en el siglo V a.C. Heródoto dejó el primer testimonio de un viajero extranjero sobre el antiguo Egipto: "Los egipcios además del cielo, que es diferente sobre ellos, y del río, que presenta una naturaleza diferente que los otros ríos, también han establecido costumbres y leyes al revés del resto de hombres. Ente ellos, las mujeres van al mercado y comercian, mientras que los varones, en casa, tejen [...] Las mujeres orinan de pie, y los hombres sentados [...] Pastan la masa de harina con los pies, pero el fango con las manos".
Al igual que sus compatriotas, el historiador encontraba que la egipcia era una civilización fascinante, poseedora de una erudición incomparable, pero con algunos hábitos que ellos consideraban incomprensibles e, incluso, ilógicos. De entre todos estos hábitos destacaba la veneración que sentían por los animales. Para los griegos, y después los romanos, los egipcios adoraban a gatos, perros, cocodrilos o carneros como dioses, pero la realidad era mucho más compleja.
El panteón egipcio estaba formado por una variedad casi ilimitada de seres divinos que se manifestaban de las formas más diversas. Los dioses no tenían una apariencia física conocida y los egipcios les asignaban una apariencia "reconocible" en el mundo terrenal que "transfería" las características de esos animales a las funciones de la divinidad. Todo ello dio como resultado que las paredes de los templos, tumbas y los grandes monumentos estuvieran plagadas de relieves y pinturas de animales e híbridos grotescos al modo de los bestiarios medievales que podemos identificar como los poderosos dioses que gobernaban el Nilo.
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