En la edición de 4 de julio pasado de EL PAÍS, el profesor de Derecho Civil de la Universidad de Córdoba, nuestro colega Antonio Manuel Rodríguez Ramos, publicó un interesante y sorprendente artículo titulado “El paraíso fiscal de la Iglesia”. Nos pareció interesante por la materia (no reflejada en el título) que trataba: la inmatriculación registral de los bienes de la Iglesia católica. Sorprendente, por la forma de hacerlo y por alguna de sus afirmaciones. Al comentar entre nosotros uno y otro aspecto estuvimos de acuerdo en que merecería la pena aportar algún dato y comentar ciertos aspectos que podrían contribuir a enfocar mucho mejor un tema que, como buena parte de los debatidos en el ámbito registral, es técnicamente complejo.
Acabamos de señalar la sorpresa que causa la forma de tratar la cuestión. El saber jurídico y la literatura en la que se plasma, tiende, casi por connaturalidad, al equilibrio y a la mesura. Las afirmaciones absolutas o hiperbólicas, tan del gusto del discurso político y que también tienen cabida en el estilo forense, provocan generalmente en los juristas la sospecha de que el argumento puramente jurídico ha sido relegado frente a planteamientos ideológicos. En este sentido, mantener que las inmatriculaciones (que se tachan de clandestinas: lo que, en un registro que tiene como principio y efecto fundamental la publicidad, no dejaría de ser un imposible lógico) es el mayor escándalo patrimonial de la historia de España, es tanto como desconocer el alcance del fenómeno desamortizador de, aproximadamente, entre una quinta y una sexta parte de los bienes raíces de España de los que se privó a la Iglesia. Sin que, además, como atinadamente señaló en su clásico estudio acerca del tema Tomás y Valiente, ni mínimamente se lograse el ideal ilustrado de crear una clase de pequeños propietarios agrícolas, pues los grandes beneficiados de ese trasvase de bienes fueron los burgueses tenedores de vales de deuda pública.
El registral es un sector del derecho muy técnico, poco dado a acusar los vaivenes políticos, que sí tienen un influjo innegable en otros sectores del ordenamiento, quizá porque sus normas son elaboradas en muy buena parte por juristas expertos, muy atentos a la congruencia del sistema. Al aplicar en este ámbito jurídico principios que tienen su campo de acción propio en otros hay que hacerlo con sumo cuidado, porque sería algo análogo al orfebre que intenta valerse de un escoplo de albañil. No le está vedado, pero la cosa es fácil que acabe en desastre. Algo así pensamos que le ha sucedido a nuestro ilustre colega civilista al empuñar los principios de no discriminación religiosa y de aconfesionalidad o laicidad como si fueran mazas antiprivilegiarias en contra de una confesión religiosa que no se resignaría a no ser ya la oficial del Estado.
Con la reforma hipotecaria de la ley de 1944, la posesión, como hecho jurídico, desaparece del Registro de la Propiedad; las certificaciones posesorias se transforman en certificaciones de dominio
Intentaremos explicar la cuestión con la limitación de espacio que impone, lógicamente, el género periodístico. La Ley 13/2015, de 24 de junio, de Reforma de la Ley Hipotecaria aprobada por Decreto de 8 de febrero de 1946 y del texto refundido de la Ley de Catastro Inmobiliario, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2004, de 5 de marzo, suprimió la posibilidad que el artículo 206 de la Ley Hipotecaria concedía a la Iglesia católica de inmatricular fincas en el Registro de la Propiedad sin título escrito acreditativo del dominio en los mismos términos que estaban previstos para las Administraciones Públicas y las entidades de Derecho público. La exposición de motivos indica que la autorización para que la Iglesia católica utilizara aquel procedimiento ha de situarse en un contexto socioeconómico muy diferente del actual, influenciado aún por los efectos de las leyes desamortizadoras –a las que el Reglamento Hipotecario dedica todavía cuatro artículos– y la posterior recuperación de parte de los bienes por la Iglesia católica, en muchos casos sin una titulación auténtica (en el sentido jurídico-técnico del término).
La posibilidad de que la Iglesia se acogiera a este mecanismo inmatriculador de fincas ha sido –y es– criticada desde determinados sectores, que alegan que se trata de un privilegio de una época confesional contrario a los artículos 16.3 y 14 de la Constitución de 1978. Sin embargo, si se hace un estudio de los orígenes del artículo 206 de la Ley Hipotecaria, la conclusión que se obtiene es otra bien distinta. Las certificaciones de dominio tienen su origen en una situación de hecho –posesión de numerosas fincas sin título escrito acreditativo del dominio– y se insertan en el marco de una política legislativa implantada en la segunda mitad del siglo XIX con la finalidad de favorecer el acceso de las fincas al Registro de la Propiedad. Se trata de un tema de relación Registro de la Propiedad-título, que no es susceptible de ser analizado en clave de relaciones Iglesia-Estado. El artículo no tiene nada que ver con la confesionalidad del Estado, sino con el hecho de que la Iglesia –al igual que otros entes como los municipios– era poseedora desde tiempo inmemorial de un vastísimo patrimonio y no contaba con títulos escritos acreditativos del dominio.
Con la reforma hipotecaria llevada a cabo por la Ley de 30 de diciembre de 1944, la posesión, en tanto que hecho jurídico, desaparece del Registro de la Propiedad, circunstancia que origina la transformación de las certificaciones posesorias en certificaciones de dominio. Se mantuvo la inmatriculación mediante certificación del dominio para hace primar el acceso de fincas al Registro por encima de la certeza jurídica. No hay en la reforma ni una sola mención a la confesionalidad católica del Estado, ni siquiera en su parte expositiva, mucho más dada a declaraciones de ese género, sobre todo en una época de exacerbación confesional.
Igualmente, una vez desentrañada la ratio inspiradora de la inmatriculación de fincas mediante certificación del ordinario diocesano, la hipotética vulneración del principio de no discriminación desaparece. La Iglesia católica, a diferencia de las demás confesiones religiosas, posee desde tiempo inmemorial un enorme patrimonio, circunstancias que no se da en nuestra nación en el caso de otras confesiones religiosas. Si a esto se añade que la intención del legislador –como hemos dicho– era facilitar la inscripción de bienes en el Registro de la Propiedad, se debe concluir que artículo supera el juicio de proporcionalidad demandado por la jurisprudencia constitucional sobre el artículo 14 de la Carta Magna, referido a la relación entre la medida adoptada, el resultado obtenido y la finalidad pretendida por el legislador.
Miguel Rodríguez Blanco es catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad de Alcalá. José María Vázquez García-Peñuela es catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR)
No hay comentarios:
Publicar un comentario