Una vez apareció en la plaza de Esparta, durante una reunión pública el legislador que había escrito la Constitución de aquel pueblo. Iba seguido de unos criados que llevaban dos perros atados a una liebre mansa; llegado al medio de la concurrencia, sin decir palabra, soltó la liebre, y uno de los perros, contra la expectación de todos se puso a juguetear cariñosamente con el tímido animal de largas orejas.
Admiraban los espartanos, extrañados, del espectáculo, cuando Licurgo ordenó que fuera soltado el otro perro; apenas éste se vio libre, aullando se precipitó sobre la liebre, que orejas tendidas empezó a correr por el espacio en se lo permitía la apiñada muchedumbre, hasta que, rodando jadeante cayó en poder de su encarnizado adversario, que la deshizo en un momento. El pueblo contemplaba con lástima aquel espectáculo, los restos de la liebre infeliz, las manchas de sangre, la tristeza del primer perro por el fin de su amiga, cuando el legislador tomando la palabra dijo:
Ciudadanos, salud y libertad. He querido presentaros esta tarde el ejemplo palpable de lo que vale la educación. Al primer perro le enseñé desde chico a estar con las liebres sin hacerles daño, y al segundo le dejé abandonado a su bárbaro instinto natural, que aún acrecenté con la educación, amaestrándolo a perseguir las liebres dondequiera que las encontraba.
Ahí tenéis lo que es el hombre y lo que pueden ser vuestros hijos, según la educación que les déis. Abandonadlos a sí mismos, no les habléis de Dios, de obligaciones ni de moral, y crecerán en los vicios más degradantes, y un día, cuando tengan fuerzas y libertad, se lanzarán contra las instituciones y los gobiernos, y contra sus pacíficos concuidadanos, y convertirán la república en un lago de sangre. Pero educadlos en el bien, en la piedad y en la disciplina; infundidles respeto religioso al prójimo, a las leyes, a la justicia de Dios, y tendréis un pueblo feliz en medio de la grandeza, gloria y corona de la humanidad.
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