en esta época en la que se suceden a una velocidad portentosa los hallazgos científicos y tecnológicos casi nunca lo es durante mucho tiempo. Hoy Julio Verne tendría difícil imaginar algo que aún no hubiera sucedido o estuviera a punto de ocurrir. Un día sabemos que se han inventado los biobots, una mezcla de ser vivo y máquina hecha con células de rana, que en el futuro podrían detectar tumores malignos, limpiar arterias obstruidas, administrar fármacos desde dentro del cuerpo y directamente al órgano afectado o llevar a cabo microcirugías. Otra mañana nos despierta la noticia de que unos investigadores japoneses han extraído del fondo del mar y criado en sus laboratorios arqueas de Asgard, un organismo que puede explicar el origen de todas las formas de vida complejas de la Tierra, incluidos nosotros. Y la siguiente semana, el médico Joan Massagué anuncia un posible tratamiento contra la metástasis.
En el fondo, todo eso habla de lo mismo: de la búsqueda por ahora quimérica de la inmortalidad y, mientras llega, de una química que le pare los pies a la biología. En su última novela, Una vida sin fin, recién publicada en España por Anagrama, el escritor Frédéric Beigbederreflexiona con una brillantez hipnótica sobre ese asunto a partir de la historia de un célebre periodista televisivo al que su hija pregunta angustiada si todos vamos a morir y él, en consecuencia, la va a dejar sola. Su padre le responde que no, y a partir de ese momento, con la obstinación característica de quien trata de cumplir algo que le ha prometido a sus hijos, se dedica a recorrer el mundo en busca de la fórmula de la eternidad.
La historia no es real, pero sí que lo son los doctores y las técnicas de las que habla y que ofrecen un inventario de los avances más sorprendentes de la medicina: recurrir a las células madre, llevar a cabo alteraciones del metabolismo, someterse a una digitalización cerebral, inyectarse proteínas o sangre joven, usar el ADN para prever las dolencias, regenerar con glicina las mitocondrias que provocan el envejecimiento al oxidarse… Y, por supuesto, recurrir a los robots.
Es un viaje fascinante por un territorio en el que conviven la genialidad, el miedo y la locura de una raza que pelea contra su naturaleza caduca, que es como un bosque de chopos que quieren ser olivos como el que hay en Ulldecona, Tarragona, que se llama la Farga del Arión y tiene 1.704 años.
Suena a ciencia-ficción, pero un poco menos si recordamos que ya nos operan en nuestros hospitales con bisturíes microscópicos y eléctricos manejados a distancia; que ya se usan exoesqueletos a nivel sanitario e industrial, unos para hacer el milagro de que se muevan personas inválidas y los otros para que los operarios de una fábrica puedan cargar pesos inverosímiles, como sucede en la planta de automóviles de Ford en Almussafes, Valencia; o que algunas clínicas ya ponen en la piel tatuajes y parches inteligentes dotados de un microchip que vigila el funcionamiento de nuestro organismo y lo controla como si fuera el sistema de videovigilancia de un edificio.
El futuro ya está aquí. Tal vez pronto será posible mirar a los seres que queremos y decirles lo que Frédéric Beigbeder a esos a quienes dedica su fascinante libro: “Que la muerte de todos vosotros sea suprimida”.
Benjamín Prado
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