Hay momentos en la historia de la humanidad que requieren diligencia, seriedad y buen porte, pero no seré yo quien se vista el traje del emperador para hablarles de un desencanto que desató una revolución, de una duda que inauguró un nuevo capítulo de libertad en el mundo, de ese terrible huracán llamado Martín Lutero (1483-1546). Sin embargo, como abrigo la malsana intención de hacerme pasar por un buen cronista, empezaré por el principio. Hace quinientos años, un monje agustino, aparentemente del montón, crecido en la dignidad de la pobreza y en la nobleza del trabajo duro, criado en la periferia de una Alemania bien abastecida aunque sin muchas ambiciones intelectuales, sufrió una inmensa decepción.
Así comienza la historia de las 95 tesis de Wittenberg.
Pero ¿qué ha hecho que Lutero haya pasado a la historia y hoy, cinco siglos después, su nombre siga bailando de boca en boca? Para unos fue un demente que contradijo los intereses de la Iglesia católica; para otros, un rebelde que se enfrentó al papa; para los de más acá, un lunático que se atrevió a traducir los evangelios al alemán; para los de más allá, el fundador de una nueva Iglesia que democratizó la Biblia; y para el resto, un teólogo excepcional que destapó la corrupción eclesiástica del Vaticano. Siempre nos faltarán preguntas para desvelar su intrincada personalidad y todas las respuestas son ciertas sin serlo del todo. Dado que él mismo fue proclive a la postura, al juego estilístico y al enmascaramiento literario, no sorprende que realizar un estudio sobre su obra siempre haya entrañado tantas dificultades.
Su vida y su teología fueron lo mismo. Por eso, en un intento por desbastar de rumorología esa piedra preciosa que es la verdad, España también se ha hecho eco de la impronta histórica de Lutero y se han traducido varios libros. No son los únicos, pero señalaré dos muy interesantes. El de Lyndal Roper, historiadora en la Universidad de Oxford, titulado Martín Lutero. Renegado y profeta (Taurus, 2017), una biografía monumental cuyo subtítulo nos advierte ya de la dúplice personalidad de nuestro fraile. Y el de Thomas Kaufmann, un notable teólogo de la Universidad de Gotinga, titulado Martín Lutero. Vida, mundo, palabra (Trotta, 2017). Me permitiré añadir un tercero, una biografía pionera en su tiempo, antigua pero clásica, la de James Atkinson: Lutero y el nacimiento del protestantismo (1968), todavía vigente y desgraciadamente olvidada, a expensas de —¡editores del mundo, venid!— una necesaria reedición. Vayamos por partes.
Kaufmann afirma que Lutero dejó tantas anotaciones de sí mismo como no se había visto hasta entonces en ningún otro teólogo, ni medieval ni contemporáneo. Creía que la gracia divina se basaba en la misericordia de Dios y no en la dignidad humana. De pronto una abrumadora seguridad en sí mismo podía dar paso a una recaída fulminante de recia y obstinada indignidad. No fue un teólogo entre dos siglos, sino un testigo excepcional de dos eras: la «oscuridad» de la Edad Media y esa aurora del mundo que llamamos Renacimiento. Medieval cuando se revolvía en la baba del remordimiento mientras sentía el aliento del diablo en la nuca, encarnaba los más grandes ideales humanistas cuando apelaba a la promesa del hombre en la tierra. La correosa presencia del diablo, al que con rabia y resentimiento llamaba «el calumniador» o «el tergiversador», explica esa sensación a veces tan negativa que tenía de sí mismo. Consideraba que no existía mediación posible entre el hombre y Dios, y esta idea terminó dinamitando la autoridad de la Iglesia.
La modestia no fue su mayor virtud. A raíz de varios rumores en los que se anunciaba la llegada de un eremita que acabaría con el papado, Lutero se concibió a sí mismo como un último testigo antes del fin de los tiempos, y esto apuntaló su convencimiento de estar bajo vocación divina. Llegó a equipararse con el mismísimo profeta Isaías y se enorgullecía no de estar exponiendo una nueva enseñanza, sino de haber redescubierto el antiguo mensaje de la Biblia. «¿Habrían de estar todos los demás equivocados y además durante tanto tiempo?», se preguntaba. Su atrevimiento fue mayúsculo, pero lo cierto es que la teología escolástica, rectora tradicional de la vida religiosa, era incapaz de dar respuesta a sus inquietudes. Cuando en 1512 se doctoró, convertido ya oficialmente en un predicador de la Escritura, su misión pasó a ser un imperativo categórico que exigía fidelidad incorruptible y lealtad innegociable. De hecho, una vez acusado de hereje, adopta para sí —y «por la gracia de Dios»— el epíteto de ecclesiastes (predicador) o, lo que es lo mismo, evangelista.
Su vehemencia fue inaudita para un día cualquiera del siglo XVI, pero esa decepción tenía una explicación: el papa León X llevaba a cabo una voraz campaña de compraventa de indulgencias para financiar la construcción de la casa de Dios en la tierra, San Pedro del Vaticano. Incapacitado para medir la repercusión de sus actos, Lutero replicó sin dilación y —narra Melanchthon— el 31 de octubre de 1517, en las puertas del castillo de la iglesia de Wittenberg, colgó un centenar de premisas escritas (conocidas más tarde como Las 95 tesis) con las que pretendía discutir sobre el valor de las indulgencias. Nunca pudo prever que ese gesto había inaugurado la disolución de la Iglesia católica. Sobrecoge que lo hiciera —y estas fueron sus palabras— «por amor a la verdad».
Hay que remontarse unos años atrás. En 1510 Johann von Staupitz, vicario de la orden agustiniana en Alemania, confesor, amigo y padre espiritual de Lutero, lo envía con una delegación que sale hacia el Vaticano para resolver ante el papa (entonces Julio II) algunos asuntos conventuales de carácter administrativo. Al llegar a Roma, Lutero hincó las rodillas en la tierra y besó el suelo en memoria y respeto por ese lugar regado con la sangre de los mártires. La experiencia le sirvió para reafirmarse como alemán, pero Roma seguía siendo el vientre materno de la cristiandad. No debe sorprendernos, sin embargo, que con el tiempo se refiriera a ella como «ubi est sedes Diaboli», que no hace falta ni traducir. En un famoso soneto, el mismo Miguel Ángel, algunos años más tarde pero igualmente alertado por esa Ciudad Eterna convertida en una Nueva Gomorra, roída de agujeros, sucia y lamentable, dejó por escrito: «Aquí se hacen yelmos y espadas de los cálices, y la sangre de Cristo se vende a manos llenas […]».
Expedidas por León X bajo prerrogativa de salvación, las bulas papales tenían la finalidad de financiar esa gigantomaquia arquitectónica de San Pedro. A tal efecto, Johann Tetzel, un dominico depravado y abyecto, propagó por la periferia germana la fórmula perfecta por la cual los fieles ya no tenían que —en palabras de Friedrich Myconius, un famoso cronista protestante— «renunciar al adulterio, al puterío, a la usura, a la adquisición injusta de bienes y a otros pecados y maldades». Tetzel anunciaba dichas indulgencias con un gracejo despiadado, al compás de una salmodia que decía: «En cuanto la moneda suena en el cofre, un alma salta del purgatorio». Y los fieles, temerosos, concurrían; y Roma, potentada, silenciosa, sonreía.
Así las cosas, la pregunta se antoja inevitable. ¿Qué dijo Lutero en esas 95 tesis para levantar tanto revuelo? La Disputación acerca de la determinación del valor de las indulgencias, como se llamó en origen esa página de fuego, no es más que el testamento de un hombre que no soporta la calumnia. Desacredita al papa como administrador de los pecados: «El papa no quiere ni puede remitir culpa alguna» (5). Increpa al clero por hacerle la cama al Vaticano: «Mal y torpemente proceden los sacerdotes que reservan a los moribundos penas canónicas en el purgatorio» (10). Entonces comienza a usar la artillería pesada: «En consecuencia, yerran aquellos predicadores de indulgencias que afirman que el hombre será absuelto, a causa de las indulgencias del papa, a la vez que salvado de toda pena» (21). Advierte al contribuyente de que está siendo burlado: «Por esta razón, la mayor parte de la gente es necesariamente engañada por esa indiscriminada y jactanciosa promesa de liberación de las penas» (26). Se atreve, incluso, a lanzar dagas de una ironía sin precedentes: «¿Quién sabe, acaso, si todas las almas del purgatorio desean ser redimidas?» (29). Y esboza una noción de derecho espiritual que anula el poder de la Iglesia: «Cualquier cristiano verdaderamente arrepentido tiene derecho a la remisión plenaria de pena y culpa, aun sin carta de indulgencias» (36). Después explica el nudo central de su malestar y prescribe el modo correcto de guiar a los fieles: «Hay que instruir a los cristianos que aquel que socorre al pobre o ayuda al indigente realiza una obra mayor que si comprase indulgencias» (43). Hace gala de una ingenuidad ¿impostada? al referirse al vicario de Cristo: «Si el papa conociera las exacciones de los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de San Pedro se redujese a cenizas antes que construirla con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas» (50). Asevera con vehemencia grandiosa: «Vana es la confianza en la salvación por medio de una carta de indulgencias, aunque el comisario y hasta el mismo papa pusieran su misma alma como prenda» (52). Y sigue sin temblarle la boca: «Los tesoros de la Iglesia, de donde el papa distribuye las indulgencias, no son ni suficientemente mencionados ni conocidos entre el pueblo de Dios» (56). Alecciona con citas de autoridad: «San Lorenzo dijo que los tesoros de la Iglesia eran los pobres» (59). Vuelve al principio: «Los tesoros de las indulgencias son redes con los cuales ahora se pescan las riquezas de los hombres» (66). Avisa al papa —guiño, guiño, codazo— de la malversación de sus agentes: «Pero tienen el deber [los obispos y los curas] aún más de vigilar con todos sus ojos y escuchar con todos sus oídos, para que esos hombres no prediquen sus propios ensueños en lugar de lo que el papa les ha encomendado» (70). Mientras, no se resiste a contener su terco y monumental afán de verdad: «Es blasfemia aseverar que la cruz con las armas papales, llamativamente erecta, equivale a la cruz de Cristo» (79). Casi para terminar, dando un puñetazo en la mesa, dice: «¿Qué es esta nueva piedad de Dios y del papa, según la cual conceden al impío y enemigo de Dios, por medio del dinero, redimir un alma pía y amiga de Dios, y por qué no la redimen más bien a causa de la necesidad, por gratuita caridad hacia esa misma alma pía y amada?» (84). Y concluye de forma magistral: «Que se vayan, pues, todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo: “Paz, paz”, y no hay paz» (92) y «Que prosperen todos aquellos profetas que dicen al pueblo “Cruz, cruz” y no hay cruz» (93), para acabar advirtiendo que la única garantía que tiene el cristiano para entrar en el cielo es la tribulación y no una «ilusoria seguridad de paz» (95).
Si bien no podemos calibrar la dimensión exacta de estas palabras, no es difícil imaginar a León X revolverse sobre sí mismo al leer semejantes disparates que, como un brote de peste, estaban dando al traste con la campaña de marketing de su opulenta Iglesia. Y todo por culpa de ese «monje borracho», como decían sus detractores. Lutero no debió ser muy consciente (o consciente del todo) de lo neroniano que era este papa, puesto que no perdía la oportunidad de tirar piedras donde más debieron dolerle: «¿Por qué el papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ricos, no construye tan solo una basílica de San Pedro de su propio dinero, en lugar de hacerlo con el de los pobres creyentes?» (86). El hijo de Lorenzo el Magnífico debió de enfurecer.
En realidad lo único que despertó en Lutero esa rabia furiosa fue Johann Tetzel, en el que debía estar pensando cuando dijo: «Es un disparate pensar que las indulgencias del papa sean tan eficaces como para que puedan absolver a un hombre que, por hablar de algo imposible, haya violado a la madre de Dios» (75), recordando las palabras con la que este mercenario blasfemo predicaba las indulgencias del papa.
Después, tal y como apunta Atkinson, «Lutero se encontró con el torbellino de la Reforma, pero nunca lo buscó». El Vaticano quería quemarlo vivo y los príncipes alemanes se resistían a que fuese juzgado en Roma sin el blindaje imperial de un salvoconducto que garantizara su seguridad. Por eso, la Dieta de Worms de 1521 sigue siendo un acontecimiento histórico que resume y explica una parte fundamental de su obra, que es su vida, y la tenacidad que le ha hecho pasar a la historia.
La Dieta era una asamblea general convocada por los príncipes electores en la que exponían, dirimían y transmitían ante el emperador diversos asuntos, necesidades y solicitudes de los territorios alemanes. Lutero no estaba solo. Fue Georg Spalatin, un poderoso humanista, capellán y consejero del príncipe Federico de Sajonia, hombre de confianza de este último e influyente amigo de Lutero, además de preceptor del futuro elector Juan Federico, quien se coló en mitad de la reunión para tramitar el caso. Ayudado por los príncipes, logró que Carlos V acabase concediendo audiencia a Lutero, y así las cosas, el 26 de marzo, en Semana Santa, tras una rabiosa acusación del cardenal Aleandro en Miércoles de Ceniza (13 de febrero de aquel año), llegaba a Wittenberg el requerimiento oficial que convocaba a Lutero a declarar en presencia del emperador. La misiva no decía explícitamente que tuviera que revocar sus afirmaciones, sino proporcionar «información sobre sus doctrinas y sus libros», pero Lutero guardó el documento porque —opina Roper— «sabía que era un momento histórico».
«Aunque hubiese tantos diablos en Worms como tejas en el tejado, de todas formas yo habría ido», dijo más tarde Lutero. Worms era una olla a presión. Lo describió un humanista: «Aquí sucede lo mismo que en Roma, con crímenes y robos; todas las calles están llenas de prostitutas; aquí no hay Cuaresma, sino justas, prostitución, comer carne, cordero, pichones, huevos, leche y queso, y ocurren cosas semejantes a las de la montaña de la Diosa Venus». Bajando del carro, se cuenta que Lutero se dijo a sí mismo: «Dios estará conmigo». Y Dios estuvo con él.
De tener que retractarse, jamás hubiera ido; pero si, por el contrario, el emperador lo hubiera convocado para condenarlo a muerte como un criminal, «Offeram me venturum», fue su respuesta: «Me ofrecería a ir personalmente». Sabía que su honestidad lo haría vencer incluso ante la muerte y, urdiendo un plan escenográfico maestro, se hizo presentar como un mártir. No solo no le salió mal, sino que fue un éxito sin precedentes.
De camino a Worms paró en algunas ciudades. Peter Suave, un aristócrata que lo acompañaba, equiparó su entrada en Erfurt con el adviento de Cristo en Domingo de Ramos. Un anónimo pudo recordar el sermón que había pronunciado y, un día más tarde, ya estaba en imprenta. El 16 de abril, al llegar a Worms, fue recibido y aclamado por dos mil personas, repito: dos mil personas (Worms tenía unos siete mil habitantes). Un monje, viéndole apearse, se adelantó y acarició su manto tres veces, como si fuera un santo. La fama de Lutero en 1521 era idéntica a la decepción que lo había llevado hasta Worms, inmensa. Se rumoreaba una posible conspiración para envenenarlo. No fue así. «El valor que demostró en Worms corta el aliento», dice Roper. Ni tan siquiera la proclama de un grupo de españoles a la voz de «¡Quemadlo! ¡Quemadlo!» pudo con él. Por suerte los alemanes no nos entendieron, y el emperador tampoco. Como si Lutero hubiese pronunciado aquella frase majestuosa y antigua de Julio César, «fui, vi, vencí», casi sin quererlo, se había vengado con la misma moneda de Roma.
Dos días más tarde Carlos V redactaba una carta de su puño y letra en la que se alineaba con la tradición y la Iglesia. El problema central era la autoridad para interpretar la Biblia, y aquí Roper lanza una observación de oro que lo resume todo: «La certeza interior de Lutero se debía a que identificaba su causa con la de Cristo: quien no compartía sus puntos de vista no tenía autoridad a la que apelar». Es justamente esto. Lutero había alimentado ese paralelismo con cualquier pretexto aleatorio desde hacía años, desde los tiempos de la universidad en los que escuchaba aquellas profecías en las que tan gustosamente se veía reflejado, y por eso no es sorprendente que llegase a decir: «Aunque no soy un profeta, tengo sin embargo la certeza de que la palabra de Dios está conmigo y no con ellos, pues yo tengo para mí la Escritura y ellos solamente su propia doctrina».
La intensidad guio sus actos. Y lo que hace que sea perfectamente actual en el siglo XXI es la necesaria inclusión de la honestidad en todos los ámbitos de la vida. Sorprende, en cambio, que el mismo hombre que se estremecía con la palabra de Dios (una famosa anécdota narra el pánico de su primera misa cuando, delante de su padre, tuvo que pronunciar las palabras tibi aeterno Deo et vero) fuera capaz de hacer chascarrillos a costa de la divinidad. Hasta en la frivolidad fue moderno. Ninguna formalidad define la verdad de la vida. Y ese concepto, muy próximo al de la contrición, el arrepentimiento y, en suma, a la defensa paulina de la justificación por la fe, fue el nudo gordiano de su religiosidad y lo que subyacía al mensaje de Las 95 tesis.
Su vida fue como trocar en una procesión triunfal lo que pudo ser un martirio espantoso. Y dice Atkinson: «Para el lector puede resultar molesto, incluso embarazoso, descubrir que la principal preocupación de Lutero era predicar a Cristo», y, a pesar de que «demasiada gente buscaba en la Reforma un interés que era poco más que buscarse a sí mismo», es precisamente por eso por lo que sigue vigente. Tal como decía la máxima de Heráclito: «Carácter es destino». Y su carácter ha permanecido a través de al menos cinco virtudes que lo han recubierto con el manto de lo universal y que nos han permitido usar la palabra «luterano» con propiedad: rectitud, determinación, integridad, habilidad e independencia. Virtudes que, en un sentido moderno, él funda.
Pero el mensaje original de Lutero acabó corrompido, maltratado, prostituido. Él, sin embargo, se trascendió a sí mismo. Y su sombra fue larga, larguísima. No es casual que en un libro póstumo, titulado —qué casualidad también— Cartas luteranas (1976), Pier Paolo Pasolini dijese: «Lo único que importa es, sobre todo, la sinceridad y la necesidad de aquello que se tiene que decir». Lutero es el hito que nos recuerda que hace falta más verdad, menos mentira. Él solo acabó con el mundo y apenas lo supo. Tal y como Victor Hugo recordaba a Balzac: «A partir de él los ojos de los hombres se volverán a mirar a la cara».
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