre en una lista junto con los de otros treinta y tres individuos; todos localizados bajo los números de los bloques de viviendas en los que vivían. A Ruby le habían mandado una foto de la misiva, por si no se lo creía.
«De no deponer vuestra actitud licenciosa en cuatro días, el castigo divino llegará de la mano de los combatientes de Dios», se podía leer entre dos pistolas y muchas faltas de ortografía.
A finales de enero, el Ministerio del Interior iraquí había emitido un comunicado en el que se calificaba al movimiento emo de «satánico», a la vez que se anunciaba la creación de un cuerpo especial de la policía «para combatir dicho fenómeno». Sin embargo, Ruby apuntaba a una conocida milicia tras aquella oleada de atentados.
«Todos sabemos que son los hombres de Al-Sadr», sentenció el chaval. En el Irak post-Saddam casi todos los caminos llevan hasta este carismático clérigo chiita que ya se había convertido en una de las principales figuras políticas del país mucho antes de cumplir los cuarenta. Desde la invasión de Irak en 2003, nadie ha manejado los tiempos con tanta precisión como Muqtada al-Sadr: basta un puñetazo sobre la mesa para que este hombre con estudios de ayatolá en Irán movilice a su gente y ponga en jaque al país. Lo ha hecho a menudo durante la última década.
«El nuestro es un Gobierno que extiende sus tentáculos a través de milicias», dijo Ruby al final de la entrevista. La solución, insistía el chaval, pasaba por que Occidente presionara a Bagdad para que acabara con aquella pesadilla. Probablemente nunca lleguemos a saber por qué aquella ola de asesinatos se interrumpió en otoño de aquel mismo año. Las cifras de muertos iban desde los seis a los que apuntaba el Ministerio del Interior a los cincuenta y ocho que una fuente de dicha institución filtró a Associated Press. Sea como fuere, la juventud que también había tomado la plaza Tahrir —la de Bagdad— justo un año antes ya había recibido una nueva dosis de miedo en vena.
Satanismo
Los ataques contra jóvenes en países islámicos por sus gustos musicales no eran ni nuevos ni endémicos en Irak. La caterva de regímenes despóticos y el bucle de la guerra que los sustituye por otros nuevos convierten a Oriente Medio en un nicho ideal para las manifestaciones más «extremas» de heavy metal, hip hop, punk, hardcore o todo lo que ayude a los más jóvenes a canalizar su frustración y su ira. Si la mala hostia rebosa en la escena musical marroquí o tunecina, es fácil imaginar cómo será en un país sumido en el desastre como Irak. Y aquella oleada de atentados solo echaba más leña al fuego: a los muertos por bloque de hormigón se les sumaban los quemados con ácido, o los que corrían en llamas tras ser rociados con gasolina; los que eran desmembrados mientras seguían con vida, o los que morían envenenados tras cosérseles el ano antes de ser obligados a ingerir grandes cantidades de comida y diuréticos. Se decía que aquellos niveles de crueldad respondían a una fetua —ley islámica— promulgada cuatro años antes que ordenaba, literalmente, que los homosexuales fueran ejecutados «de la forma más severa». El estado en el que aparecían los cadáveres era el testimonio más elocuente de aquella brutalidad
«Nada más verlos sabemos que se trata de jóvenes homosexuales, emos… llámelos como quiera», decía aquel médico del hospital de Jadimiya, al noreste de la capital. Sus testimonios eran corroborados por la gente de la Organización para la Libertad de las Mujeres en Irak, una ONG cuyas dependencias al sureste de Bagdad ofrecían refugio a más de una víctima potencial. En el caso de Madi no había sido una lista colgada en una pared, sino un correo electrónico, lo que había provocado su huida. Alguien a quien no conocía la amenazaba con contar a su familia que era lesbiana si no abandonaba el país «inmediatamente». Aquella chavala de veintiséis años tenía razones para estar asustada.
«Muchas lesbianas mueren en Irak a manos de sus hermanos mayores. Es un insulto a la familia que se castiga con un “crimen de honor” más; una especie de “asunto domestico” sobre el que el Gobierno nunca lleva a cabo ninguna investigación», explicaba Madi hablando a cámara a contraluz. Al igual que Ruby, también pidió que distorsionáramos su voz. Decía que se quedaría en la ONG porque no tenía la más mínima opción de escapar: tras dar parte la familia de su desaparición, su nombre y su foto estarían en cada puesto de control de la capital. Y en Bagdad hay cientos.
Tras aquella entrevista, Dalal Jumma, vicepresidenta de la ONG, culpaba a la inexistente separación entre Estado y religión en el Irak post-Saddam. «Es de locos: acusan a cualquier chaval con un piercing o una calavera en una camiseta de satanismo por haber participado en el martirio del imán Husein (santón chiita muerto en el siglo VII)». Para entonces, Iraqi LGBT —una ONG con sede en Londres— había denunciado ya la muerte de más de setecientos gais a manos de milicias en tan solo seis años. Madi, que decía haber perdido a muchos amigos cercanos, tampoco dudaba a la hora de señalar a Al-Sadr.
«Escoria sobre la Tierra»
Como era previsible, desde la oficina del partido del clérigo en el distrito de Ciudad Sáder negaban cualquier vínculo con los asesinatos matizando que «toda conducta inmoral y contraria a la religión» había de ser investigada convenientemente. Según decían, el hecho de que su líder, Muqtada al-Sadr, hubiera calificado públicamente a emos y homosexuales de «escoria sobre la tierra» no implicaba que su partido estuviera detrás de la cadena de asesinatos. Pero tras los muros de la zona verde —complejo en el centro de la capital que alberga las principales instituciones iraquíes— se hacía otra lectura. Ashwaq Jaf, parlamentaria de la Alianza Kurda, aseguraba que el problema de fondo era que el país estaba sujeto a dos códigos penales: la Constitución iraquí por un lado y la sharía —compendio de leyes islámicas— por el otro. Las continuas contradicciones entre ambas derivaban en vacíos legales y, por consiguiente, en el desamparo de las víctimas.
Aún hoy sigue siendo así, como lo es también el estigma al que hacía mención Saad al-Muttabili, alto representante político del partido en el poder: «En Irak es un crimen ser homosexual, tanto moral como legalmente; no es más que un fiel reflejo de nuestra sociedad», admitía aquel antiguo disidente con años de exilio en Londres a sus espaldas. Responsabilizaba de la oleada de crímenes a «milicias sunitas cercanas a Al Qaeda o a milicias iraníes», sin hacer mención alguna a las de Al-Sadr. Conviene subrayar que su partido debía su segundo mandato a la mayoría conseguida tras la coalición con el partido del clérigo.
«Afortunadamente, la situación se va normalizando progresivamente y cada vez resulta más fácil ver a parejas de chicos caminar de la mano por la calle», quitaba hierro al asunto Al-Muttabili. Conviene subrayar también que dos hombres caminando de la mano es una imagen absolutamente familiar en todo el mundo árabe y en ningún caso asociada a una conducta homosexual.
Mientras esperaban la llegada del siguiente coche bomba, la mayoría de los tenderos de Karrada Inn habían retirado ya anillos con calaveras, las icónicas camisetas de Motörhead, así como cualquier otro objeto, emo o no, que pudiera desencadenar la ira de Dios.
A medio camino entre la ciencia ficción y la realidad más testaruda, hay un grupo de filósofos, tecnólogos y activistas que están obsesionados con ese momento en que el ser humano transcienda su naturaleza para empezar a ser post-humano. Quizás sean los más conocidos, pero no son los únicos pensadores que creen, como los viejos ciberpunks, que el futuro influye más en el presente que el pasado.
Antonio Diéguez es catedrático de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad de Málaga y en los últimos años ha estado muy activo en el análisis filosófico de los grandes cambios sociales, culturales y políticos que el conocimiento científicoy la tecnología está provocando en vivo y en directo.
En su último libro 'Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano" aborda con mucho detalle algunos de los uno de los movimientos filosóficos y culturales que más atención ha atraído en los últimos años. Pero nuestra conversación va mucho más allá.
Dieguez ha trabajado mucho en uno de los problemas centrales de la filosofía contemporánea: la naturaleza de la ciencia, el enorme prestigio social que ha acumulado en las últimas décadas y las oportunidades y problemas que eso genera. En un mundo en el que la 'posmodernidad' se ha convertido en el chivo expiatorio de casi todos los problemas que van surgiendo, Dieguez uno de los realistas científicos más entusiastas del país la reivindica desde una perspectiva muy interesante.
Más tarde nos centramos en el transhumanismo, un movimiento filosófico, tecnológico y social que puede sonar a ciencia ficción, pero que como dice nuestro invitado tiene ideas que merecen ser discutidas. Y es que la búsqueda tecnológica del mejoramiento humano es un desafío social más importante de lo que podríamos pensar. Casos como el de las gemelas chinas editadas con CRISPR dejan claro que, por muy excéntricos que suenen sus argumentos, no son cosa del futuro, sino del presente más inmediato.
Eso nos lleva al mundo de la inteligencia artificial y la computación cuántica, pero también a todas las disciplinas relacionadas con la biología molecular y la genética. "La biología es al siglo XXI, lo que la física fue al XX", nos dice Dieguez justo antes de guiarnos por una interesantísima serie de debates que ya tenemos encima de la mesa.
Acabamos hablando de la importancia de discutir todos estos temas. En 1970, cuando Peter Singer publicó "Liberación Animal" nadie se imaginaba que el movimiento vegano iba a alcanzar el peso que tiene hoy en día en el debate público. Es razonable pensar que estamos en un momento homólogo y, en menos de 30 años, las locas ideas de los transhumanistas estarán en todas las tertulias de televisión.
Era muy joven entonces. Amalia Domingo Soler (1835-1909) no tenía ni idea de que los muertos hablaran. El presbítero don Antonio Mazzini le entregó en Cádiz un mensaje que había llegado para ella en una sesión espiritista. Le anunciaba que ella era «una mensajera del progreso» y algo que la alarmó mucho más:
«Por esta vez estarás libre del yugo marital. Tiende sola tu vuelo, que a la sombra de tus alas un día reposarán los afligidos».
La profecía de no encontrar marido azaró a Amalia. Habían muerto sus padres; solo tenía parientes ingratos a los que estorbaba su presencia. Nadie le enseñó un oficio ni le dejaron estudiar una carrera porque sus ojos veían muy mal.
«Yo no le concedía entonces a la mujer vida propia. Para mí, el hombre era el árbitro de los destinos, y sin él, la mujer estaba condenada al ridículo, a ser un juguete en la sociedad, así que tender mis alas y dar sombra a los afligidos era un jeroglífico».
Hasta que Amalia Domingo Soler empezó el estudio del Espiritismo y perdió el interés en casarse.
Difundía los escritos de Allan Kardec, el filósofo que hizo del Espiritismo la doctrina que seguían muchos de los grandes intelectuales europeos de finales del XIX y principios del XX. Escribía en revistas, daba conferencias y en 1879 fundó y empezó a dirigir la publicación que quedaría como referencia espiritista: La luz del porvenir.
La Iglesia Católica rabiaba. No soportaba que le quitaran el control de las comunicaciones entre el mundo invisible y el terrenal. Saltarse a sus teleoperadores (los curas), hacía irrelevante a la institución. ¡Entraron en furia! ¡Atacaron a los espiritistas! ¡Pidieron la suspensión de sus publicaciones! Pero lo único que consiguió aquel fuego fue dar más luz a la doctrina que Amalia, la voz española más respetada de los espiritistas, describía así:
«El Espiritismo ha venido a llenar un gran vacío en el siglo XIX, cuando el indiferentismo amenazaba con invadir a las masas, cuando el ateísmo se acurrucaba dentro de los gabinetes de física y química. Ha venido una preciosa flor, que con su prenetrante aroma da esperanza al triste, regeneración al desgraciado, fuerzas al débil y voluntad al fuerte para seguir con su glorioso paso las escabrosidades del camino de la vida».
Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Historia de dos pintoras.
A Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana apenas las conocíamos. Fueron pintoras imponentes en su tiempo, supieron romper con los estereotipos y alcanzaron la fama y el reconocimiento. La primera consiguió entrar como pintora en la corte de Felipe II con 27 años, la segunda fue pintora oficial del papa Clemente VIII.
La historia, que acoge el sesgo de quien la escribe, las dejó durante muchos años en un segundo lugar. Ahora, el Museo del Prado, en un maravilloso «propósito de enmienda», las ha recuperado bajo el título de Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Historias de dos pintoras, que se podrá visitar hasta el próximo 20 de enero.
Se trata de dos de las mujeres más importantes dentro de la historia del Arte de la segunda mitad del siglo XVI. Anguissola (1535-1625), como explicó Leticia Ruiz, comisaria de esta muestra y jefa del Departamento de pintura española hasta 1500 del Prado, fue «un mito temprano que estaba dotado de una personalidad impresionante».
Su percepción psicológica atenúa la distancia y contención de los Austrias españoles
Nacida en Cremona se dio a conocer por sus retratos, convirtiéndose en una de los grandes del barroco. Además, estableció un nuevo estilo, una nueva técnica a la hora de tratar los rostros femeninos. Su talento fue visto rápido y acabó como pintora en la corte de Felipe II. Como bien explicando desde el Prado, «Anguissola se caracteriza por su gusto por la descripción minuciosa de los detalles, por una percepción psicológica que atenúa la distancia y contención de los Austrias españoles, así como una atmósfera envolvente y tamizada que suaviza los contornos de las figuras».
Su llegada a la corte no supuso solo un impulso para ella, sino para otras mujeres que habían sido maltratadas como pintoras y que ahora veían un referente fuerte. Anguissola abrió la puerta a muchas, entre ellas a Lavinia Fontana (1552-1614).
Esta, nacida en Bolonia e hija de Prospero Fontana, un pintor bastante conocido, siguió una «trayectoria más tradicional», en palabras de Ruiz. «Lavinia desplegó todas sus habilidades para visualizar la opulencia de la indumentaria, los variados textiles, las numerosas joyas o la fina elaboración de los encajes, además de los inevitables perritos falderos», explican desde la institución sobre esta pintora que tuvo un taller propio, que fue la primera mujer en pintar un desnudo y que entró como pintora oficial del papa Clemente VIII.
En total, el Prado reúne 60 pinturas que muestran el talento y la importancia que estas dos mujeres tuvieron en su época y en los años venideros. También, 60 obras con las que el Prado pretende resarcir todos los años que se olvidó de mostrar el femenino del arte.
La denuncia de los Acuerdos entre España y la Santa Sede de 1979 vuelve a incluirse en el borrador del programa electoral del PSOE que, previsiblemente, aprobará este miércoles el Comté Electoral del partido.
En el programa de abril, sin explicación alguna, desapareció este compromiso que sí estuvo incluido en la oferta programática de 2015 y 2016. De esta forma, los socialistas recuperan esta promesa electoral que nació en el programa de 2011 promovida por Alfredo Pérez Rubalcaba. Además, siguen manteniendo como promesa electoral la recuperación de los bienes matriculados indebidamente por la Iglesia.
Esta es una de las pocas novedades que incluye el programa con el que el PSOE concurrirá a las elecciones generales que, en sus líneas generales y principales compromisos, contiene los mismos puntos que el de hace seis meses.
Cabe destacar que en el apartado sobre el modelo territorial desaparecen las alusiones a la Declaración de Granada y Barcelona, en la que se hablaba de un modelo de Estado plurinacional, y ambos acuerdos internos del partido sí eran mencionadas en el anterior programa electoral.
El PSOE, ahora, se limita a poner en valor el Estado Autonómico, su apuesta por profundizar en el autogobierno y su determinación en abordar el conflicto con Catalunya desde el diálogo, pero siempre dentro de la Constitución y de la ley. Además, remarca su total oposición a un referéndum por la autodeterminación.
Retirar las condecoraciones del franquismo
También se incluye como novedad el compromiso ya anunciado por Pedro Sánchez de que en la reforma de la Ley de la Memoria HIstórica se retirarán las condecoraciones vinculadas la franquismo, que tiene como principal objetivo quitar los privilegios al policía franquista conocido como Billy el NIño.
El programa es una reformulación de las 370 propuestas que ofrecieron a Unidas Podemos para negociar la investidura de Pedro Sánchez, pero más reducido y, en algunos puntos, más genéricos, como en lo referido a las medidas para bajar los precios de los alquileres.
Así, contempla derogar los aspectos mas lesivos de reforma laboral, un nuevo Estatuto de los Trabajadores, derogar la Ley Mordaza; plasmar en la Constitución la subida de las pensiones conforme al IPC; subir los impuestos a las grandes corpòraciones y más de una decena de nuevas leyes orgánicas contra la corrupción, la brecha salarial, eutanasia, igualdad de trato, etcétera.
¿No oiste los pasos silenciosos? Él viene, viene, viene siempre. En cada instante y en cada edad, todos los días y todas las noches, Él viene, viene, viene siempre. He cantado en muchas ocasiones y de mil maneras; pero siempre decían sus notas: Él viene, viene, viene siempre. En los días fragantes del soleado abril, por la vereda del bosque, Él viene, viene, viene siempre. En la oscura angustia lluviosa de las noches de julio, sobre el carro atronador de las nubes, Él viene, viene, viene siempre. De pena en pena mía, son sus pasos los que oprimen mi corazón, y el dorado roce de sus pies es lo que hace brillar mi alegría.
Ya ha pasado un año desde la entrada en vigor del Reglamento General de Protección de Datos —el famoso RGPD—, que prometía blindar nuestra privacidad en internet frente a los abusos empresariales en el entorno digital. En teoría, hemos sido partícipes de una revolución en la gestión de la información durante esta nueva era. Pero, en la práctica… ¿Hemos notado algo en la práctica? Lo cierto es que las sanciones europeas que hemos visto durante este primer año han sido puntuales y aisladas. ¿Será cuestión de tiempo que veamos más y mayores castigos o es que las empresas están empezando a portarse bien?
En caso de que sea esto último, todavía les queda bastante camino por recorrer. Según el informe Why addressing ethical questions in will benefit organizations, llevado a cabo por la consultora Capgemini, nueve de cada diez directivos —concretamente, el 86% de ellos— reconocen haber visto usos éticamente cuestionables de inteligencia artificial en su empresa en los dos o tres últimos años. Las encuestas a 1.580 altos cargos de grandes empresas para la realización de este informe desvelaron que, entre las prácticas más cuestionables que realizan las grandes corporaciones, destacan el uso de datos de clientes sin su consentimiento o la excesiva dependencia de la analítica de datos en la toma de decisiones, sobre todo en el sector bancario.
Para los directivos, la principal razón para que esto suceda es la presión para implementar soluciones de inteligencia artificial en su compañía, una presión que suele venir motivada por la urgencia de obtener ventaja frente a sus competidores en un ecosistema en el que el pez más rápido se come al lento. En este contexto, las empresas pueden incrementar el ritmo de la innovación en detrimento de las consideraciones éticas inherentes al tratamiento de grandes volúmenes de información.
Siguiendo este razonamiento, no es de extrañar que entre los siguientes motivos que citan los encuestados para explicar los usos cuestionables que hacen sus empresas de la inteligencia artificial se encuentren la falta de recursos para construir sistemas que tengan en cuenta cuestiones de privacidad o la posible existencia de sesgos en los algoritmos o, directamente, la ausencia de una perspectiva ética en el desarrollo de estos sistemas.
“El principal problema es que muchas personas quieren aplicar ciertos métodos solo porque está de moda, pero no entienden realmente en qué consisten y no saben si están alineados con el problema de negocio ni cómo han sido entrenados”, critica Diego Miranda-Saavedra, científico de datos y profesor de la Universitat Oberta de Cataluya. “La dependencia de la analitica de datos, por ejemplo, puede darse en estas circunstancias, cuando estás vendido porque no entiendes bien lo que estás haciendo. Cuando dependes del ordenador y no es este quien depende de ti”.
Para este docente, el reto al que se enfrentan las empresas a la hora de eliminar los sesgos presentes en los algoritmos también se acrecienta por este motivo y apunta que la falta de comprensión a la hora de definir los sistemas inteligentes puede alejarlas de este propósito. “Para combatir estos sesgos es necesario sentarse a pensar con papel y lápiz”, apunta. “Por desgracia, esto es contrario a la corriente actual por la que mucha gente piensa que todo consiste en apretar un botón y ya está, que es posible modificar cosas complejas sin llegar a entenderlas en profundidad”.
Muchos quieren aplicar ciertos métodos solo porque está de moda, sin entender en qué consisten o si están alineados con el problema de negocio
Diego Miranda-Saavedra, científico de datos y profesor de la Universitat Oberta de Cataluya
Moisés Barrio, letrado del Consejo de Estado, profesor y experto en ciberderecho, considera que, al hablar de incumplimiento de normativas, no existe un problema de falta de regulación de la inteligencia artificial que sí está presente en otros contextos, como en el desarrollo del coche autónomo. No obstante, opina que, pese a que la protección de datos es un derecho fundamental en la Unión Europea desde hace cerca de 20 años, el sistema actual no termina de proteger a los ciudadanos como debería.
“El modelo en la práctica es de aviso y consentimiento y concluye que la privacidad se pierde una vez que la información es revelada voluntariamente”, resume. “Este régimen pudo funcionar antes, pero no ahora, en un entorno en el que la desnudez constante es el precio de la admisión en los servicios digitales”.
La solución que propone Barrio pasa por reforzar los controles públicos para asegurar que se cumple la normativa. Incluso va un paso más allá e indica que tendría sentido reconfigurar el modelo en un nuevo paradigma en el que se establezca una relación más fuerte entre privacidad y confianza. “El usuario controlaría en tiempo real el acceso y el uso de sus datos por medio de un sistema que se completaría con tecnología blockchain para mantener en todo momento la soberanía del usuario sobre sus datos”, plantea.
Una antigua calle de Jerusalén acaba de proporcionar una enorme sorpresa a los arqueólogos: más de cien monedas ocultas bajo los adoquines, datadas aproximadamente entre en el año 31 d.C., de la época de Poncio Pilatos. Este hallazgo, que acaba de ser publicado en la revista de la Universidad de Tel Aviv, Journal of the Institute of Archaeology, proporciona una clara evidencia de que esta calle, que sube desde el estanque de Siloé hasta el monte del Templo, fue mandada construir por quien fue gobernador de Judea entre los años 26 y 36 d.C.
Una vía monumental, obra de Pilatos
Para llegar a esta conclusión los arqueólogos de la Autoridad de Antigüedades de Israel (IAA) han sacado a la luz una sección de 220 metros de largo en esta antigua calle, que fue descubierta por primera vez por investigadores británicos en 1894, y en la que se están llevando a cabo excavaciones desde hace seis años. El hecho de haber localizado estas monedas bajo el pavimento ha sido muy bienvenido por los arqueólogos, ya que, como comenta Donald T. Ariel, experto en numismática antigua y uno de los autores del estudio, si alguna moneda con una fecha posterior al año 30 d.C. se encuentra bajo la calle, eso quiere decir que "la calle tuvo que construirse en el mismo año o después de que esa moneda fuera acuñada. Sin embargo, explica el mismo investigador, "nuestro estudio va más allá, porque estadísticamente, las monedas acuñadas unos diez años después son las monedas más comunes en Jerusalén, por lo que no tenerlas debajo de la calle significa que la calle fue construida antes de su aparición, en otras palabras, solo pudo construirse en tiempos de Pilatos".ç
Esta calle mide en total unos 600 metros de largo y unos 8 de ancho, estaba pavimentada con grandes losas de piedra y se calcula que en su construcción se emplearon unas 10.000 toneladas de roca caliza. Su monumentalidad, junto al hecho de que unía dos lugares importantes de la ciudad, hace pensar a expertos como Joe Uziel y Moran Hagbi (también autores del estudio) que se trataba de una ruta de peregrinación. Los arqueólogos opinan que "su gran anchura unida a la piedra finamente tallada y sus adornos ornamentados, como un podio escalonado a lo largo de la calle, indica que se trataba de una calle especial"
Era casi un trámite, un premio de consolación. La forma que tenían de decir «y vivieron felices y comieron perdices». Cuando no sabían cómo acabar un cuento, los antiguos griegos le ponían final así: convirtiendo al protagonista en una estrella o en una constelación. Le ocurrió a Orión, a Andrómeda, a Casiopea y a varias decenas más de personajes de la mitología griega. Y por supuesto les ocurrió a sus dioses. A ellos les reservaron los cuerpos errantes, los que viajan por el cielo: el Sol, la Luna y las cinco estrellas que se mueven por el firmamento. Aquellas eran para los griegos «πλανήτης», «planétes», que significa literalmente eso, «errantes» o «vagabundas». Poco sabían entonces que, con aquella convención narrativa, con aquel chimpún atropellado que ponía final a sus mitos, estaban dándole nombre a regiones verdaderas, suelo tan real como el de Tracia o el Peloponeso. Y que, con el tiempo, habría mapas que llevarían esos mismos nombres y personas que pisarían aquellos mismos suelos.
Pero ¿por qué decidieron llamar «Venus» precisamente a Venus? ¿Por qué Marte se llama «Marte», y no «Minerva», por ejemplo? ¿Por qué todas las lunas de Júpiter tienen nombre de mujer menos una? ¿Y por qué Apolo, un dios tan prominente en el panteón grecolatino, no tiene su propio planeta? Nos contentamos con lo que nos contaron en los libros de texto: que los romanos pusieron a los cuerpos celestes el nombre de sus dioses y que siguieron en esto la costumbre de los griegos, punto final. Y eso, además de un resumen pobrísimo, es cierto solamente a medias. Aquí nos proponemos hacerle un poco más de justicia a la cuestión y arrojar luz, aunque solo sea un poquito, sobre ese hermosísimo embrollo de mitología, etimología y astronomía que es la nomenclatura del sistema solar.
Un par de cosas sobre astronomía antigua
Pero antes es preciso hacer un par de anotaciones. Primera: los antiguos griegos solo conocían los planetas visibles al ojo desnudo, los que hoy llamamos Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Para ellos no eran distintos de las estrellas excepto por su cualidad móvil. Y no es cierto que a estas «estrellas errantes» les pusieran los nombres de Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos. Más bien ocurrió que las consagraron a esas divinidades.
Hubo una excepción: Venus. No solo tenía un nombre propio, tenía dos. Al menos desde la época homérica se le llamaba Fósforo cuando aparecía al amanecer y Héspero al hacerlo en las primeras horas de la noche (dentro de unas cuantas líneas entraremos en el porqué). Pero los demás planetas carecían de nombre propio. En Les noms des planètes et l’astroutrie chez les Grecs, un texto clásico sobre la materia publicado en 1935, el historiador belga Franz Cumont nos recuerda que «incluso en la época de Platón, los cinco planetas menores, excepto Venus, fueron designados como “la estrella de este o aquel dios”». Cumont pone como ejemplo un pasaje del Timeo donde el filósofo, al hablar de Mercurio y Venus, confiere a Venus el nombre de Héspero, pero a Mercurio lo designa vagamente como «και ό ιερός ‘Ερμου λεγόμενος», «el que se dice que está dedicado a Hermes». Fue lo habitual en la lengua griega incluso después del nacimiento de Cristo.
Fueron los romanos, en cambio, quienes adoptaron la costumbre de atribuir un nombre propio a los planetas, como hacemos hoy en día. En su caso les pusieron el de los homólogos latinos de aquellas mismas divinidades griegas: Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno. Aunque pueden encontrarse algunos textos latinos en los que se sigue la costumbre griega de aludir a las estrellas errantes con el nombre de su dios en genitivo (donde reciben entonces los nombres de «stella Mercurii», «stella Martii», «stella Iovis» y «stella Saturni»), aquello era un giro helenizante poco habitual y solamente literario1. Lo normal en el mundo romano era darles el nombre propio del dios y distinguirlo, a efectos retóricos, con un título adicional: «Mercurius Scintillans», «Mars Rutilus», «Iovis Splendidus» y «Saturnus Lucidus». Al planeta Venus, como hicieron los griegos, le concedieron habitualmente dos nombres, uno para cuando aparecía por la mañana («Lucipherus») y otro para cuando lo hacía a primeras horas de la noche («Vesperus»).
Sobre el Sol y la Luna
Eso sí: en la Antigüedad el Sol y la Luna no contaban ni como estrellas ni como planetas, por más que el primero sea decididamente una estrella y la segunda tenga aspecto de planeta. Por el contrario, se pensaba en ellos como dos cuerpos celestes singulares que los griegos denominaron «ἥλιος» («helios», «sol») y «σελήνη» («selene», «luna»). Se piensa que el primer término deriva de la raíz indoeuropea «*seh₂u-el», la misma que en latín derivó en la palabra «sol»2. La etimología de la segunda es más incierta, pero se relaciona claramente con «σέλας» («selas», en castellano «luz»3). El caso de su nombramiento es distinto al de los planetas. El Sol y la Luna formaban parte del conjunto de fuerzas naturales primordiales, como el cielo, la tierra, los ríos o las montañas. Estas fuerzas no heredaron sus nombres de los dioses, sino que primero tuvieron uno propio y fueron los dioses quienes lo heredaron.
Y casi todos esos dioses pertenecían al primer linaje divino, el de los titanes. También Hiperión (el que está «en lo más alto» de la bóveda celeste, tal y como evoca su propio nombre, patrón del mediodía y de las labores de vigilancia) y Tea (distinguida en la época homérica con el título adicional de «Eurifaesa», «la de gran brillo», patrona de todo lo relacionado con el brillo y la visión). Ellos fueron los padres de Helios y Selene, a quienes los romanos llamaban «Sol» y «Luna». Al menos desde la Teogonía de Hesíodo, del siglo VII antes de Cristo, a Helios y Selene se los considera hermanos mellizos y se les atribuye otra hermana más, Eos, a quienes los romanos llamaron «Aurora». Y al menos desde los Himnos homéricos, de aquella misma fecha, se les describe pilotando carros: Helios una cuadriga dorada; Selene, casi siempre, una biga plateada tirada por dos corceles, a veces toros o bueyes; y Eos (referida en la lírica homérica como «Eos Rododáctila», «Eos la de los dedos rosados») una biga de dos caballos con cierta cualidad chispeante, de ahí su color entre rosado y anaranjado. Los tres cruzaban la bóveda celeste con sus vehículos y cumplían con la tarea de aportar luz al mundo: Helios de día, Selene de noche y Eos entre ambos.
En la época clásica, sin embargo, a partir del siglo V antes de Cristo, Helios y Selene empezaron a ser asimilados con otros dos dioses mellizos del segundo linaje, el de los olímpicos, de los que hasta entonces habían sido independientes: Apolo, dios de las artes y la razón (a quien los romanos llamaban «Febo»), y Artemisa, diosa virgen de la caza4 (conocida como «Diana» entre los romanos). ¿Por qué, entonces, el Sol y la Luna no pasaron a conocerse con esos dos nombres? Por aquello que mencionábamos más arriba: en este caso eran los dioses quienes llevaban los nombres de los astros y no los astros quienes llevaban los de los dioses. Aunque Helios y Selene (los dioses) menguaron en el culto y el folclore hasta prácticamente fundirse con Apolo y Artemisa, Helios y Selene (los astros) conservaron su nombre. Y Apolo y Artemisa, patrones de los dos objetos más significativos del cielo, no transmitieron su nombre a ningún cuerpo celeste.
Mercurio, el planeta saltarín
La primera mención de Mercurio de la que tenemos noticia procede de las llamadas tablillas MUL.APIN, unos registros babilonios sobre astronomía y astrología. Aunque la copia más antigua que conservamos es del siglo VIIantes de Cristo, se cree que las propias observaciones fueron acometidas por astrónomos asirios5 en el siglo XVI antes de Cristo. En aquel catálogo se describe a Mercurio como «el planeta saltarín», una cualidad que alude a su peculiar forma de moverse por el firmamento.
Al observarse desde la Tierra, Mercurio siempre está cerca del Sol. De día no puede verse, como ocurre con las estrellas y el resto de los planetas; de noche se aprecia solamente antes del amanecer y después del atardecer. Además, todos los planetas experimentan retrogradación: aparentemente se desplazan de oeste a este, pero regularmente disminuyen su velocidad, llegan a detenerse y comienzan a hacerlo en sentido contrario, solo para acabar deteniéndose poco después y retomar el curso habitual (es un efecto que se ve al observarlos desde otro planeta, la Tierra, que describe su propio movimiento y «adelanta» a unos mientras que «es adelantada» por otros). Y Mercurio, el que orbita más velozmente y el que lo hace más cerca del Sol, experimenta esta retrogradación cada ciento dieciséis días terrestres (compárese, como referencia, con los quinientos ochenta y cuatro de Venus o los setecientos ochenta de Marte). En una visión geocéntrica, donde la Tierra ocupa el centro del sistema solar y todos los otros cuerpos giran a su alrededor, Mercurio se comportaba de una manera poco menos que incomprensible: aparecía, desaparecía y correteaba de un lado al otro6.
Siendo así, parece natural que en Mesopotamia pronto se identificase el «planeta saltarín» con Nabu, su dios de los escribas y mensajero de los dioses. Y la influencia de la astronomía oriental en Grecia, vehiculada a través de Persia, Fenicia y las colonias griegas en el Levante, explica que los griegos hicieran lo propio y lo consagrasen a Hermes, patrón de viajeros, ladrones y mensajeros y también correo de los dioses. Algunos piensan que su proximidad (en la Antigüedad se creía que Mercurio era el planeta más próximo a la Tierra; solo la Luna estaba más cerca) pudo tener que ver con esto. Hermes era el psicopompo, quien guiaba las almas de los difuntos hasta el inframundo, y se le atribuía por eso cierto papel de mediador entre los humanos y los dioses. Nos consta, eso sí, que, al menos en la época arcaica y en ciertas regiones griegas, se pensó en el planeta Mercurio como dos cuerpos distintos. El que se veía al amanecer se lo dedicaron a Apolo, y el que aparecía al atardecer, a Hermes. Si verdaderamente lo consideraban dos cuerpos celestes diferentes o si este desdoblamiento era una costumbre puramente folclórica es un extremo que hoy se desconoce; en todo caso, aquello se limitó al primer tramo de la historia helena. Los primeros catálogos astronómicos verdaderamente rigurosos, que partían de los descubrimientos realizados por los sumerios, lo consignaron ya como un único cuerpo. Y como Apolo ya empezaba a identificarse con el propio Sol, parece lógico que el planeta conservase entonces el de Hermes.
Entre los latinos el dios Hermes fue conocido como Mercurio y conservaba sus mismos atributos: el Caduceo y unas sandalias aladas que le permitían remontar el vuelo y personarse allí donde era requerido. Aunque su culto no llegó a Roma tan pronto como el de otros dioses olímpicos, en el año 495 antes de Cristo Mercurio tenía ya su propio templo entre la colina del Aventino (un distrito predominantemente plebeyo) y la del Palatino (el gran distrito patricio), una ubicación que significaba el papel adicional que le atribuyeron los romanos, el de dios del comercio (que intermediaba, en este caso, entre la clase productora y la clase consumidora). Se piensa que Mercurio recibió aquella faceta de la misma divinidad de la que heredó su nombre latino, que emparenta con «merx» («mercancía») y que deriva de una raíz desconocida, no indoeuropea, presumiblemente etrusca7.
Un planeta que lo era dos veces
Venus recibe el nombre de la diosa latina de la belleza y el amor, pero debe acreditarse a los sumerios, y no a los griegos o los romanos, que lo conozcamos por ese nombre.
Venus es, con Mercurio, uno de los dos únicos planetas que orbitan alrededor del Sol más cerca que la propia Tierra. Eso hace que, para el observador que contempla el cielo desde nuestro planeta, ambos aparezcan acompañando al Sol y circulen siempre a su vera. De día no los vemos por la misma razón que no vemos las estrellas: la luz del Sol los ciega, y en su caso mucho más por encontrarse siempre en posiciones adyacentes a la suya. Y de noche no los vemos porque lo siguen de cerca y desaparecen del firmamento junto a él. Pueden verse brevemente al amanecer (cuando el sol no ha salido todavía pero está ya lo suficientemente cerca del horizonte como para que sus acompañantes aparezcan en el cielo) y al anochecer (cuando el sol ya se ha puesto pero no ha descendido mucho bajo el horizonte, de modo que alguno de los planetas o ambos asomen todavía en el firmamento) y siempre cerca del horizonte, no en lo alto de la cúpula celeste.
Como ocurrió con Mercurio, la mayoría de las civilizaciones antiguas pensaron que también Venus era dos cuerpos celestes distintos, pero los sumerios supieron pronto que se trataba solamente de uno. Lo identificaron con Inanna, su diosa guerrera y del amor, y algunos de los títulos que recibe el planeta en sus tratados astronómicos8 sugieren que aquella asociación tuvo que ver con el color rojizo del alba y el atardecer, que atribuían al efecto de Venus y que vinculaban a la sangre y el erotismo. Más tarde, los acadios y babilonios identificaron a Inanna con Ishtar, divinidad de la belleza y la fertilidad, y los fenicios con Astarté, y todos confirieron al planeta esos mismos títulos.
Los antiguos griegos, sin embargo, pensaron ciertamente que Venus era dos planetas, uno al amanecer y otro al anochecer. Los llamaron, respectivamente, Fósforo y Héspero, como los dos hijos de Eos, la diosa de la aurora. Plinio el Viejo asegura que fue Pitágoras quien descubrió que ambos eran solamente uno, y Diógenes Laerciomantiene que fue Parménides quien lo hizo, pero lo cierto es que ocurrió, con total seguridad, por influencia de los textos astronómicos orientales. Y pese a que persistió la tradición de llamarlo con estos dos nombres y de referirse a él como dos cuerpos, en el Almagesto de Claudio Ptolomeo, del siglo II, seguramente el texto astronómico más influyente de la historia, se documentan ya exhaustivamente las características del planeta y se cualifica inequívocamente como uno. También la influencia de la astronomía oriental explica que el planeta, al menos en estos textos académicos, se dedicase a Afrodita, la homóloga griega de Inanna, Ishtar y Astarté.
Pese a eso, denominar «Venus» a Venus es una costumbre moderna. Los romanos sabían también que era un único planeta, en su caso el de la diosa a la que ellos llamaban Venus9, y no es infrecuente que aludieran a él de esta forma, principalmente en tratados astronómicos y otros textos donde prima el rigor científico. Lo popular, sin embargo, fue seguir la costumbre griega de llamarlo con dos nombres, en su caso Lucifer y Vésper, los hijos de la diosa Aurora. Y eso siguió siendo así hasta muchos siglos después. Si le parece chocante que recibiera entonces el nombre que hoy conferimos al diablo10, dese cuenta de que lo seguimos haciendo: al Venus matutino lo llamamos, todavía, Lucero del alba. Y a las últimas horas del día las calificamos como vespertinas en alusión a Vésper.
Marte, el improbable
Marte es uno de los planetas mejor documentados por las antiguas civilizaciones y uno de los que reunió atributos más parecidos en todas ellas. El tono rojo de su brillo, efecto de la oxidación del hierro sobre su superficie, solía mover las mismas comparaciones. Los egipcios, cuya primera mención conocida a Marte se remonta al siglo XVI antes de Cristo, lo llamaron «Horus el rojo»; en China, Corea y Japón, donde los planetas se identificaban con los cinco elementos primordiales, era «la estrella de fuego»; y los sumerios lo consagraron a Nergal, su dios de la destrucción, la plaga y la devastación. En Grecia fue Ares, hijo de Zeus y Hera, dios de la guerra.
Y eso constituye un cierto enigma. Robin Hard recuerda en su aplaudido manual sobre mitología11 que «Ares nunca evolucionó como dios de importancia social, moral o teológica» y que tuvo un rango más bien bajo entre los doce olímpicos. Su culto tenía arraigo principalmente en Tracia, una región que los helenos consideraron extranjera durante las edades arcaica y clásica, y solo en un puñado de polis alcanzó cierta popularidad, las más notables Tebas y Esparta. Homero, Hesíodo y otros mitógrafos insisten casi con machaconería en que el dios Ares protagonizó muchos enfrentamientos, pero salió airoso de pocos. Fue hecho preso de los Alóadas, dos gigantes ctónicos, de quienes tuvieron que rescatarlo Hermes y Artemisa; cayó junto a Afrodita en la trampa de Hefesto, de la que fue liberado solo después de sufrir humillación; y en la Ilíada traiciona a su bando original, el de los aqueos, para unirse al que acabaría perdiendo, el de los troyanos, y resultar vencido finalmente por su hermana Atenea, que representaba el ejercicio de la inteligencia y la integridad en la batalla. ¿Por qué los griegos consagraron un planeta a su dios más iracundo, errático y falto de sabiduría si contaban con otra diosa de la guerra, Atenea, que además encarnaba las virtudes de las que él carecía? Es la etimología la que podría aportar la respuesta. El nombre de Ares emparenta con el jónico «ἀρή» («aré», en castellano «catástrofe» o «ruina») y parece tener un cognado en sánscrito («irasya», en castellano «maldad» o «perversidad»), lo que sugiere que este dios llegó a Grecia procedente del norte y que lo hizo pronto, con las migraciones indoeuropeas. Y sabemos bien que Atenea se incorporó tardíamente al panteón olímpico, seguramente procedente del sur, de Creta y el entorno del Egeo, desplazando parcialmente a Ares como patrón de la guerra y contribuyendo a la mengua de su culto. Para entonces, sin embargo, el planeta ya tenía su nombre y aquel nombre había arraigado, así que no cambió.
En Roma la cosa era bien distinta. No se sabe a ciencia cierta si el nombre del homólogo latino de Ares, Marte, evolucionó a partir del nombre de un primitivo dios etrusco de la agricultura, Maris, o si deriva de la raíz protoindoeuropea *Mawort, que se relaciona con la destrucción y que en la India dio nombre a los marutas, unas coléricas divinidades atmosféricas relacionadas con las tormentas. En todo caso llegó a Italia muy pronto, se le confirió allí una personalidad severa pero justa y se asimiló con Ares mucho después, sin llegar a incorporar nunca el carisma de matón descerebrado que le conferían los griegos. Como «Mars Ultor» encarnaba la justicia; como «Mars Pater» patrocinaba las labores del campo y presidía varias festividades agrícolas; como «Mars Quirinus» vigilaba la convivencia y el civismo; y como «Mars Gradivus» era padrino de la guerra y los soldados. Como padre de Rómulo y Remo, fundadores de Roma, Marte cumplía además con un papel político e identitario importante precisamente en la capital. Fue el dios más venerado en Roma después del propio Júpiter y lo fue especialmente a partir del emperador Augusto, coincidiendo con la Pax romana. Qué ironía.
Marte/Ares tuvo muchos hijos, pero se consideraba principales a los que tuvo con Venus/Afrodita. La mayoría de los mitógrafos cuenta entre ellos a Eros (dios del amor, que los romanos llamaban Cupido), Harmonía (diosa de la armonía, que los romanos llamaban «Concordia») y los gemelos Fobos y Deimos (encarnaciones del miedo y el terror, que los romanos llamaban «Timor» y «Formido», a veces también «Metus»). Cuando se descubrieron las dos diminutas lunas del planeta Marte en 1877, se sugirieron muchos nombres para ellas a la Royal Astronomical Society, pero fue su propio descubridor, el astrónomo Asaph Hall, quien dio por buena la de «Deimos para el satélite interior y Fobos para el exterior»12.
El padre de los cielos
Aunque hay periodos en los que Marte puede verse un poco mejor, Júpiter es normalmente el cuarto objeto celeste más luminoso del cielo (después del Sol, la Luna y Venus). Y pese a eso tarda cuatro mil trescientos treinta y tres días terrestres, cerca de doce años, en completar una órbita alrededor del Sol. Esa aparente lentitud sugiere al observador perspicaz, incluso al de mentalidad geocéntrica, que aquel planeta está bastante lejos. Las antiguas civilizaciones, empezando, una vez más, por los asirios y sumerios, observaron ambos hechos y conjeturaron acertadamente que si estaba lejos pero brillaba tanto, entonces aquella tenía que ser la estrella errante más grande, o en todo caso la que brillaba con más fuerza13. En Mesopotamia se asociaba con Marduk, el rey de los dioses, al menos desde la era de Hammurabi, el siglo XVIII antes de Cristo. De nuevo, el prestigio que acabaron adquiriendo los tratados astronómicos asiáticos en Grecia motivó la vinculación del planeta con el rey de los dioses local, Zeus, que los romanos asimilaron más tarde con el suyo propio, Júpiter o Jove.
O no. En el orbe grecolatino quizá no fuese tan simple como que al mayor dios se le dedicase el mayor planeta; quizá ocurriese, además, que aquel planeta concreto encarnaba con fidelidad los atributos de aquel dios específico. Escuche esto. Se cree que el gran dios padre de la mitología indoeuropea recibía un nombre parecido a este: «*Dyēus Phter». Es una raíz que resuena con claridad en muchos lenguajes modernos y que mueve el consenso entre los paleolingüistas. Y se cree que aquel rey de los dioses primigenio era de clase celestial (una divinidad del cielo, las tormentas y los fenómenos atmosféricos y no agrícola, marina, bélica o de ultratumba, por ejemplo) porque la propia raíz indoeuropea «*dyeu» era la que calificaba a lo que relucía por efecto de la luz diurna y por extensión a lo celestial y lo relativo al cielo. «*Dyēus Phter», cuyo significado es «Padre del cielo», «Padre en los cielos» o algo parecido a eso, derivó en palabras como el latín «Iuppiter» (el nombre del dios Júpiter) o el sánscrito «Diaus Pitar» (el gran dios padre de la mitología védica) a medida que el propio pueblo indoeuropeo se disgregaba y la figura de aquel dios primordial iba mutando y adquiriendo nuevas formas, aunque casi siempre conservando sus atributos celestiales (como el rayo que blande Júpiter). También ocurrió que esta expresión compuesta llegó a perder el segundo término, «*phter», y de esa manera derivó en palabras como el latín «Iovis» («Jove», otro nombre alternativo para Júpiter14) o «deus» («deidad», «dios») y el griego «Ζεύς» (un sustantivo irregular: el caso nominativo era «Ζεύς», «Zeús», y el genitivo era «Διός», «Dios»). Si algún planeta ameritaba el título de «padre en el cielo», de patriarca en las alturas, ese era indudablemente Júpiter: los planetas bajo él eran todos sus hijos, Mercurio, Venus y Marte, y por encima solo estaba el abuelo del clan familiar, Saturno.
Galileo Galilei descubrió las cuatro mayores lunas de Júpiter en enero de 1610 y las denominó sencillamente «Júpiter I, II, III y IV». El nombre por el que las conocemos hoy se lo puso otro astrónomo, Simon Marius (que aseguraba haberlas descubierto por sí mismo antes que Galileo), siguiendo las sugerencias de Johannes Kepler: «Io, Europa, Ganimedes puer, atque Calisto lascivo nimium perplacuere Iovi», «Ío, Europa, el muchacho Ganímedes y Calisto, que complacieron grandemente al lascivo Júpiter15». Aquello dio comienzo a la tradición de bautizar a los satélites de cada planeta con los nombres de los hijos, los amantes y los parientes del dios que daba nombre a ese planeta.
Y aquella tradición la puso a prueba precisamente Júpiter, del que poco después se supo que tiene un auténtico enjambre de lunas. Hoy se conocen nada menos que setenta y nueve y las que tienen nombre propio (varias conservan, de momento, su denominación alfanumérica provisional) llevan el de alguna de las mujeres que tomaron parte en los escarceos amorosos del rey de los dioses o bien de mujeres que fueron el fruto de aquellos encuentros amorosos, tanto hijas directas del dios como sus descendientes. Elara, Yocasta, Pasífae, Leda, Metis, Adrastea, un sinfín de ellas. Amaltea (la ninfa que ejerció como su nodriza) y Calírroe (una oceánide que simplemente obtuvo de Zeus el favor de que sus hijos se convirtieran en adultos súbitamente) son algunas de las excepciones más notables. Otra sonada es Ganímedes, el único amante varón que se le recuerda al dios, el único nombre masculino entre los satélites jovianos.
El cajón de sastre mitológico
En la Antigüedad, mucho antes de la aparición de los telescopios, el planeta indudablemente más hermoso del sistema solar era el menos vistoso de todos. Brillaba poco (su magnitud aparente es menor incluso que la de varias estrellas), era el que circulaba más lentamente (Saturno completa una órbita cada treinta años aproximadamente) y lo hacía más lejos (antiguamente habrían preferido decir «por encima») que los demás. Todos los ciclos astronómicos conocidos se encontraban bajo su órbita, como supervisados por él. Por esa razón las civilizaciones de Oriente Próximo solían identificarlo con dioses que ejercían la vigilancia del tiempo, el calendario y la rueda zodiacal. En Grecia aquel dios era «Κρόνος» («Krónos», «Cronos»), referido por la mayoría de los mitógrafos como el principal y también el más joven de los titanes. Hijo de Urano y Gea, castró y destronó a su padre y fue derrocado después por su propio hijo, Zeus.
El origen de la palabra «xρόνος» («kronos», «tiempo») es un debate viejísimo y muy enconado entre los etimólogos del griego antiguo. Aunque algunos lo relacionan con la raíz indoeuropea «*(s)ker» otros prefieren contentarse con la duda16. Nos consta incluso que los propios latinos ya se preguntaban por el origen del nombre de su dios análogo, Saturno, que muchos conectaban con «satus» (sembrado) y «satio» (cosecha) y relacionaban con la noción de la abundancia17. Y nos consta también que otros censuraban estos razonamientos, intuyendo que no eran verdaderos. Cicerón, sin ir más lejos, lo hizo el libro tercero de De natura deorum («Sobre la naturaleza de los dioses»), un diálogo del año 45 antes de Cristo. En aquel texto, Cotta, un escéptico, reprochaba a los estoicos su propensión a las falsas etimologías y ponía como ejemplo la que une el término «Saturno» y el verbo «saturare», «saturar», que consideraba simplona e irrisoria18.
Saturno ha sido también el mayor quebradero de cabeza para los responsables de poner nombre a los cuerpos del sistema solar durante la época moderna, la Royal Astronomical Society, que lo hizo desde su fundación en 1820, y la Unión Astronómica Internacional, que lo hace desde su fundación en 1919. Y lo fue porque el astrónomo John Herschel (hijo de William Herschel, precisamente el primer presidente que tuvo la Royal Astronomical Society) propuso en 1847 que los satélites de Saturno, el único titán entre los dioses planetarios, llevasen el nombre de Titán (en el caso de la luna mayor) y luego el de los otros once miembros del clan divino. En aquella fecha ya se conocían siete lunas (denominadas genéricamente «Saturno I, II, III, IV, V, VI y VII»), que recibirían entonces el nombre de Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán y Jápeto. Y de esta forma se reservarían cinco nombres más para los futuros descubrimientos. Esta idea tan cauta recibió la bendición de William Lassell («No puedo sino pensar que esta nueva nomenclatura es una gran mejora y que merece ser adoptada de forma generalizada19») y de la propia Royal Astronomical Society. Precisamente aquella decisión, que constituyó el primer ejercicio de planificación en la nomenclatura de los cuerpos del sistema solar, cimentó el reconocimiento generalizado de la institución como autoridad inapelable en esta materia.
Y, sin embargo, se ha dicho que aquella no fue la mejor decisión que pudo tomarse. Desde entonces se han descubierto ochenta y dos lunas en Saturno (las últimas hace tan solo unos días), que ya es oficialmente el planeta con más satélites en el sistema solar. Primero se les puso el nombre de los titanes restantes, como previó Herschel, y después se procedió con los descendientes de los titanes, pero ocurría que muchos (muchísimos) no servían. O se habían usado ya antes para designar a determinados cuerpos celestes (como Helios, Selene, Héspero y Fósforo, sin ir más lejos20) o ponían nombre a mares, ríos, cadenas montañosas y regiones de la Tierra (como la titánide Asia o los reyes legendarios Egipto y Egeo, por poner solo algunos ejemplos21). Y, además, para cuando los objetos se descubrían orbitando Saturno, algunos de los descendientes más prominentes del primer linaje de los dioses habían conferido ya su nombre a otros objetos del sistema solar (como los grandes asteroides Palas y Vesta, ambos ubicados en el cinturón de asteroides) o eran féminas que habían yacido con Zeus o que eran también sus propias descendientes (y si no ponían nombre todavía a una luna del sistema joviano la prudencia aconsejaba reservarlas para aquel). Aunque a veces quedó a mano alguna figura libre y razonablemente popular (como Pandora, Prometeo o Calipso) para bautizar a los nuevos satélites que iba incorporando Saturno, en otros casos se recurrió a figuras cuya filiación con los titanes se coge con alfileres (como el dios Pan, olímpico por parte paterna, pero hijo de una ninfa titánide por parte materna). También se recurrió por primera vez a dioses exclusivamente romanos, sin homólogo griego, como Jano. Hoy en día, entre las lunas de Saturno se cuentan los primeros dioses no grecolatinos del sistema solar: las lunas Ijiraq y Paaliaq, que aluden a divinidades de la cultura inuit, o Skadi, Jarnsaxa, Mundilfari y Surtur, entre otros, que son figuras de la mitología nórdica.
Urano, Neptuno y otras incorporaciones modernas
Y con esto llegamos a Urano y Neptuno, los dos últimos planetas del sistema solar, y los planetas enanos. Los griegos y los romanos desconocían su existencia y se les puso nombre en la modernidad, a medida que se fueron descubriendo.
William Herschel descubrió Urano en 1781, aunque fue Johann Elert Bode quien probó concluyentemente que aquello era un planeta y no un cometa. Se invitó a Herschel a que bautizara el cuerpo, pero pecó de falta de miras: propuso llamarlo «Georgium Sidum», la «estrella de Jorge», en honor al rey Jorge III de Inglaterra, y aquello se consideró (con razón) un acceso nacionalista que traicionaba la naturaleza universal de la nomenclatura de los cuerpos celestes. Por esa razón prosperó el nombre que le atribuyó Bode: Urano. Si después de Marte estaba su padre, Júpiter, y después de Júpiter estaba su padre, Saturno, parecía lógico que después de Saturno estuviese su padre, Urano. Cuando empezaron a encontrarse sus primeras lunas la mitología clásica era una mina que daba signos de agotamiento, así que se optó por una solución ingeniosa: que los satélites de Urano llevasen nombres de estilo griego extraídos de las obras de William Shakespeare. Estas lunas, de las que se conocen veinticinco hoy en día, tienen nombres como Titania y Oberón (de El sueño de una noche de verano), Miranda, Calibán y Sycorax (de La tempestad), Ofelia (de Hamlet), Cordelia (de El rey Lear), Julieta (de Romeo y Julieta) o Desdémona (de Otelo). En 1851 Lassell descubrió dos nuevos objetos que giraban alrededor de Urano, uno muy luminoso y otro muy oscuro, que fueron nombrados por esta razón Ariel y Umbriel, personajes de El rizo robado, del poeta inglés Alexander Pope. Poco después, otro satélite de Urano, Belinda, recibiría su nombre en honor a Pope en lugar de Shakespeare.
Neptuno, conocido desde 1846, fue el primer planeta que se encontró matemáticamente (por su interferencia gravitatoria en la órbita de Urano) y no mediante la observación. Cuando se confirmó con un telescopio que el planeta, en efecto, estaba donde lo números predecían que aparecería, dos personas se atribuyeron la autoría de los cálculos: el francés Urbain Le Verrier y el británico John Couch Adams, cada cual respaldado por las instituciones de sus respectivos países. Le Verrier propuso llamarlo como sí mismo, «Le Verrier», y el nombre llegó a calar entre los académicos franceses22, pero con el tiempo se impuso la opción de Neptuno, bendecida por la imparcial Academia de Ciencias de San Petersburgo. Dado que era imposible continuar con la línea paterna de los dioses (Urano, dios primigenio, no tenía padre) y a los académicos decimonónicos les parecía inconcebible que un planeta tan grande llevase el nombre de una diosa (detalle: las mujeres no pudieron formar parte de la Royal Astronomical Society hasta 1915), el hermano de Júpiter y dios del océano era la opción que parecía más natural para un planeta gigantesco e intensamente azul. Sus satélites, de los que hoy conocemos quince, llevan nombres como Tritón (el hijo de Neptuno), Proteo (pastor de sus manadas de focas), Nereida (el nombre genérico de las cincuenta ninfas del Mediterráneo, hijas de Nereo, otra divinidad marina) o Náyade (el nombre genérico de las ninfas de agua dulce).
Plutón se clasifica hoy como planeta enano y no como planeta propiamente dicho, pero durante cerca de un siglo se sumó al recuento tradicional de los planetas. Aunque Percival Lowell llegó a fotografiarlo inadvertidamente en 1915, un año antes de morir, el equipo del observatorio Lowell no confirmó su existencia hasta 1930. Fue el primer cuerpo del sistema solar bautizado por una mujer, Venetia Burney, que entonces contaba once años de edad. Entre las más de mil propuestas que tomó en consideración el observatorio Lowell fue la suya la que se dio por buena: Plutón, hermano de Júpiter y Neptuno, dios del inframundo. En el caso de sus lunas no se ha seguido una lógica genealógica sino temática, como en el caso de Neptuno, y todas recibieron, ya en nuestro siglo, nombres de figuras mitológicas griegas asociadas con los infiernos: Nix, Hidra, Cerbero y Estigia.
Con la creación en 2006 de la nueva categoría de los planetas enanos se suelen contar también los miembros de esta familia al hablar de los cuerpos más significativos del sistema solar. Cuatro están más lejos que el propio Plutón y se descubrieron en 2005: Eris (bautizado en honor a la diosa griega de la discordia; su única luna se llama como la hija de aquella diosa, Disnomia), Makemake (el dios creador del mundo de la mitología rapanui) y Haumea (diosa hawaiana de la natalidad). El quinto planeta enano está en el cinturón de asteroides, entre las órbitas de Marte y Júpiter, y fue descubierto en 1801. Aunque durante décadas algunos astrónomos solían llamarlo Hera, como la reina de los dioses griegos, el nombre que se asentó finalmente fue el de la romana Ceres, diosa de la fecundidad y las cosechas.
Nos dejamos, quizá para otra ocasión, los demás cuerpos del sistema solar: los del cinturón de asteroides y la Nube de Oort. No creemos posible completarlos en menos de veinte páginas. Se lo advertimos: era un embrollo. Pero confiamos en que le parezca, como a nosotros, un embrollo hermoso. Desde luego, conocer la nomenclatura del sistema solar reúne la cualidad más destacada de lo bonito, que es no tener utilidad. Al menos en nuestros días. Eso sí: puede usted atesorar algunas de estas curiosidades en su cabeza y luego hacérselas conocer a la siguiente generación, eso no estará de más. Los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos quizá lleguen a pisar el suelo de Europa o Titán, y los nietos de los nietos de sus nietos quizá caminen por Marte sin necesidad de escafandra. Y mirarán entonces a esa estrellita azul visible en su firmamento (recuerde: allí saldrá solamente al amanecer y al atardecer, pero no durante toda la noche) y querrán saber por qué sus habitantes le pusieron a Marte «Marte» y a Venus «Venus».
Notas
1 Debe notarse que en latín se recurría al nombre de los dioses en caso genitivo para aludir a los meses, los días, las festividades y otros intervalos del calendario que estaban consagrados a aquellos mismos dioses. En latín el 15 de marzo era «Idus Martii», por ejemplo, y a los miércoles se les llamaba «dies Mercurii». En parte, es probable que evitasen hacer lo mismo con los planetas para no facilitar confusiones.
2 Puede rastrearse fácilmente en muchas otras palabras que significan «sol»: el nórdico antiguo «sól», el antiguo anglosajón «swegl», el gaélico «haul», el avéstico «hvar» y el sánscrito «surya», entre otros casos.
3 Algunos piensan que «σέλας» podría emparentar lejanamente con la raíz indoeuropea «*leuk», que en griego también derivó en «λευκός» («leukós», en castellano «blanco») y en latín lo hizo en «lux» (en castellano «luz») y en la propia palabra «luna». Es también la raíz de la que deriva, a través del árabe, el nombre de Alicante (originalmente en griego «Ἄκρα Λευκή», «Akra Leuké», algo así como «Roca Blanca» o «Peña Blanca»).
4 Algo que consta por primera vez en los fragmentos que se conservan del Faetón de Eurípides, del siglo V antes de Cristo, donde los nombres de Helios y Apolo designan a una misma divinidad dependiendo del contexto. En época helenística pueden encontrarse algunas menciones a Helios como hijo de Apolo y otras en las que ambos comparten el mismo título, «Φοῖβος», «Foibos», en latín «Febo» (en castellano, «brillante»).
5 En innumerables textos históricos se menciona a «los caldeos», sin más, como la fuente de estos conocimientos astronómicos, pero debe notarse que en ese contexto casi nunca es un gentilicio verdadero. En latín se solía calificar como «caldeos» a los antiguos matemáticos y astrónomos de Mesopotamia. En realidad, las fuentes procedían, casi siempre, de las civilizaciones que hoy denominamos asiria y sumeria.
6 En De natura deorum («Sobre la naturaleza de los dioses »), escrito en el año 45 antes de Cristo, Cicerón sostiene que es precisamente el comportamiento errático de los planetas lo que anima su asimilación con los dioses: «En sumo grado maravillosos son los movimientos de las cinco estrellas, falsamente llamadas “planetas” o “estrellas errantes” (porque no se puede decir de una cosa que anda errante si conserva durante toda una eternidad movimientos fijos y regulares, hacia adelante, hacia atrás y en otras direcciones). Y esta regularidad es sobre todo maravillosa en el caso de las estrellas a las que nos referimos, porque unas veces se ocultan y otras veces se muestran de nuevo; unas veces se acercan, otras se retiran; unas veces van delante, otras veces van detrás, unas veces se mueven más aprisa, otras más lentamente, y aún otras veces no se mueven en absoluto, sino que permanecen estacionarias durante un cierto tiempo (…). Semejante regularidad en las estrellas, esta exacta puntualidad a lo largo de toda la eternidad a pesar de la gran variedad de sus trayectorias, me resulta a mí incomprensible sin una inteligencia y un designio racionales. Y si observamos estos atributos en los planetas, no podemos dejar de catalogarlos en el número de los dioses».
7A través de su incorporación al latín en «mercatus» («mercado»), puede rastrearse todavía en palabras como el alemán «Mark» o el inglés «market», además de en «comercio», «merced» y «mercenario», entre otros términos castellanos.
8 Al menos un sello del período Yemdet Nasr, comprendido entre los años 3200 y 3000 antes de Cristo, prueba que ya entonces los sumerios pensaban en Venus como un único planeta. Que sepamos a ciencia cierta, las primeras observaciones sistemáticas del astro tuvieron lugar en Babilonia en torno a los años 1700-1500 antes de Cristo. La copia más antigua de aquellos registros es la Tablilla de Venus de Ammisaduqa, del siglo vi antes de Cristo.
9 Se piensa que el nombre de la diosa Venus deriva del prefijo latino «venes-» (que caracteriza a lo que posee encanto o atractivo) y aquel de la raíz indoeuropea «*wen», relacionada con el deseo, el querer y el esfuerzo. Puede observarse en el inglés «want» («querer») o en multitud de palabras castellanas, como «veneración» o incluso «veneno» (un término que empezó aludiendo a los elixires del amor).
10 Desde la Vulgata de San Jerónimo, una traducción latina de la Biblia de finales del siglo iv, puede leerse en Isaías 14:12 la asociación directa de Satanás (el ángel caído de la mitología hebrea) con Lucifer (el hijo de la Aurora en la mitología romana): «¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones». Aunque el vínculo entre ambas figuras se acabó disipando, el trasvase del nombre de la una a la otra dura hasta nuestros días.
11 Titulado originalmente The Routledge Handbook of Greek Mythology y en España El gran libro de la mitología griega, publicado en 2008 por La Esfera de los Libros. Que no le engañe el título castellano, tan poco acertado; es un volumen de la casa Routledge que parte de la vocación de modernizar y ampliar el manual clásico de H. J. Rose, extremo que consigue con brillantez.
12 Hall, A.: «The Discovery of the Satellites of Mars». Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, vol. 38, pp. 205-209 (1878).
13 En muchos textos antiguos se atribuyen a los planetas apelativos que describen su tamaño, pero no debe tomarse como una alusión literal a sus dimensiones; los antiguos astrónomos se referían, más bien, a la magnitud de su brillo. En la Antigüedad no se pensaba en los planetas como cuerpos esféricos de tamaño variable describiendo órbitas en el vacío; en cambio se los consideraba fuentes de luz que ocupaban una posición fija en los «orbes», esferas translúcidas, giratorias y concéntricas. Había un gran orbe exterior donde se encontraban las estrellas (por eso todas se mueven al mismo ritmo); dentro de aquel, siete orbes concéntricos giratorios, cada uno menor que el anterior, en los cuales se engarzaban (de fuera adentro) Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la Luna (por eso cada cual se mueve a una velocidad diferente); y en el centro de todos estaba la Tierra (un cuerpo sólido, esférico e inmóvil). Precisamente porque los planetas brillan de forma desigual, y no más cuanto más cerca estén de la Tierra en este modelo, no se pensaba que los orbes fuesen equidistantes entre sí ni que los planetas brillasen todos con la misma intensidad: los había cercanos, pero poco brillantes (como Mercurio), y lejanos y muy brillantes (como Júpiter). En cuanto a las distancias concretas de los planetas (de los orbes) entre sí y respecto a la Tierra, Claudio Ptolomeo se limitó a calificarlas como inmensas en su Almagesto (aunque más tarde, en sus Hipótesis planetarias, aportó unos cálculos, pero significativamente errados). Por supuesto, en la Antigüedad clásica convivieron diferentes descripciones del sistema solar, algunas también heliocéntricas y que contemplaban la rotación de la Tierra, pero esta es la visión que gozó de mayor consenso y la que el éxito del Almagesto convirtió en predominante hasta bien entrada la Edad Media.
14 Si se lía usted con «Iuppiter» y «Iovis», los dos nombres del rey de los dioses, sepa que es completamente normal. «Iuppiter, Iovis» es un sustantivo irregular de la tercera declinación (de ahí esa diferencia morfológica tan notable entre el nominativo «Iuppiter» y el genitivo «Iovis») y «Iovis, Iovis» es un sustantivo regular de la tercera (en el que nominativo y genitivo tienen la misma forma). En la práctica, el caso genitivo de la primera palabra y los casos nominativo, vocativo y genitivo de la segunda son «Iovis».
15 Simon Marius: «Mundus Iovialis» (1614).
16 La partícula «*(s)ker», a la que se atribuyen un significado original relacionado con la corta, la siega y el cercenamiento pero también con la creación, tiene ramificaciones morfológicas y semánticas muy diversas en las lenguas modernas y muchos critican que se recurra a ella como «comodín» etimológico. Además, esta relación parece avalar la participación del Cronos griego en un mitema indoeuropeo sobre la creación, un extremo también muy discutido.
17 Durante las Saturnales, las festividades de Saturno, los romanos celebraban banquetes e intercambiaban regalos. En época imperial tardía se hizo que las Saturnales se solapasen con otra conmemoración, «Dies Natalis Solis Invicti», la natalidad de Sol Invicto, para favorecer su culto recién oficializado. Hoy son las mismas fechas en las que celebramos la Navidad.
18 «Por lo demás, ¿por qué sois tan aficionados a esos métodos alegóricos y etimológicos de explicar la mitología? La mutilación del Cielo por su hijo y análogamente el encarcelamiento de Saturno por el suyo, así como otras ficciones semejantes, las racionalizáis de tal manera que sus autores realmente parecen no solamente no haber sido unos pobres idiotas, sino hasta haber sido filósofos. En cuanto a vuestras etimologías, ¡sois realmente dignos de toda misericordia! Saturno es llamado así porque está “saturado de años”, Marte porque produce la “subversión de las cosas grandes”, Minerva porque “disminuye” o “amenaza”, Venus porque “visita” todas las cosas, Ceres viene de “gero”, producir. ¡Qué práctica tan peligrosa es esta! Os encallaréis, en efecto, en muchos nombres. ¿Qué haréis con nombres como “Vejovis” o “Vulcano”? Aun cuando, supuesto que creéis que el nombre Neptuno procede de “nare”, nadar, no habría ningún nombre cuya etimología no podáis averiguar claramente con solo alterar una letra; en esta cuestión me parece a mí que nadáis mejor que el propio Neptuno».
19 Lassell, W.: «Satellites of Saturn». Monthly Notices of the Royal Astronomical Society, vol. 8, pp. 42-43 (1848).
20 Para evitar confusiones, en particular a los astrónomos del futuro, es una norma no poner a los cuerpos celestes de una clase el nombre que ya hayan llevado otros cuerpos de esa misma clase, incluso cuando hayan caído en desuso o tales cuerpos fuesen solamente falsos positivos. La Unión Astronómica Internacional lleva este principio tan a rajatabla que en 2013 descalificó la candidatura del nombre «Vulcan» (en alusión al planeta ficticio de la franquicia Star Trek) en el concurso para poner nombre a dos lunas de Plutón, que finalmente recibieron el nombre de Cerbero y Estigia. «Vulcano» había sido el nombre de un planetaanunciado en 1859 por Urbain Le Verrier, el descubridor de Neptuno, cuya existencia se descartó definitivamente en 1915.
21 Podría argumentarse que Europa, el más pequeño de los satélites de Júpiter, violenta este mismo principio. Debe recordarse que, a diferencia de lo que ocurre en castellano y en otras lenguas romances con menos peso en las convenciones astronómicas, en inglés no reciben el mismo nombre esta luna de Saturno y el continente terrestre: la primera se llama «Europa» y el segundo, «Europe».
22 A la par muchos empezaron a llamar a Urano «Herschel», queriendo naturalizar que los planetas llevasen el nombre de sus descubridores. El diablo está en los detalles: llamando «Herschel» a Urano y «Le Verrier» a Neptuno también estaban equiparando sus descubrimientos, el de Herschel (completado necesariamente por Bode sin que Bode confiriese su nombre al planeta) con el del propio Le Verrier (completado por Adams sin que Adams confiriese su nombre al planeta).