Publicado por Andrea Calamari
Esta es una historia de prodigios, inventos y fanatismos. Una historia con dos mujeres como protagonistas.
La primera se llama Helena, así, sin apellido, como era costumbre entre las romanas. Como su tocaya griega, era hermosa y esa belleza la convirtió en reina. Helena nació pobre en uno de los extremos del imperio y bastante lejos de Roma. Se cuenta que el emperador Constancio, en una recorrida por sus dominios, la vio de lejos, quedó cautivado y se la llevó con él. La hizo su esposa y tuvieron un hijo al que llamaron Constantino.
El niño creció y con los años madre e hijo se volvieron inseparables.
Eran tiempos de divisiones, de batallas y asedios constantes en las fronteras, por eso el emperador estaba poco en casa. El Imperio romano era politeísta, aunque en los últimos años veía con preocupación el crecimiento de una secta cada vez más popular entre los sectores bajos: los cristianos. Demolían las nuevas iglesias y encarcelaban a los seguidores de un dios que se pretendía el único. Constancio no lo sabía, pero la madre de su hijo era una cristiana practicante a escondidas y así educó a Constantino. Cuando su padre murió y a él le tocó ser emperador, Constantino dio fin a años de persecuciones con el Edicto de Milán.
Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión.
Algunos dicen que todo fue obra de Helena, otros aseguran que el pragmatismo de Constantino lo llevó a aceptar a los cristianos porque no le quedaba otra alternativa: cada vez eran más. La Iglesia, esa institución con mayúscula que comenzó a crecer y consolidarse por esos años, prefiere otra versión para esta historia. Cuentan que en épocas de guerra y antes de una batalla decisiva a Constantino se le presentó Cristo en sueños, le mostró una cruz y le dijo «con este signo vencerás». Venció a sus enemigos y desde entonces la cruz se convirtió en un símbolo cargado de mística para la nueva religión.
Ahí empezó el verdadero trabajo de su madre Helena.
Viajó a Jerusalén para encontrar la auténtica cruz de Cristo, aparecieron tres, llamó a una moribunda y le pidió que las tocara: con la primera empeoró, con la segunda más y con la tercera sanó de un momento para el otro.
En un solo viaje Helena delineó la narrativa católica que perdura hasta nuestros días y para eso fue fundamental el concepto de milagro asociado a la construcción de evidencia. Hacían falta pruebas tangibles del paso material por el mundo del dios cristiano y Helena las iba a encontrar a todas. Con ella nació la industria de las reliquias cristianas.
De vuelta en Roma se impuso una misión arqueológica al servicio de la nueva religión en ascenso y dedicó lo que le quedaba de vida a la búsqueda de vestigios de la pasión de Cristo: fragmentos de madera de la cruz, restos de los Reyes Magos, el paño que lo envolvió. Estaba obsesionada. Pionera del souvenir, Helena llegó a encargar que le consiguieran la cabeza del apóstol san Pablo para llevarla a Constantinopla aunque fue imposible, lo más cercano que le ofrecieron fueron algunas limaduras de las cadenas que lo tuvieron en cautiverio. Todo le servía y así fue armando una colección, la mayor de aquellos tiempos. Los viajes se hicieron más recurrentes y el relato cristiano crecía en densidad palpable al alcance de cualquiera que estuviera dispuesto a entregarse a la contundencia de lo evidente.
En los siglos que vendrán, la pasión por las reliquias se convertirá en negocio: cabezas, brazos, tibias, dientes, cabellos, trozos de piel, órganos, restos de sangre de vírgenes, santos y apóstoles. También paños, ropas, instrumentos de martirio, puñados de tierra. Van y vienen mercaderes y emisarios; se abren catacumbas y se multiplican los milagros que proveen nuevos objetos de valor, se crean organizaciones y se arman traslados. Circulan plumas del Espíritu Santo, el prepucio de Jesús, la leche y el cordón umbilical de María. Se venden las monedas por las que Judas entregó a Cristo y el suspiro de san José. Se inventan los relicarios: cajas de custodia que se ubican en altares, iglesias y capillas a esperar la visita de los fieles. Hay cápsulas para sangre, leche o sudores. Recipientes con forma de cruz para los fragmentos de madera, estuches adaptados a las distintas partes de cuerpos, los objetos informes se ubican en cilindros o cubos de metal. Con el paso del tiempo florecieron las organizaciones dedicadas a la apertura de catacumbas y al traslado de los milagros, también los fraudes y los falsificadores. Fueron necesarios los certificados de autenticidad: en un momento llegó a haber más de veinte cabezas de Juan Bautista. Con cada viaje que emprendía Helena de Constantinopla estaba delineando el recorrido para futuras peregrinaciones a Tierra Santa. Pionera de la explotación turística, hizo brotar oro del desierto.
El tiempo pasó, la iglesia de Roma se fue haciendo más fuerte, Helena lleva unos cincuenta años enterrada, el emperador es Teodosio y acaba de sellar el destino del mundo occidental con un decreto: el cristianismo es la religión oficial del Imperio romano.
Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que los demás los juzgamos dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero de la venganza divina, y después serán castigados por nuestra propia iniciativa que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial.
En poco menos de un siglo, los cristianos pasaron de perseguidos a perseguidores, la voluntad celestial así lo dictaba.
Es el año 381 y aparece en escena la segunda protagonista de esta historia. Una desconocida, noble, con dinero, educación y amor a Dios. Se llama Egeria, pero también es probable Eteria, Ætheria, Etheria, Aetheria, Echeria, Heteria o Eiheriai. Vive en un convento de la provincia romana de Gallaecia —actual Galicia—, quiere conocer los lugares sagrados y las reliquias que atesoró Helena de Constantinopla y está dispuesta a emprender sola el camino hasta Tierra Santa.
Había investigado lo imprescindible para el viaje, solo necesitaba seguir el itinerario. La palabra designa una serie de puntos a recorrer en un trayecto: es un documento que hizo Roma para facilitar los traslados por toda la extensión del imperio. Se supone que el Itinararios Antoninos, del siglo III, fue el primero de esos documentos que se iban actualizando con las sucesivas mejoras. Actualmente hay dos tipos de viajes que conservan la palabra itinerario: la peregrinación y el turismo. Egeria iba a hacer los dos en uno.
En el itinerario se consignaban tres datos de importancia vital para los viajeros: calzadas, millas y mansiones. Eso era el cursus publicus romano. Caminos que permitían un traslado rápido, seguro y cómodo para movilizar tropas y mercaderías. En épocas de Egeria las calzadas también servían para movilizar cultura y religión, y sumaban más de cien mil kilómetros organizados.
Hasta los romanos, el poderío geográfico de un pueblo giraba en torno a sus puertos, pero con ellos el poder se extendió tierra adentro. Lo que no podían saber entonces era que ese trazado magnífico que posibilitó su extensión sería después la vía rápida de acceso para los pueblos enemigos: ostrogodos, hunos, visigodos, todos se aprovecharán del tendido terrestre romano. La traza del itinerario hubiera sido de poca utilidad si no se registraban las distancias y para eso hacía falta una unidad de medida: la milla, las mil zancadas que un hombre promedio camina en Roma. Como los griegos, también los romanos estaban convencidos de que el hombre es la medida de todas las cosas, por eso Egeria deberá acelerar su paso para llegar a cada mansión en el itinerario. Las mansiones son lugares para pasar la noche, paradas oficiales solventadas por el gobierno central y supervisadas por funcionarios públicos. Los viajeros encuentran comida, baño y una cama. Si no se mueven caminando, también pueden refrescar a los caballos y reparar los carros en los establos.
Toda esta previsión oficial le garantiza a Egeria la seguridad mínima para largarse sola a buscar la confirmación de su fe. Antes de dejar el convento solo le resta un trámite: debe procurarse un quaterni, un códice hecho con hojas de piel de cordero plegadas en el que irá contando su viaje para sus compañeras que quedaban en Galicia. No podemos saber si las monjas del convento leyeron alguna vez su cuaderno de viaje, lo que sí conocemos es que en los siglos posteriores se habló de ella. Se puede leer en una carta de san Valerio del siglo VII: «Hallamos más digna de admiración la constantísima práctica de la virtud en la debilidad de una mujer, cual lo refiere la notabilísima historia de la bienaventurada Egeria, más fuerte que todos los hombres del siglo».
Ser noble y religiosa le permitió encarar una aventura insospechada para mujeres. De no haber entrado en el convento su destino habría sido el hogar y el cuidado de sus padres hasta alcanzar la edad para contraer matrimonio, cambiar de casa y continuar las tareas domésticas con su esposo y los inevitables hijos. Pero Egeria se consagró a Dios y aprendió a leer y escribir. Una mañana con buen tiempo se despide de sus hermanas y parte con sus zapatos de piel y su túnica de lana, tal vez un manto con una capucha para cubrirse del frío, lleva el cuaderno entre sus ropas y sabe que en cada parada del trayecto habrá hombres de su iglesia esperándola.
Anduvo a pie, a caballo, en asno y en camello. Cruzó Francia e Italia, se subió a un barco y se detuvo a visitar las reliquias de Helena en Constantinopla. Después fue a Jerusalén, Nazaret, Egipto, Alejandría, Antioquía, al mar Rojo y al monte Sinaí tras las huellas de Moisés. Como lo había prometido, tomó nota de todo, habló del esfuerzo y el cansancio, de la comida y el hospedaje en cada mansión, de los planes y los imprevistos. Escribía para ser los ojos de sus amigas inmóviles: las dominae et sorores que quedaron en el convento. Como Alejandro con la Ilíada, Egeria viajaba con un libro. El suyo era la Biblia y buscaba ahí las referencias topográficas que después iba a constatar. Cada lugar señalado era un punto en el mapa que Egeria iba delineando y un sitio de interés para visitar. El libro sagrado del imperio a modo de guía turística.
Como precursora de la Guía Michelin, la Biblia le indica a Egeria la próxima parada y cuando comprueba que el lugar indicado efectivamente existe la alegría es inmensa y su fe se acrecienta. Todo lo leído es verdad. No quiere ser escritora, no quiere ser aventurera: ansía la geografía sagrada, pisar la tierra de los milagros, llegar al manantial en el que Moisés calmó a los sedientos, subir al monte Sinaí, ver los portentos cristianos con sus ojos.
Pero creedme, cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos.
Egeria quiere creer pero no siempre está dispuesta a dejarse engañar por su fe. En su cuaderno hay santos, monjes, obispos, confesores, célibes, eremitas, anacoretas. Están Dios, el hijo de Dios y el Espíritu Santo. Hay leyes romanas, soldados, guías, escoltas, marchas, víveres y monasterios. Hay caminatas, ofrendas, ascensos y oraciones. Hay inspiraciones divinas. Hay bautismos, cenáculos, cuevas, tumbas y sepulcros. Hay huellas, estelas, milagros: aguas que brotan de las piedras y lluvias de maná. Hay apóstoles, patriarcas, faranitas, bienaventurados. Hay éxodos, cimas majestuosas y humildes colinas. Hay pecados y perdones. Hay eulogias. Hay padres, hermanas, santas, beatas y señoras. Hay rezos, promesas, piedades, santuarios, reliquias y recuerdos. Hay estatuas de sal, zarzas ardientes y becerros de oro. Están la Pascua, el Pentecostés y la Semana Santa. Hay salmos, códices, lecciones y señales. También huertos, montes, valles, ríos, cultivos y tierras de promisión. Están el olivo y el árbol de la verdad. Las distancias se miden en millas y en días de caminata.
Se dice de Egeria que es la primera hispana en todo: la primera escritora de nombre conocido, la primera viajera ilustrada, la primera peregrina a Tierra Santa. De su cuaderno, se dice que es el primer libro de viajes en español. Las cartas a sus hermanas se interrumpieron de un día para el otro. Volviendo de Siria y otra vez en Constantinopla, hogar de Helena, escribió su última anotación encontrada.
Desde aquí, señoras mías, luz de mis ojos, mientras que escribía para vuestra caridad, (os diré) que tenía el propósito de acercarme a Asia, en nombre de Cristo, Dios nuestro, quiero decir a Éfeso, al sepulcro del santo y beato apóstol Juan, para hacer oración. Si, después de todo esto, sigo viva, si logro conocer personalmente algunos lugares más y si Dios se digna concedérmelo, procuraré contarlo a vuestra caridad, y os relataré tanto lo que conserve en la memoria, como lo que llevo escrito. Entretanto, vosotras, señoras, luz mía, procurad acordaros de mí, tanto si estoy viva, como si estoy muerta.
Eso es lo último que supimos de Egeria. Sobre Helena sabemos que la hicieron santa, se convirtió en santa Elena y la cruz católica quedó indefectiblemente asociada a ella. Hay una fiesta del ritual romano que conmemora aquel hallazgo milagroso y se llama la «Invención de la Cruz». La palabra invención, del latín inventio, significa descubrir. Helena descubrió la cruz y en el mismo acto la inventó como evidencia de la fe cristiana.
En su libro Por qué nos creemos los cuentos Pablo Maurette explica el triángulo de verificaciones que presupone el mecanismo de la evidencia: hay un objeto, un sujeto y un evento. Lo ejemplifica con su uso en el ámbito judicial: el arma es el objeto que se presenta ante el juez para probar la culpabilidad. En la narrativa cristiana la cruz auténtica encontrada por Helena es presentada ante Egeria y cada uno de los creyentes para probar la existencia de Cristo. Hay una naturaleza visual de la evidencia que Helena de Constantinopla entendió antes que nadie y la puso frente a los ojos.
Después, solo restaba esperar que todos quisieran verla.
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