En la religión católica existe la figura del “ángel de la guarda”, que viene a ser como un ángel personal que ayuda y protege. No viene nada mal tener a un personaje sobrenatural que te eche una mano. ¿Y los sumerios? Los cabezas negras tenían un panteón de más de 3.600 dioses. Había dioses para todo tipo de asuntos, desde lo más serio como la Justicia (Nanshe) o la Literatura y la Escritura (Nidaba), y otras más surrealistas, como el del tejido de la ropa (Uttu), el los secretos (Buzur) o el dolor de dientes (Ninsutu). Una característica que era común a todos es que no se preocupaban por los seres humanos. Los hombres estaban para servir a las divinidades. El resto era irrelevante. Debido a ello, en el mundo de los dos ríos, si una persona se metía en problemas, sufría una enfermedad o necesitaba, en suma, una pequeña ayuda sobrenatural, había que recurrir a alguno de estos métodos… y no morir en el intento.
Si eras rico, lo normal era recurrir a los sacrificios. La costumbre sumeria consistía en que el sacerdote sacrificador le susurraba al animal la petición al oído antes de degollarlo, con la idea de que se lo transmitiera a los dioses. No sabemos si el animal, en venganza por el degollamiento, transmitía la petición de mala forma y con mala fe. En todo caso, si un sacrificio no bastaba, el acomodado de turno podía volver a sacrificar otro animal, solo que esta vez más caro y escogido. Si había sacrificado a una oca podía recurrir a un cordero. Si ya había sacrificado uno o dos corderos, podía intentarlo con un buey. Los más ostentosos eran los de color blanco, menores de dos años y alimentados con cerveza. Teniendo en cuenta que luego el animal era consumido por los sacerdotes, podríamos llegar a la conclusión de que el “Filete de Kobe” se inventó mucho antes de lo que se cree.
También se podía recurrir al soborno prometiendo obsequios, tal y como se hace hoy día. Era algo habitual que los pudientes compraran el vestuario y el ajuar de los dioses, que no solo consistía en vajillas, sino también en partes del cuerpo que se usaban para adornar las estatuas divinas, como penes, vulvas, pelucas… Por supuesto, era de buen gusto entregar un exvoto si la gracia te era concedida, y los más valorados eran los de metales preciosos, sobre todo los de plata. En casos extremos, incluso se podía regalar a modo de exvoto una estatua de pequeño formato del pedigüeño. Los más vanidosos, se atrevían con estatuas de gran tamaño, de piedra en vez de barro, y con lujosos adornos, como colocar ojos de lapislázuli. Los gobernantes acostumbraban a hacerlo, pues no sólo quedaban bien con los dioses, sino que fardaban lo suyo ante los pobres.
Una persona con pocos recursos económicos podía recurrir a sus antepasados muertos. Como ya he contado en alguna ocasión, los sumerios pensaban que al morir iban al “mundo del otro lado” (infierno), un lugar sin premios ni castigos, insípido, sin color, aburrido… En muchas ciudades sumerias los difuntos eran enterrados bajo el suelo de la vivienda, normalmente junto al altar familiar que solía haber en los hogares. Todos los días se les entregaba algo de comida y bebida para que sus espíritus no pasaran hambre o sed. Aunque la comida les resultara insípida, por estar en el otro mundo, es de bien nacidos ser agradecidos, así que si te habías portado bien con tus ancestros y les habías llevado de vez en cuando alguna chuleta, ellos podrían estar dispuestos a molestar al dios de turno para que te hiciera caso. Ya se sabe, no es nada personal, solo “asuntos de familia”.
Pero este método tenía un problema obvio. Y es que quien había sido un don nadie en vida, también lo era tras la muerte. Por tanto, es poco creíble que un dios se sintiera impresionado por un mindundi muerto dándole la brasa. Por ello a todo sumerio le quedaba un sistema de emergencia: recurrir a su dios personal. Aparte de los 3.600 dioses del panteón, había miles y miles de dioses más, pues cada ser humano disponía de uno para su uso y disfrute. No se les suele contabilizar porque no tenían nombre. Ese dios personal, como una especie de “ángel de la guarda“, se encargaba de proteger y, sobre todo, de transmitir las peticiones a lo largo del escalafón divino hasta quien correspondiera. Y con la garantía de que, al ser un dios, no iba a haber enfados innecesarios por parte de la divinidad molestada, pues entre iguales no hay ofensa. Curiosamente, estos dioses personales eran bastante igualitarios, pues el de un rico tenía la misma categoría que el de un pobre. Pero aunque esto pueda sonar bonito y moderno, la triste realidad es que si el dios poderoso de turno, decidía darle a su humilde colega unas palmaditas en la espalda y enseñarle la puerta, tenías que volver a recurrir al viejo sistema de los regalos y los sobornos.
Y es que el mundo de los dos ríos, en las cuatro zonas del mundo, e incluso en nuestro mundo moderno y avanzado, hasta a los ateos les toca abrir la cartera de vez en cuando.
Colaboración de Joshua BedwyR autor de En un mundo azul oscuro
Javier Sanz
historiasdelahistoria.com
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