martes, 18 de febrero de 2020

El Buen Ladrón


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Detalle de Diógenes, por John William Waterhouse, 1882.
Con el gesto pedía clemencia, o eso dijeron algunos periodistas. Otros aseguraron que aquello (las palmas juntas, reverencia con la cabeza) fue un saludo a la japonesa. Seguro que recuerda usted la escena, como para no. Coletita respingona, desaliño riguroso, accesorios new age, barba blanca de proporciones victorianas. «Me he llevado de todo», anunció a los reporteros congregados ante el Juzgado de Instrucción número 6 de Valencia. «De todo: dinero, caja y comisiones». Se llama Marcos Benavent, pero eso qué más dará. Usted y la posteridad le recordarán como el «yonqui del dinero», porque así se denominó a sí mismo. Pero ya no más. Ni corrupto, ni plutócrata, ni del Opus. De la gomina, ni gota; del Porsche Cayenne, ni el rastro. Después de abandonar el país, el exgerente de Imelsa, empresa pública de la Diputación valenciana, pasó por el Amazonas, Japón y Ámsterdam y así regresó a España: iluminado y arrepentido, por ese orden de importancia. Con el semblante beatífico del Buen Ladrón en los pasos de Semana Santa y los aires flipados de quien ha cambiado el ron cola por la ayahuasca. Y presto a colaborar con el juez y a sacar «mierda a punta pala», citando de nuevo sus palabras. «He hecho un viaje hacia fuera, lo he perdido todo para ganarme a mí mismo», explicó más tarde a los periodistas. «La revolución está dentro de uno mismo, no está fuera», añadió. Entre sus nuevas aficiones citó «mis talleres», «mis historias», «mis animalitos» y «mis rollos». Entre sus proyectos de futuro, «biodinámicas conectadas con el cosmos» y el tantra.
Con Diógenes de Sinope le pasará más o menos igual, que por su nombre le sonará poco. Quizá más por el síndrome que lo lleva, aunque no debería llevarlo: Diógenes solo poseía cuatro objetos (un bastón, un zurrón, un manto y una escudilla) y la escudilla la tiró, por innecesaria, un día que vio a un muchacho sorber lentejas directamente de las manos. Pero si decimos «el de la tinaja», entonces sí. Ha pasado a la posteridad por eso, por vivir en una tinaja, y porque un día Alejandro Magno tuvo la deferencia de visitarlo en persona y ofrecerle lo que quisiera, y Diógenes solo le pidió que se apartase, que le estaba dando sombra. Seguramente no es cierto, pero da igual. De Diógenes ha perdurado esa imagen: la de antisistema mendicante, la de fucker insobornable, la de azote por igual de reyes, sabios y legisladores. En suma: la de gran crac.
Pero Diógenes fue un corrupto, un chupóptero de la peor calaña. No se eche las manos a la cabeza, que esto lleva veinticinco siglos publicado. Su principal biógrafo, su tocayo Diógenes Laercio, explica en sus Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres que Diógenes tuvo que abandonar Sinope, su ciudad natal, después de que le pillaran con las manos en la masa. «Habiendo sido hecho director de la Casa de Moneda [por su padre, Icesio, que era banquero y acuñador], Diógenes se dejó persuadir por los oficiales para fabricar moneda falsa». No se sabe con seguridad si Diógenes fue juzgado y desterrado o si huyó por miedo a eso mismo, que parece lo más probable (1); también lo es que aquellos tejemanejes fueran cosa familiar y que su padre estuviera en el ajo. Sí se puede concluir que ocurrió, pues el propio Diógenes lo reconocía (2), y que el fraude seguramente fue significativo, infligiendo un daño devastador a la economía local. Dos mil quinientos años después, todavía se siguen desenterrando dracmas con el sello de IKEΣIO en la antigua Sinope, hoy en Turquía.
A nosotros no nos ha llegado el libro en el que Diógenes confesaba, el Pordalo, ni ningún otro de los que se le atribuyeron en la Antigüedad. Solo sabemos de él lo que cuentan sus cronistas, principalmente Diógenes Laercio, y a partir de que llegase a Atenas, donde acabó pernoctando en la famosa tinaja durante una buena temporada. Recordemos: ni una cosa ni la otra fueron por voluntad. Lo primero fue para escapar de la justicia de Sinope y lo segundo porque estaba arruinado y no le quedaba otra (3). Aun así, se dedicó entonces a pontificar y estableció que aquella vida que él llevaba (como de perro, kyon, en griego; de ahí la palabra «cínico») era la virtuosa.
Diógenes fue filósofo porque lo decidió la posteridad y gran patriarca de la escuela cínica porque ninguno de los demás lo superó en mamarrachería; pero si algo se lee entre líneas es que sus coetáneos le tenían por friki, poco más (4). Y Platón, en particular, le acusaba de escenificar su miseria, de vacuidad intelectual y de ser un cantamañanas, en resumidas cuentas. «Una vez le daba encima un canal de agua», escribe Laercio, «y como muchos se compadeciesen, Platón, que también estaba presente, dijo: «Si queréis compadeceros de él, idos». Con esto quiso significar su gran deseo de gloria».
No juzgue usted a Platón con severidad, esto se entiende mejor con contexto. El contexto es como sigue. Este señor se la cascaba en público:
Solía hacer todas las cosas en público, tanto las de Ceres como las de Venus (5). Ejecutando a menudo operaciones torpes con las manos a la vista de las gentes, decía: «¡Ojalá que frotándome el vientre se me fuera también el hambre!».
Te faltaba porque sí:
Clamando una ocasión y diciendo: «¡Hombres, hombres!», como concurriesen varios, los ahuyentaba con el báculo diciendo: «¡Hombres he llamado, no heces!».
Si le invitabas a cenar, te escupía:
Habiéndolo uno llevado a su magnífica y adornada casa y prohibiéndole que escupiese en ella, arrancando una buena flema se la escupió en la cara diciendo que no había hallado lugar más inmundo.
No le podías dejar dinero:
Cuando necesitaba de dinero se lo pedía a sus amigos, no como prestado, sino como debido.
Y le daba igual ocho que ochenta, en resumen:
Preguntado qué vino le gustaba más, respondió: «El ajeno».
Para colmo, les decía cosas chunguísimas a los niños:
Viendo al hijo de una meretriz que tiraba una piedra a la gente, le dijo: «Mira no des a tu padre».
Más que cualquier otra cosa, Diógenes quería atención y la obtenía a cualquier precio. Laercio reseña ocasiones en las que lo hizo cantando por la calle, caminando al contrario de las multitudes y haciendo grafitis en las puertas. También una vez se dedicó a comer altramuces a puñados y con la boca abierta, como el monstruo de las galletas, obteniendo la atención mediante el método de dar muchísimo asco. En este punto, un experto en filosofía dirá que forma parte del método, que los cínicos no solían legar palabra escrita y que recabar la atención era la manera de emprender el diálogo, única forma verdadera de impartir sabiduría. Bueno, vale. Estas tonterías las hacen igual los youtubers de catorce años (6), pero aceptemos pulpo como animal de compañía. Cuesta ver más, se mire por donde se mire, que lo que Diógenes impartiese a continuación fuera verdadera sabiduría. Empezando por su misoginia ferocísima, con mucho, peor que la de cualquiera en la escuela socrática:
Habiendo visto una vez unas mujeres ahorcadas en un olivo, dijo: «¡Ojalá que todos los árboles trajesen este fruto!».
También era un viejo verde:
Habiendo visto a un joven muy hermoso que dormía sin que nadie lo cuidase, lo despertó diciéndole: «Levántate, no sea que durmiendo por detrás con su dardo alguien te hiera».
Hacía victim blaming:
A un mozo que se quejaba de la turba popular que lo perturbaba, le dijo: «Deja tú también de dar indicio de lo que deseas».
Hacía body shaming:
Habiendo ido a ver al retórico Anaxímenes, que era muy recio de cuerpo, dijo: «Danos también a nosotros pobres un poco de tripa, y con eso tú te aligerarás y a nosotros nos serás útil».
Hacía slut shaming:
A un joven hermoso que iba a un banquete, le dijo: «Peor volverás». Como este volviese al día siguiente y le dijese: «Fui y no volví peor», le respondió: «Si peor no, más laxo sí».
Hacía bullying:
Viendo a un arquero inhábil, se sentó junto al blanco diciendo: «No sea que me hieras».
Ponía motes:
A un citarista y cantor a quien siempre desamparaban los oyentes, lo saludaba así: «Dios te guarde, gallo». Preguntándole él la causa de esto, respondió: «Porque cantando haces levantar a todos».
Era homófobo:
Como dos muy afeminados se escondiesen de él, les dijo: «No temáis, que el perro no come acelgas».
Era tránsfobo:
Viendo una vez que cierto joven se afeminaba mucho, le dijo: «¿No te afrentas de hacerte peor de lo que la naturaleza te hizo? ¡Ella te hizo hombre, y tú te esfuerzas a ser mujer!».
Y era un machista cavernario:
Visto un mocito que se adornaba mucho, le dijo: «Si lo haces por los hombres, es inútil; si por las mujeres, malo».
De nuevo dirá nuestro experto hipotético que no se puede juzgar a un hombre por compartir los valores de su época, y tiene razón. Pero Platón, hagámonos una idea, defendió en el libro V de La República ideas acerca de la mujer que resultaban radicales en su tiempo y que todavía hoy desafían las convenciones de medio mundo, si no del mundo entero. Entre otras, la igualdad fundamental de los sexos —con la excepción de sus roles desiguales en la procreación y su fortaleza física diferente, y hasta eso se ocupó de matizar que con excepciones (7)—, la idoneidad de impartir la misma educación a las mujeres y los hombres (8) y la incorporación de las mujeres a todos los oficios —a todos, incluyendo la guerra y el gobierno(9)—. A Diógenes se le conocen varias menciones a las mujeres e invariablemente son descalificaciones (10), cuando no auténticas salvajadas.
En fin. Diógenes acabó perdiendo su condición de hombre libre y fue subastado como esclavo. Aunque Laercio lo atribuye a un encuentro con piratas, es más probable que tuviera que ver con su negativa a pagar impuestos en Atenas (11). Laercio escribe que «habiéndosele una vez pedido cierto impuesto público, le dijo al recaudador: «A los otros desnuda, pero de Héctor apartarás tus manos»» (esta última frase es un verso de Homero, por lo visto; así era él de estupendo con las referencias). O quizá fuesen sus ataques a los políticos, algo que suena muy bien hasta que te acuerdas de que vienen de uno caído en desgracia que incurrió en nepotismo, fraude, evasión fiscal y huida de la justicia. «En una ocasión, habiendo visto a los diputados llamados hieromnémones que llevaban preso a uno que había robado una taza del erario, dijo: «Los ladrones grandes llevan al pequeño»». O seguramente fuesen ambas y alguna más de la que no tenemos constancia. Los poderosos de Atenas estaban de aquel señor hasta el mismísimo gorro.
Lo compró un tal Jeníades, de Corinto, que lo empleó como tutor de sus hijos. Y cuando algunos quisieron recomprarlo y devolverle la libertad, Diógenes dijo que no, que a santo de qué, que allí estaba él, ya ves, como un marqués. Así que también de aquello acabó diciendo que constituía la verdadera vida virtuosa e improvisó una nueva visión del mundo en la que él, de alguna manera, acababa siendo de nuevo la hostia en patinete: «Los leones no son esclavos de los que los mantienen, sino que estos lo son de los leones, pues es cosa de esclavos el temer, y las fieras son temidas por los hombres». Laercio explica que existen versiones contradictorias acerca de su muerte, y que solo es cierto que «en la olimpiada 112 era ya viejo». Probablemente murió en el año 323 antes de Cristo, con cerca de noventa años. Casi (casi) a la vez que Alejandro Magno, por cierto.
¿Qué lecciones podemos extraer de esta historia? Para qué mentirle, no lo tenemos claro. Pero sí le diremos que ahora juzgamos al «yonqui del dinero» con mucha menos severidad: al menos él se arrepintió, aportó al proceso judicial grabaciones imprescindibles para encausar a los cabecillas de la trama de corrupción y se puso a disposición de la justicia. No descarte que entre sus proyectos de futuro (recordemos: «mis talleres», «mis historias», «mis animalitos» y «mis rollos») esté también la filosofía. Y que dentro de veinticinco siglos (año 4500, hágase una idea) se le recuerde como gran profeta de alguna doctrina llamada «yonquismo» o algo así. Parecido hizo Diógenes al llamarse a sí mismo kyon: conseguir que a lo suyo lo llamásemos «cinismo». Aunque fuera solamente un buen ladrón.
***
Ahora en serio. Es evidente que desconocemos la doctrina de Diógenes de Sinope, y que por principio se deben poner en duda todas las palabras que se le atribuyen. Sus textos no han llegado a nuestra época y Diógenes Laercio, el principal cronista de su vida, nos legó principalmente anécdotas, muchas con tono de parábola, y en varios puntos advierte sobre la incompatibilidad de las diferentes versiones de las historias que relata. Por añadidura, Laercio vivió en el siglo III de nuestra era, ochocientos años después que Diógenes. Sí consta por otras fuentes la continuidad del pensamiento de Diógenes con el de Antístenes, su mentor; y que sus enseñanzas encontraron predicamento, al menos en su vejez. También resulta evidente que Diógenes criticó, sobre todo, las convenciones sociales, y que ponía en valor el pragmatismo, el naturalismo, el ascetismo y, en cierto grado, el antiintelectualismo, en particular contra la escuela socrática. Era también antiestatista, y en esto sí fue pionero. Si desea conocerlo, ahí tiene las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, que es una lectura divertidísima. Eso sí, permítanos un consejo: si solo va a leer una cosa, entonces lea La República.

(1) En las polis griegas la jurisdicción alcanzaba la metrópolis y sus colonias, y solamente intramuros. Si un acusado lograba escapar de la ciudad, eludía el procesamiento. Era habitual que los culpables de crímenes menores, cuya pena máxima era el destierro, eligiesen someterse a un juicio y exiliarse solo si se les condenaba a ello; los culpables de crímenes graves, en cambio, frecuentemente escapaban de la ciudad antes de llegar a juicio. En la práctica aquello era igual que sufrir destierro, pero evitaban exponerse a una condena más severa, como la esclavización o la ejecución.
(2) Diógenes Laercio especifica que «incluso él mismo dice de sí en su Pordalo que se dedicó a falsificar moneda».
(3) Sobre esto Laercio escribe: «Habiendo escrito a uno que le buscase un cuarto para habitar, como este fuese tardo en hacerlo, tomó por habitación la cuba del metroo, según él mismo lo manifiesta en sus Epístolas».
(4) Una manera licenciosa de decir que, al menos en su juventud, Diógenes no gozó de popularidad. Antes de pedir nuestra cabeza lea la nota al final del artículo.
(5) Las de Ceres es hacer caca. Las de Venus es hacerse pajas.
(6) Busque en YouTube «chubby bunny challenge». Buena suerte.
(7) Platón escribe: «No existe en el regimiento del Estado ninguna ocupación que sea propia de la mujer como tal mujer ni del varón como tal varón, sino que las dotes naturales están diseminadas indistintamente en unos y otros seres, de modo que la mujer tiene acceso por naturaleza a todas las labores, y el hombre también a todas; únicamente que la mujer es en todo más débil que el varón».
(8) Platón escribe en su diálogo con Glaucón:
—Démosles [a ambos sexos] generación y crianza semejantes y examinemos si nos conviene o no.
—¿Cómo? —preguntó.
—Del modo siguiente. ¿Creemos que las hembras de los perros guardianes deben vigilar igual que los machos y cazar junto a ellos y hacer todo lo demás en común o han de quedarse en casa, incapacitadas por los partos y crianzas de los cachorros, mientras los otros trabajan y tienen todo el cuidado de los rebaños?
—Harán todo en común —dijo—; solo que tratamos a las unas como a más débiles y a los otros como a más fuertes.
—¿Y es posible —dije yo— emplear a un animal en las mismas tareas si no le das la misma crianza y educación?
—No es posible.
—Por tanto, si empleamos a las mujeres en las mismas tareas que los hombres, menester será darles también las mismas enseñanzas.
—Sí.
—Ahora bien, a aquellos les fueron asignadas la música y la gimnástica.
—Sí.
—Por consiguiente, también a las mujeres habrá que introducirlas en ambas artes, e igualmente en lo relativo a la guerra; y será preciso tratarlas de la misma manera.
—Así resulta de lo que dices —replicó.
—Pero quizá mucho de lo que ahora se expone —dije— parecería ridículo, por insólito, si llegara a hacerse como decimos.
—Efectivamente —dijo.
—¿Y qué es lo más risible que ves en ello? —pregunté yo—. ¿No será, evidentemente, el espectáculo de las mujeres ejercitándose desnudas en las palestras junto a los hombres, y no solo las jóvenes, sino también hasta las ancianas, como esos viejos que, aunque estén arrugados y su aspecto no sea agradable, gustan de hacer ejercicio en los gimnasios?
—¡Sí, por Zeus! —exclamó—. Parecería ridículo, al menos en nuestros tiempos.
—Pues bien —dije—, una vez que nos hemos puesto a hablar, no debemos retroceder ante las chanzas de los graciosos por muchas y grandes cosas que digan de semejante innovación aplicada a la gimnástica, a la música, y no menos al manejo de las armas y la monta de caballos.
—Tienes razón —dijo.
—Al contrario, ya que hemos comenzado a hablar, hay que marchar en derechura hacia lo más escarpado de nuestras normas, y rogar a esos que, dejando su oficio, se pongan serios y recordarles que no hace mucho tiempo les parecía a los griegos vergonzoso y ridículo lo que ahora se lo parece a la mayoría de los bárbaros, el dejarse ver desnudos los hombres, y que, cuando comenzaron los cretenses a usar de los gimnasios y les siguieron los lacedemonios, los guasones de entonces tuvieron en todo esto materia para sus sátiras. ¿No crees?
—Sí, por cierto.
(9) Platón escribe: «Pero si aparece [después de dispensar a los dos sexos la misma educación] que solamente difieren en que las mujeres paren y los hombres engendran, en modo alguno admitiremos como cosa demostrada que la mujer difiera del hombre en relación con aquello de que hablábamos [su idoneidad para incorporarse a los oficios que tradicionalmente ocupan los hombres]».
(10) Laercio escribe: «Habiendo una vez visto que una cierta mujer se postraba ante los dioses indecentemente, queriéndola corregir, le dijo: «¿No te avergüenzas, oh mujer, de estar tan indecente teniendo detrás a Dios, que lo llena todo?»».
(11) En Atenas, el impago de impuestos comportaba la pérdida de la ciudadanía, y a menudo se saldaba con la esclavización del deudor. Dejó de estar permitido con las reformas de Solón, en el siglo VI antes de Cristo, pero siguió practicándose cuando el deudor lo aceptase voluntariamente. Tampoco debe descartarse que Diógenes accediese por su propia voluntad al estatus de esclavo, algo frecuente entre los indigentes. Tal se consideraba indigno y comportaba humillación: habría sido normal que un dato así desapareciese pronto de las leyendas apologéticas sobre su persona y que se contase, en su lugar, una historia como la de los piratas.

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