Lo primero que conocí de Béziers fue el Cementerio Viejo. No era, creo, algo especialmente premeditado por mi guía, pero visto ahora con la perspectiva de unos meses tiene cierta coherencia con el hecho de que la primera vez que oí hablar de esa ciudad fue dentro de aquella terrible anécdota de la cruzada cátara, cuando el obispo sentenció a muerte a todos los habitantes de Béziers en la seguridad de que Dios ya sabría distinguir los buenos cristianos de los herejes.
Famosa por su pasado y los estragos de aquellas guerras de religión, lo cierto es que Béziers no es ni mucho menos una ciudad que esté más relacionada con la muerte que otras, pero sí está llena de historia y, entre tantas épocas y tantos hechos, algunos hay bastante luctuosos.
Una historia, por cierto, que deja su sello también en el precioso cementerio, con su colección de bellísimas estatuas que hablan de una ciudad extraordinariamente rica a finales del siglo XIX y principios del XX, pero también en unas llamativas placas metálicas que recuerdan a hijos de Béziers, no pocos, que murieron en la I Guerra Mundial.
Del cementerio al centro hay un trayecto no demasiado largo en el que ya empiezo a conocer algunas de las partes más bonitas de Béziers, que tiene sobre todo dos zonas históricas muy diferentes, pero igualmente atractivas.
La primera es la que rodea la catedral y trepa hasta ella por la pequeña colina cuya cima ocupa el templo. Calles estrechas y en curva que se abren en pequeñas plazas en las que es posible elevar la mirada y disfrutar del cielo azul. Calles de casas sencillas, altas y algo desgastadas, con fachadas que toman colores intensos al caer la tarde y que forman un conjunto muy atractivo por el que pasear en soledad.
Junto a la catedral se abre una explanada amplia que contrasta con las calles estrechas por las que llegamos a ella. Allí, dando la espalda a la curiosa fachada que de no ser por el enorme rosetón se podría confundir con la de un pequeño castillo, el panorama se expande y hace visible una enorme llanura de campos verdes y pequeños pueblos que se pierden casi hasta el infinito. Un paisaje muy francés, vaya, que sólo se rompe por la mancha azul del Orb y la algo más marrón del Canal du Midi. ¡Y qué hermosa es Francia desde la catedral de Béziers!
La Béziers más rica
La ciudad vivió un auténtico boom económico a finales del siglo XIX y principios del XX, y eso ha dejado huella en una segunda zona histórica en la que las calles estrechas se convirtieron en avenidas más amplias e incluso bulevares, y los edificios modestos dejaron paso a fincas señoriales y hermosas, de un estilo muy francés pero también con toques locales, que efectivamente nos hablan de una burguesía que tenía mucho dinero y, además, quería gastarlo y hacer visible su riqueza.
Una Béziers que se encierra en el triángulo que forman la calle de la República, la avenida de Alphonse Mas y el largo paseo dedicado al héroe local: Pierre-Paul Riquet, el genio de cuya cabeza y voluntad nació el Canal du Midi.
En esta zona encuentro amplios espacios públicos en los que los indígenas disfrutan del sol del otoño, como el bulevar Jean Jaurés, y plazas algo más recoletas con cafés y restaurantes que a mediados de octubre aún sacan sus sillas a la calle y en los que se come francamente bien por precios bastante razonables. Una de ellas, la del Ayuntamiento, tiene un encanto especial cuando cae la noche y la fachada del consistorio se ilumina de azul blanco y rojo, los colores de la bandera francesa que lucen, se diría, con orgullo republicano.
De anfiteatros y esclusas
A la mañana siguiente recorro de nuevo la parte más antigua de Béziers con la intención de ver mejor el antiguo anfiteatro romano o, mejor dicho, los restos casi invisibles de la antigua construcción, que eso sí ocupan un espacio amplio -el que llenaba la obra romana- que es ahora una especie de plaza curiosa de viejas y bonitas partes traseras.
Aprovecho también para visitar la catedral, edificada sobre las ruinas de la que ardió durante la cruzada contra los cátaros y en la que se dice que perecieron cientos de personas encerradas en su interior. Es un edificio de un gótico hermoso y sencillo, excepto en el altar, al que nada separa de las preciosas cristaleras del ábside y que tiene una decoración posterior más recargada, que no logra romper el equilibrio del conjunto.
El claustro, junto a la iglesia, es también gótico y no demasiado grande, pero sí bastante bonito. Está decorado con algunas estatuas y es un lugar extraordinariamente calmo, ideal para que el viajero se tome un tiempo de descanso.
Y hablando de Riquet…
Para dejar el centro de histórico de la ciudad hay que buscar el puente moderno que cruza el Orb en paralelo al llamado Puente Viejo. A la salida de este viaducto mucho menos interesante hay una plaza junto al río desde la que la ciudad, el puente y el reflejo de ambos en las aguas nos ofrecen una de esas vistas perfectas que, incomprensiblemente, no está atestada de fotógrafos cuando la visito.
Además de para disfrutar de la vista hay que salir de la ciudad histórica porque en el exterior, pero muy cerca, están las dos atracciones más llamativas de Béziers, ambas relacionadas con el Canal du Midi que construyera Riquet, el genio local del que les hablaba antes.
Una de ellas se debe a la increíble destreza ingenieril del propio Riquet: las Esclusas de Fonséranes que son el punto más espectacular tanto visual como técnicamente de todo el Canal: ocho esclusas consecutivas -seis de ellas pegadas- que permitían a las embarcaciones salvar un desnivel de 21 metros en poco más de 300 metros de recorrido.
Dos de ellas ya no se usan pero aún así la escalera que forman las seis restantes es increíble, y ver a uno de los barcos que recorre el canal -hoy en día todos embarcaciones turísticas y de recreo- superar rítmicamente las barreras es un espectáculo excepcional e hipnótico.
Si además pensamos que estamos ante una obra creada en el siglo XVII la boca abierta nos puede durar un par de horas. Para hacernos una idea aún mejor de la maravilla de ingeniería y tecnológica que supuso el Canal du Midi una antigua posada en la parte de arriba de las esclusas es hoy un centro de interpretación muy interesante. Además, su restaurante con preciosas vistas sobre la ciudad un poco en la lejanía es una parada no sé si imprescindible, pero desde luego muy placentera.
La segunda obra no es tan alucinante como las esclusas y es una mejora bastante posterior -de mediados del siglo XIX- pero no deja de ser una estampa maravillosa: el acueducto sobre el Orb que los barcos superan en su tranquilo viaje por el Canal du Midi.
Es un puente grande y robusto por cuya parte superior los barcos se deslizan despacio, como frenando para disfrutar la sensación que debe de tener algo parecido a volar como si la nave se hubiera encantado de repente. Mientras, desde la orilla los peatones nos maravillamos ante una escena que tiene algo de paradoja -¿qué hace el barco arriba del puente y no debajo?- y a lo lejos la catedral contempla el río y el canal y las esclusas y el acueducto quizá también sorprendida y seguramente un poco celosa, viendo como el ingenio comercial logró levantar esas obras tan prácticas y maravillosas que le roban casi todo el protagonismo a las que edificó la fe.
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