El monólogo de un hombre acusado de pederastia es el epicentro de la novela 'Degenerado', que en su desarrollo desenfoca el primer plano del sospechoso para intentar levantar un memoria universal de la violencia
Para comprobar hasta qué extremos puede llegar la maldad de los hombres, bastaría con permitir que la turba biempensante y justiciera se ocupase de aquel al que, con razón o no, atribuyan alguna variante especialmente vistosa o singular de esa misma maldad. Ahí es donde sí se vería la crueldad, la inclemencia, el ensañamiento... Ésa es una de las tesis que sostienen la nueva novela de Ariana Harwicz, en la que se expone el discurso de un hombre enclaustrado (primero en su casa, protegido de la muchedumbre que le acusa de pederastia, y luego en la cárcel y ante el tribunal), un monólogo que desde la primera página se muestra flexible y desenfoca el primer plano del sospechoso protagonista para acoger a toda una polifonía que, a su vez, trasciende el asunto particular y trata de levantar una memoria universal de la violencia, desde Vietnam a las corridas de toros, de las intifadas a Stalin...
Si aparte de esa suerte de taxonomía deliberadamente desordenada Harwicz propusiera algún tipo de teoría sobre el mal, Degenerado sería más interesante. La novela se basa exclusivamente en una idea, no en una historia, pero es desde luego suficiente como narración pura, y viene a certificar la habilidad narrativa de la autora argentina. Es cierto que ha elegido un tema, digamos, ganador, casi un comodín (después volveré a esto), pero lo aborda desde un lugar incómodo y exigente tanto para el lector como, sobre todo, para ella, que ha de esforzarse para que el libro no se le vaya de las manos y para que ese tono continuo de melopea no fatigue al que lee.
También en los excesos puede haber iluminación, sin duda, pero de la misma forma que el acusado abusa de la paciencia de los jueces con sus supuestas sutilezas argumentativas ("El deseo es el deseo: cómo va a ser legislado"...), con sus contraejemplos, con sus propias acusaciones de hipocresía (o, en un momento especialmente desagradable -p. 45-, insinuando que la pedofilia es también anticapitalista: es tremendo que baste soltar algo así para que tu literatura sea calificada de política, y, lo que es peor, admirada automáticamente por ello...), Ariana Harwicz se arriesga ante el lector desplegando la insolencia logorreica de su protagonista, su intensidad provocadora, su ideología desquiciada, su discurso pedante. La autora parece haberse propuesto dibujar a alguien odioso hasta el extremo... aunque inocente. Ése es tal vez el mayor acierto de la novela: permitirnos presenciar cómo alguien a quien se acusa de algo terrible puede inmolarse al decidir defenderse llevando hasta el extremo el debate sobre el origen y la naturaleza de lo oscuro, preguntándose en voz alta dónde están las fronteras, proponiendo paradojas o incoherencias, increpando a los jueces y a la sociedad, y multiplicando así la indignación y las ganas de lincharle: "El bien puede ser terrorífico, y el mal, redentor. El bien puede ser nocivo, culpable y el mal ayudarnos a sobrevivir".
Eso último es exacto: hay muchos autores (y algunos realmente buenos) a los que el lado tenebroso de la realidad les ha salido muy rentable. Y aquí es a donde queríamos llegar: tal vez este libro, literariamente aceptable, puede servir como pretexto para empezar a pensar por qué en nuestro sistema literario eso que la actualidad conoce como "lo chungo" es algo así como un atajo hacia el prestigio, casi una garantía de éxito.
De un tiempo a esta parte los autores angustiosos (que no necesariamente angustiados) pueden mirar por encima del hombro a quienes funcionamos con una visión un poco más amable de las cosas, porque se diría que un libro que no parta del presupuesto elemental de que la vida es un asco no merece ser siquiera considerado (también sucede en la poesía, y en el ensayo, y por supuesto en el cine o el teatro, donde el conflicto -cuanto más escabroso mejor- constituye el meollo mismo del asunto).
Para escarbar en la realidad y pensar en el mundo, partirían con ventaja quienes declaren una visión cruda o desengañada, que parecen estar en contacto con secretos y verdades a los que los demás, ingenuos y candorosos, no podríamos acceder... Ahora los "raritos" somos nosotros.
Cualquier lector inteligente, o cualquiera que haya leído cien libros, sabe que esa moda, por ser moda, es una patraña, pero a la vez hay algo preocupante en que tal despropósito haya cobrado solidez. Uno piensa más bien que la verdadera inteligencia casi siempre es bondadosa, que no puede haber sabiduría real si no se mira el mundo con cierta jovialidad de fondo -o por lo menos sin esa repugnancia estéril- y, por supuesto, con filantropía. El amor a la vida no sólo es un buen punto de partida para la creación, sino, volviendo a ello, también para la literatura de intenciones políticas. Pienso en la desde ahora centenaria Iris Murdoch, y su extraordinario El Libro y la Hermandad, como ejemplo de literatura incisiva, sonriente, aguda, eficaz, convincente, talentosa y de verdadera izquierda, sin ninguna necesidad de sobreactuar en la foto de solapa.
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