La iglesia cristiana de Abuna Yemata Guh, en la región de Tigray, al norte de Etiopía, parece que está más cerca del cielo que ninguna, y para acceder a ella no hace falta ser escalador, pero casi. Tras 45 minutos de ascensión desde la carretera, el camino se detiene al pie de un muro de roca de unos ocho metros que sirve de defensa natural, lo que le da al centro de culto su carácter inexpugnable y lo ha preservado desde el siglo XIII. Estamos en una de las más bellas estribaciones de las montañas Gheralta: unos redondeados y grandes farallones de piedra casi verticales rodeados de una amplísima llanura. La pared vertical está convenientemente horadada para ser escalada sin demasiado esfuerzo, aunque es recomendable hacerlo siempre con ayuda (los turistas que lo deseen son asegurados con arneses y cuerdas). Superarla merece la pena: después de dos o tres cuestas (en cuyos laterales se pueden ver osarios humanos al aire libre) se alcanza una cornisa de roca natural que a modo de pasarela permite acceder al templo. A pesar de ser suficientemente ancha para recorrerla sin peligro, el vacío que se abre a los pies del viajero, a 762 metros de la llanura, sobrecoge, una emoción que se acrecienta al acceder a la cueva. Un hueco en la roca da paso a esta espectacular y recoleta iglesia, con un interior que alberga sus pinturas murales, una conmovedora labor pictórica de suelo a techo. De estilo bizantino, nos retrotraen al primitivismo cristiano: figuras toscas, hieráticas, de enorme intensidad expresiva, de una frontalidad aún más intensificada por el tono oscuro de la piel y sus esponjosas cabelleras negras, que chocan con cualquier representación religiosa occidental. Aquí, la Virgen, los santos, los apóstoles, los arcángeles son abisinios. El objetivo de los artistas era eminentemente didáctico para un pueblo por entonces no solo iletrado, sino también aislado del exterior.
Con iglesias como la de Abuna Yemata Guh, Tigray es la excepción de la excepción. Que esta región de Etiopía, que cuenta con los menores índices de desarrollo en un país manifiestamente pobre, acumule el mayor patrimonio cultural y espiritual de la nación es, cuando menos, sorprendente. Un extraordinario patrimonio, solo conocido en su conjunto a partir de 1966, que consta de unas 153 iglesias cristianas construidas entre los siglos X y XV (aunque se estima que quedan por descubrir bastantes más) en una región como el cuerno de África, abrumadoramente musulmana desde hace un milenio. Lo es aún más si se tiene en cuenta que todas ellas están excavadas en afloramientos a casi 2.000 metros de altitud que suponen las últimas estribaciones del macizo abisinio antes de descender abruptamente hacia la depresión del Rift.
Esa excepción que es Tigray está dentro de otra que es Etiopía. Y no solo porque la tradición sitúe aquí el reino de Saba y convierta a los etíopes, tras los amoríos de su reina con Salomón, en descendientes directos del monarca de Israel y en custodios del Arca de la Alianza tras una accidentada peregrinación desde Jerusalén. También por la presencia del cristianismo de manera ininterrumpida desde el siglo IV y, más aisladamente, desde el VII. Precisamente esa insularidad religiosa ha convertido al cristianismo etíope en una rareza, toda vez que, en su primitivismo, mantiene ritos y formas muy próximos a los expuestos en la Biblia y unas profundísimas semejanzas (observancia del sabbat,días regulares de ayuno, la circuncisión al octavo día…) con el judaísmo. Solo así, sabiendo su excepcionalidad, conociendo su aislamiento, concibiendo Tigray no como una parte de la moderna Etiopía, sino como el origen de la antigua y potente Abisinia, se puede entender la importancia de estos templos, que permiten un salto único a los orígenes de los primeros cristianos.
Para llegar a Abuna Yemata Guh hemos salido por carretera desde Mekele, la capital de Tigray (a una hora de avión de Adis Abeba), en dirección a Adigrat. Aquí se concentra la mayor parte de las iglesias. Y, en concreto, en las cimas de las montañas de Gheralta. Son muchas aunque no todas de tan difícil acceso. Maryam Korkor, Daniel Korkor, Yohanis Maijudi, Tekla Haymanot, Abuna Abraham Debre Tsion… Y así, decenas de nombres con ligeras reminiscencias hebreas (el ge’ez, del que procede el amhárico, el idioma de Etiopía, es una lengua semítica hermana del hebreo y del árabe) cuya visita permite un periplo casi imposible hoy día: aquel que sitúa al viajero en el punto más cercano al origen de algo.
A ras de suelo
Esa sensación de volver a lo primigenio se siente especialmente en la iglesia de Abreha we Atsbeha, a pocos kilómetros del pueblo de Wukro. Su nombre viene de los dos hermanos gemelos emperadores de Axum que fueron convertidos al cristianismo en el siglo IV, y la monumentalidad del recinto da cuenta de su significación. La fachada está tallada sobre una impresionante pared de piedra que corta en seco la suave y pedregosa colina de acceso, ahora semioculta por un pórtico de estilo italiano añadido. La iglesia, rodeada de un alucinante paisaje de tierras rojizas tapizadas de verde africano, tiene una distribución heredada del judaísmo que es similar en todos los templos: planta octogonal o circular, orientación oeste-este (puerta de acceso-altar) y tres partes bien diferenciadas. La primera es el sanctasanctórum, oculto siempre tras cortinajes y cuyo acceso se permite exclusivamente al sacerdote; dentro se venera el tabot, un pequeño cofre que se repite en cada una de las iglesias etíopes y que guarda una copia del Arca de la Alianza. Le siguen el keddesh, donde el sacerdote proclama las santas escrituras, y el coro, donde los fieles las reciben. Unas escrituras igualmente muy particulares, procedentes del Antiguo y el Nuevo Testamento, pero también de otros libros considerados apócrifos por el resto de cristianos pero que aquí marcan el ritmo de la espiritualidad en ge’ez, el latín de la Iglesia etíope, de más de 2.000 años de antigüedad. No todos los lugares impactantes son excepcionales. Tigray sí lo es.
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