La toma de Bobastro lo situó en el pináculo de la gloria, y Abd al-Rahman lo aprovechó de una forma muy particular. Hasta ese momento, todos sus antepasados en el poder habían adoptado el título de emir. Es decir, algo así como el gobernador general de al-Andalus o, por extensión, un título parecido al de un rey o soberano que detentaba el poder político y militar.
Pero Abd al-Rahman aspiraba a algo más que eso. Quería unir en su persona todos los poderes posibles, y en una sociedad que concede una gran importancia a la religión, quiso también recibir el máximo rango en la jerarquía religiosa. De este modo, en enero del año 929 se proclamó califa.
Califa, como vimos antes, quiere decir en árabe ‘sucesor’. Es decir, Abd al-Rahman III se proclamó el sucesor de Mahoma. Adoptó un título que equivalía al de príncipe o comendador de los Creyentes (en árabe amir al-mu’minin, a veces castellanizado en Miramamolín). Una figura que para que podamos compararla con un título similar que conozcamos hoy día, puede ser equivalente (salvando mucho las distancias, claro está), al de papa o sumo pontífice. Esto es, a la cabeza religiosa de la comunidad de fieles.
Así,
Córdoba
, tras Bagdad y El Cairo, fue la tercera ciudad sede de un califa en el mundo de su tiempo. Pero durante el siglo X, ninguno de los hombres que se arrogaban ese título en las otras dos ciudades podía comparar su poder y su autoridad con los que los Omeyas cordobeses estaban alcanzando.
La proclamación del califato inició la etapa más importante del islam peninsular y por la que este es más conocido en el acervo cultural de la humanidad. Durante el siglo que siguió, el esplendor que emanó desde Córdoba hizo que al-Andalus se convirtiera en uno de los estados más importantes del mundo de su tiempo.
Poco después de su proclamación como califa, Abd al-Rahman III dio las órdenes pertinentes para convertir a su capital en una de las ciudades más fastuosas que existían en todo el orbe. En primer lugar, se centró en embellecer la gran mezquita aljama. Decidió no ampliar su espacio interior, sino que ordenó construir un nuevo patio de abluciones (el sahn, como se conoce en árabe), al que hoy llamamos el Patio de los Naranjos. Dotó también al complejo religioso con un elevado alminar o torre de 32 metros de altura, desde el cual el almuédano o muecín llamaba a la oración diaria cinco veces.
También se preocupó de abastecer a la ciudad de agua potable, y así hizo construir un acueducto de 25 kilómetros de longitud que traía el agua desde Sierra Morena. Esta agua permitía el funcionamiento de más de 300 baños públicos o hammam que existían en Córdoba. Sin duda, esto colaboró para que la higiene fuera bastante mejor que en otras partes y que los ataques de las epidemias no fueran tan mortíferos como en otras ciudades de su tiempo.
Para completar la mejora del suministro de agua ordenó construir una represa o azud de 420 metros de longitud en el río Guadalquivir. En ella se instalaron molinos para aprovechar la fuerza del agua.
Según los cronistas, en la época de Abd al-Rahman había ya 700 mezquitas en la ciudad, y ello da testimonio de su importancia demográfica. Cuando el emir llegó al poder, el área habitada en torno a la medina cordobesa debía superar ya los 200.000 habitantes. Cuando medio siglo después muera el califa, este número superará probablemente los 300.000.
Y lo mejor para Córdoba estaba por llegar. En septiembre del año 936, Abd al-Rahman tomó una importante determinación. A pesar de la grandeza que ya por aquel entonces tenía Córdoba y que se reflejaba en la fastuosa residencia del califa en el alcázar junto a la gran mezquita, Abd al-Rahman aspiraba a algo mucho mejor que le permitiera engrandecer aún más su figura como califa.
En esa fecha decidió iniciar la construcción de un impresionante palacio situado a ocho kilómetros al oeste de Córdoba, al que denominó
Madinat al-Zahra
(‘la ciudad brillante’), o como actualmente la conocemos,
Medina Azahara
. Al parecer, según una tradición popular, el nombre se lo puso en honor a una de sus mujeres favoritas,
Al-Zahra
, que equivale en castellano a la Flor de Azahar. El lugar escogido fue una atalaya que dominaba la fértil vega cordobesa en el sitio conocido por aquel entonces como
Yabal al-Arus
, que significa ‘el Monte de la Novia’.
Durante cuarenta años, más de dos mil hombres y más de dos mil animales de carga trabajaron duramente para construir una residencia palatina digna de un califa. Sus dimensiones eran impresionantes. 1.518 metros de largo por 750 de ancho, lo que hacía un total de casi 115 hectáreas construidas y protegidas por una muralla. En ella se levantaron 400 mansiones para los altos cargos de la administración, una gran mezquita y una serie de dependencias con una extraordinaria riqueza. Se dice que el complejo palatino constaba de 4.500 columnas y que poseía quinientas puertas. Si hemos de creer a los cronistas de la época, las casas nobiliarias tenían algún sistema de ventilación artificial para mitigar los elevados calores del verano, un jardín zoológico repleto de especies exóticas y unas pilas llenas de mercurio en las que se producía un sorprendente efecto lumínico al incidir sobre ellas los rayos del Sol.
Las obras progresaron a un ritmo tal que en el año 945 el califa dio la orden de que se trasladara toda la corte y la administración estatal a aquella ciudad de nueva planta. Se calcula que durante el poco más de un siglo que existió vivían en ella unas veinte mil personas, esto es, los altos miembros de la administración de la corte con sus respectivas familias. En el perímetro exterior, que ocupaba más de 1.500 hectáreas, un cuerpo de élite de doce mil soldados velaba por la seguridad del califa y de todos los que vivían en ella. En el año 951, la mayor parte de la ciudad palatina estaba ya prácticamente concluida, aunque las obras se prolongaron todavía unos años más.
El lujo de Medina Azahara traspasó las fronteras del califato y se extendió por el mundo de su época. Su Salón Rico y la Sala de los Embajadores debían poseer una belleza deslumbrante según quienes los vieron y nos lo contaron. Pero, desgraciadamente, de aquella maravilla casi nada ha llegado hasta nuestros ojos salvo unas tristes ruinas que ahora se intentan recuperar con dificultad.
No es posible saber cuánto costó aquella obra fabulosa, porque las cifras varían enormemente. Según algunos autores el califa gastó en las obras “sólo” 300.000 dinares. Según las fuentes más exageradas, el coste total de la edificación se acercó a los cien millones. Semejante desacuerdo no nos aclara nada, pero en cualquier caso, y siguiendo la más baja de esas estimaciones, la construcción costaría un total de unos sesenta millones de euros actuales. Según la cifra más elevada y quizás la menos probable, los gastos superaron el equivalente a 20.000 millones de euros de hoy día. Una tremenda diferencia que nos impide precisar cuál fue el coste real.
Fuese cual fuese el gasto, lo que es evidente es que fue muy elevado. Y llegados a este punto cabe hacerse una pregunta crucial, ¿cómo podía sufragar Abd al-Rahman III tanta guerra y tanta inversión en su corte? La pregunta tiene una respuesta sencilla aunque un tanto sorprendente. Según los historiadores que han investigado esta cuestión, Abd al-Rahman fue probablemente el hombre más rico del mundo en su tiempo.
El califa empleó parte de ese dinero en adquirir algunos de los tesoros más fabulosos que existieron en su tiempo, como el del califa de Bagdad Harun al-Rashid. Tras muchas peripecias, los avatares de la historia hicieron que parte de las joyas que formaron parte de su ajuar acabaran finalmente en Inglaterra, donde todavía en la actualidad se exponen en el tesoro real que se contempla en la Torre de Londres.
Más adelante nos detendremos ampliamente en el estudio de la economía andalusí, pero ahora, y como botón de muestra, quedémonos solo con algunos datos. La eficacia recaudatoria de la Hacienda cordobesa conseguía que todos los años ingresaran unos seis millones y medio de dinares en las arcas del califa. A título comparativo, es conveniente que apuntemos que la segunda economía más poderosa de la Europa de su tiempo, el Imperio bizantino, apenas si conseguía recaudar la mitad que la de al-Andalus. Eso permitió que el tesoro califal se acercara en su momento de máximo esplendor a la sorprendente cantidad de más de cuarenta millones de dinares en oro acumulados en sus fondos.
Esta cifra no resulta fácil de aceptar. Si nos basamos exclusivamente en el precio que tiene el oro hoy día, dicha cantidad equivaldría a cerca de diez mil millones de euros. Pero de ser cierto el dato, la capacidad adquisitiva de esa tesaurización implicaba en realidad una muchísimo mayor. Hay quien ha cifrado en la exorbitante cantidad de 160.000 millones de euros el montante, pero no merece la pena continuar con estas estimaciones cuantitativas imposibles de corroborar, y es suficiente decir que Abd al-Rahman III reunió probablemente uno de los mayores tesoros que se han acumulado en todos los tiempos, de ser ciertas las cifras que nos han transmitido los historiadores de aquella época.
Durante el reinado de Abd al-Rahman no solo se produjo un enriquecimiento en el interior de al-Andalus, sino que también se cuidaron significativamente las relaciones exteriores. Al-Andalus venía manteniendo desde su independencia como emirato de Damasco unas buenas relaciones con el Imperio bizantino. La existencia de enemigos comunes (el Imperio de los Abbasíes y el de los Carolingios) fomentó el estrechamiento de los lazos de esta amistad.
El califa las cultivó aún más. Las embajadas entre Córdoba y Constantinopla se sucedieron, y de este intercambio se derivaron consecuencias muy positivas para ambos, especialmente para al-Andalus en el plano cultural, como luego veremos.
No solo fueron los bizantinos. También los germanos fueron objeto del interés de la corte andalusí. En aquel territorio, un monarca subió al trono pocos años después de que Abd al-Rahman se proclamara califa. En español lo conocemos con el nombre de Otón I. En el año 962, Otón se proclamó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, poderosa entidad política destinada a dominar Europa en los próximos siglos.
Los centroeuropeos que la visitaron quedaron asombrados de la magnificencia de la corte cordobesa y de los palacios de Medina Azahara, y así hubo visitantes que tuvieron conocimiento de ella, como la poetisa alemana Hroswitha de Gandersheim, que la calificó como “el ornato del mundo”, apelativo con el que pasaría a ser conocida a partir de entonces entre las personas más cultas de Europa.
Los reinos cristianos del norte de la Península y los musulmanes del Magreb fueron también objeto de interés por parte de la corte califal. En este caso, las embajadas no eran tanto una forma de estrechar los lazos diplomáticos, como de aceptar y rendir cuentas ante el califa, que era quien realmente aprobaba o desaprobaba los candidatos al trono de los Estados indirectamente sometidos a su control.
El Salón de los Embajadores de Medina Azahara se convirtió en una especie de foro al que acudían representantes de muchos países del mundo a solicitar la amistad del poderoso califa. Salvando las diferencias, podríamos compararlo en la actualidad con la Casa Blanca en Washington o con el edificio de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York.
Para mantener esta activa política exterior era necesario disponer de los instrumentos adecuados, y Abd al-Rahman III, hombre extremadamente hábil, dio los pasos para conseguirlo. En el año 944 se crearon las atarazanas de Tortosa, en la actual provincia de Tarragona, en las que comenzó a construirse una gran flota. Hacía falta también un buen puerto, de manera que once años después, en el 955, se fundó la ciudad de Almería, llamada por aquel entonces al-Mariyya, ‘la Atalaya’, en castellano, pues su alcazaba se puede considerar un magnífico mirador del Mediterráneo. En poco tiempo, Almería se convirtió en el gran puerto del califato y desde él se centralizó buena parte del tráfico comercial marítimo que tanta riqueza aportaría a la Península en siglos venideros.
Las numerosas campañas militares y el espectacular crecimiento económico no dejaron de tener reflejo en otro de los aspectos fundamentales de la civilización islámica en la Península, la cultura.
Ya en época de Abd al-Rahman II, una serie de personalidades habían asentado las bases de lo que sería el hecho más conocido de al-Andalus en el mundo, su espectacular desarrollo cultural. Pero seis décadas de crisis y de guerras civiles habían conseguido que ese fermento llegara casi a extinguirse como consecuencia de la dureza de los tiempos que hubo entre el segundo y el tercero de los abderramanes.
Con este último, se experimentó un nuevo resurgimiento cultural, destinado esta vez a durar tres siglos y que acabaría haciendo inmortal el nombre de al-Andalus para el resto de la historia.
Durante el siglo X se unieron dos factores que propiciaron este hecho. Por una parte, había suficiente riqueza y bienestar para fomentar el mecenazgo entre los espíritus intelectuales, y por otra existía la tranquilidad política y militar necesaria para que se pudiera permitir el cultivo calmo de las ciencias y de las letras en los dominios del califato. Después del páramo cultural que significó la segunda mitad del siglo IX y las primeras décadas del X, la luz volvió a encenderse con gran fuerza en los dominios cordobeses y costaría bastante trabajo apagar en el futuro la viveza de esa llama.
No obstante, los comienzos fueron dubitativos. Todavía no aparecieron las grandes personalidades que surgirían en siglos venideros, pero ya comenzaron a despuntar algunos nombres de ese resurgir cultural. Entre estos conviene destacar a algunos como el ya mencionado filósofo racionalista Ibn Masarra (“el jabalí”) o el innovador literario al-Rabbihi, que vivieron a comienzos del reinado de Abd al-Rahman.
En la propia corte del califa desarrolló su obra al-Razi, laudatorio historiador que a mediados de siglo narró en su Descripción de al-Andalus la geografía y la historia de los musulmanes en España. Su obra fue tan importante que los cristianos conocedores de ella la denominaron La crónica del moro Rasis.
La astronomía fue también objeto de estudio en al-Andalus. El conocimiento de la misma revestía una gran importancia para una religión como la islámica. En efecto, saber orientarse correctamente hacia La Meca era algo básico para un musulmán cuando tenía que rezar, de ahí que se le concediera un gran peso a la misma y se desarrollase enormemente en el mundo musulmán. La astronomía andalusí se estudió primero en su vertiente no científica con la “astrología” de Ben Zaid, pero también se abordó desde una perspectiva más racional con Abd al-Rahman al-Sufí, al que se debe el invento del cuadrante en el astrolabio. La influencia de este invento fue tal que, a partir de la segunda mitad del siglo X, el obispo Gomar de Gerona lo divulgaría por Europa y, con él, el saber astronómico andalusí.
Pero la rama del saber que más destacó, sin duda, fue la medicina. Para que esto sucediese, tuvo que ocurrir un hecho fundamental. En el año 947, en el transcurso de una de las embajadas del emperador bizantino Constantino VII Porfirogeneta, la comitiva que procedía de Constantinopla le regaló al califa un libro. Este libro estaba destinado a cambiar la historia de la medicina en Europa occidental. Su título era La materia médica y su autor era un griego que había vivido nueve siglos antes, Dioscórides. La llegada a la corte cordobesa de este ejemplar fue un hecho crucial para la medicina en al-Andalus y en Europa. Nosotros conocemos el libro actualmente como El libro de las plantas, ya que en él aparecen numerosas recetas farmacológicas basadas en el aprovechamiento de las plantas medicinales.
La llegada de La materia médica supuso una auténtica revolución científica en la Córdoba califal. El médico personal del califa, el judío Hasdai ibn Shaprut, lo tradujo en cuanto pudo y comenzó a poner en práctica las enseñanzas que en él venían. Pero no era suficiente. Las personalidades cultas de entre los cordobeses eran conscientes de su retraso científico y el contacto con los refinados bizantinos abrió ante ellos un nuevo mundo lleno de sorpresas y de descubrimientos que no desaprovecharían.
Abd al-Rahman, conocedor de la situación, solicitó ayuda a Constantino, y en el año 951 el emperador bizantino envió una nueva embajada cultural a cuya cabeza iba al monje Nicolás, acompañado de un grupo de helenistas y traductores, con el objetivo de divulgar el antiguo saber clásico recopilado en los textos griegos entre aquellos musulmanes tan ávidos de conocimiento. El resultado fue inmejorable. Cientos, quizás miles de textos griegos envejecidos por el paso de los siglos fueron traducidos y copiados en árabe, salvándose de esta forma de perderse definitivamente para el conocimiento de la humanidad, como probablemente hubiera sucedido de no haberse realizado copias de ellos en las bibliotecas cordobesas.
Las repercusiones de este hecho no solo fueron importantes para la cultura en general, sino también para la medicina en particular que experimentó un considerable desarrollo, lo que acabaría convirtiendo a al-Andalus en uno de los centros científicos más destacados del mundo de aquella época.
El propio Ibn Shaprut estuvo a la cabeza del mismo, y se cuenta que cuando en el año 958 la reina Toda de Navarra solicitó ayuda al califa, Abd al-Rahman III delegó en su eficiente galeno para resolver una misión de elevada importancia. El motivo de la petición fue que el hijo de Toda y futuro heredero al trono navarro, el príncipe Sancho, estaba tan gordo que esa obesidad mórbida le impedía poder desarrollar con normalidad las funciones que tendría que llevar a cabo como monarca. Toda pidió a Abd al-Rahman que los médicos cordobeses curaran a su hijo de la enfermedad. Ibn Shaprut se hizo cargo del caso. Sometió a Sancho, apodado y con razón, “el Craso”, a una cura de adelgazamiento radical. Al año siguiente, el grueso monarca regresó a su reino con el problema solucionado, pero eso sí, bajo la tutela vigilante del califa que lo había apoyado y bajo el estricto control de los endocrinos cordobeses.
Con estos hechos darían comienzo las tres grandes escuelas científicas que descollarían en el futuro: la medicina, la astronomía y la geografía junto con la historia. Estas, unidas al arte, la literatura y la filosofía, alcanzarían en los próximos siglos una época de brillantez que todavía hoy resulta sorprendente y admirable.
Para que esto sucediese, fue necesario a su vez que apareciera una innovación que en este caso procedía de China, y que también se encargaron de importar los musulmanes del Lejano Oriente: el papel. Hasta ese momento, los textos se habían escrito sobre pergamino, pero este era carísimo, pues había que producirlo de la piel de terneras muy jóvenes, y resultaba muy difícil de preparar como soporte para lo escrito. El papel era mucho más barato y bastante más fácil de producir. Su difusión provocó un impacto en la cultura de aquel tiempo similar al que produciría la imprenta cinco siglos después o al que tienen los ordenadores e Internet actualmente.
Durante la época del primer califa, la economía de al-Andalus entró en su período de apogeo. El momento dorado de la cultura se asentó sobre unas bases económicas sólidas y firmes que hicieron de esta tierra uno de los estados más ricos del mundo de aquel tiempo, si no el más rico de todos.
Algunos historiadores de la economía han afirmado que durante este período, el nivel de vida de los habitantes del sur de la Península era quizás hasta nueve veces superior a los habitantes del gélido norte de Europa. Es difícil dar crédito a esta cifra, aunque no resulta del todo imposible aceptarla. Sin embargo, hoy día, estas regiones del sur peninsular tienen dos, y hasta tres veces, un nivel de vida más bajo que el de los países más desarrollados del norte del continente. Las vueltas que da la vida en “únicamente” mil años…
Las bases de esta riqueza se sustentaban sobre tres pilares fundamentales: el sector agrícola, la industria artesanal y un activo comercio con el exterior.
La agricultura era sin duda el sector de actividad más destacado. Se ha comentado en ocasiones que los musulmanes favorecieron la pequeña propiedad basada en la fertilidad de los huertos con sus cultivos de regadío, pero esto no parece ser cierto, sino más bien lo contrario. La élite árabe se hizo desde el principio de su presencia en la Península con el control de los grandes latifundios visigodos, heredados a su vez de la época romana, y los mantuvo en explotación mediante colonos y aparceros, en su mayoría pertenecientes a los muladíes, sin grandes cambios sustanciales con respecto a la situación anterior.
Lo que sí cambió fueron los rendimientos, los cuales, muy bajos en época visigoda, se incrementaron considerablemente gracias a innovaciones técnicas y a nuevos productos traídos de Oriente. La principal de estas mejoras fue el regadío intensivo, esto es, el aporte artificial de agua a los cultivos para mejorar su producción. Los musulmanes, que procedían de tierras muy áridas, trajeron consigo una serie de técnicas destinadas a abastecer a las plantas con los recursos hídricos necesarios para su mejor desarrollo. Para ello construyeron una serie de obras (norias, azudes, acequias, qanats, caces, etc.) que permitieran llevar el agua, desde los ríos o presas, hasta las huertas donde plantaban las legumbres y los frutales. El resultado fue espectacular y, como consecuencia, la producción de alimentos se multiplicó, el hambre disminuyó por lo general, y la población aumentó.
Por si esto fuera poco, trajeron además nuevos cultivos que hasta entonces eran desconocidos en estos territorios. Así, por ejemplo, importaron las naranjas, los limones, el arroz, la caña de azúcar o el algodón, entre otras muchas especies. La mayor parte de ellas se aclimataron perfectamente, y todavía hoy suponen, en muchos casos, algunos de los productos más abundantes que se cultivan en el campo español.
Estas innovaciones permitieron mejorar a su vez los cultivos más tradicionales. Así se intensificó la producción de cereal, en particular del trigo, la del viñedo, eso sí, exclusivamente para el consumo de uvas, dado que la prohibición coránica impide que los musulmanes puedan beber vino (aunque hay noticias habituales de que la misma se saltaba con frecuencia como hemos podido comprobar en ocasiones anteriores), y sobre todo del olivar, que conoció un desarrollo enorme y que convirtió el sur de la Península en uno de los grandes centros mundiales productores de aceite, como de hecho ya lo había sido durante la época romana y todavía continúa siéndolo en la actualidad.
No deja de ser curioso que el límite más septentrional del olivar se convirtiera durante más de tres siglos en la frontera política y militar que delimitaba a al-Andalus con los reinos cristianos del norte de la Península. Existe, sin duda, una relación directa entre un hecho y otro.
Tanto las especias (azafrán, jengibre, etc.) como las plantas textiles (lino, esparto, las moreras para la cría de los gusanos de seda y el ya mencionado algodón) alcanzaron también un notable desarrollo.
Esta agricultura tan evolucionada para su época fue la que permitió el gran crecimiento urbano, ya que la elevada productividad, unida a unas eficaces redes comerciales, permitía el abastecimiento de alimentos a los grandes centros urbanos donde, en ocasiones, como en el caso de Córdoba, se podían concentrar varios cientos de miles de personas.
La ganadería, por el contrario, tenía bastante menos importancia. Su producción se encontraba en manos de los pastores bereberes que habitaban en las montañas. Los musulmanes destacaron en la cría de los veloces caballos andaluces y de las ovejas, en particular para la cría de los corderos. De hecho se dice que fue la tribu de los meriníes la que introdujo en el país una de las dos grandes razas ovinas que existen actualmente en España, la de la oveja merina, que conjuntamente con la churra, de origen autóctono, configura la cabaña ovina peninsular. Los musulmanes celebran con gran énfasis la “fiesta del cordero”, de ahí la importancia que le concedieron a este tipo de ganado.
La explotación forestal fue asimismo poco importante. Por ese motivo, hasta la etapa final del califato, al-Andalus estaba cubierto por grandes extensiones de bosques. Según el geógrafo romano del siglo I, Estrabón, en una conocida pero apócrifa cita, se decía que una ardilla podía atravesar de norte a sur la península Ibérica sin tener por qué descender de la copa de los árboles, tal era la abundancia de los mismos por todo el territorio.
Desgraciadamente, a partir del siglo XI se inició un brutal proceso de deforestación propiciado por la Reconquista, que acabó quemando o roturando buena parte de la superficie boscosa. El objetivo era impedir la defensa del territorio a los musulmanes, a la vez que se incrementaba la producción maderera y aumentaba la superficie para producir trigo y aceituna.
Tampoco fue la minería uno de los sectores económicos más destacados, sobre todo si la comparamos con épocas anteriores, como la romana, o posteriores, como el boom que tuvo lugar a partir del siglo XIX. No obstante, los musulmanes explotaron las riquezas del subsuelo extrayendo grandes cantidades de oro, cobre, hierro y sobre todo mercurio, en particular de las grandes minas de Almadén, en la actual provincia de Ciudad Real. Es conveniente recordar que la palabra
al-maden
, quiere decir en árabe ‘la mina’, y, de ahí, que varias localidades españolas sigan en la actualidad conservando ese topónimo. No hubo innovaciones técnicas importantes en la minería, y se siguieron empleando técnicas parecidas a las de la época romana.
La industria, por el contrario, cobró un gran auge motivado en parte por la mejora del nivel de vida. La más importante fue la textil, como la que se dedicaba a producir tiraces o tafetanes de seda, los bordados de lujo, las prendas de algodón o la producción de prendas de esparto. También destacaban la producción de curtidos (cordobanes de cuero, guadamecíes, etc.); la cerámica, en especial la vidriada; la de armamento, como las espadas toledanas (cimitarras, alfanjes) o las navajas albaceteñas (y cabe recordar que el topónimo Albacete procede de al-Basit, es decir, ‘la llanura’); la orfebrería, que fue muy importante en Córdoba (los caireles de plata); el papel, como sucedió en la localidad valenciana de Játiva, donde se construyó una de las mayores fábricas de papel que hubo en Europa; la construcción naval, con las atarazanas de Sevilla y Tortosa; la industria maderera para la fabricación de muebles (ebanistería); la del acero, sobre todo en la parte sur de la actual Cataluña (la farga catalana); y, por último, otra industria que destacó fue la del soplado del vidrio.
En general se trataba de una producción artesanal en pequeños talleres familiares, aunque el Estado cordobés fomentó la creación de grandes manufacturas estatales destinadas a la exportación. Los mozárabes destacaron en particular en esta actividad artesanal.
Después de la agricultura, el sector de actividad económica más importante fue sin duda el comercio. De hecho, la prosperidad del Estado andalusí se basó en buena medida en los beneficios que aportaron las relaciones comerciales con otros territorios exteriores. Los impuestos que de él se obtenían explican en buena medida la riqueza del califato cordobés y su enorme interés por controlar las rutas del comercio de esclavos y de oro, las dos mercancías de las que obtenía mayor rentabilidad.
El comercio se desarrollaba a dos niveles, en las ciudades y en el exterior. El primero de ellos se centralizaba en una serie de mercados como los zocos urbanos (al-suq). La orfebrería y la artesanía tenía su lugar en las alcaicerías, la ropa se compraba y se vendía en los zacatines, las mercancías se almacenaban en las alhóndigas o funduks, y una red de posadas se ubicaba en los jans o en los caravansares. La mayoría de los comerciantes que se encargaban de realizar las transacciones principales eran judíos, sirios o árabes enriquecidos.
Pero el comercio más rentable era sin duda el que tenía lugar con otros territorios del exterior. Al-Andalus fue el punto de contacto entre las rutas comerciales procedentes del norte de África con las del Mediterráneo oriental (tanto las que procedían de Constantinopla como las de Siria), como con las del sur de Europa (Francia central, valle del Ródano, etc.).
Estas tres rutas principales estaban especializadas en distintos productos. Del África subsahariana (sur del Sudán), se traían el oro y los esclavos negros. Estos se transportaban en caravanas a través del desierto desde Tombuctú y se introducían en al-Andalus a través de los puertos del sur: Algeciras, Málaga y en especial, Almería. Era probablemente el tráfico más provechoso, de ahí el interés de los califas por ocupar las plazas del norte de Marruecos (Fez, Marrakech, etc.).
La ruta a través del Mediterráneo (Siria, Egipto, Túnez y el Imperio bizantino) se especializó en productos de lujo (orfebrería, cerámica vidriada, especias, armamento, etc.). Finalmente, la ruta hacia el norte de Europa se basaba en la exportación de esclavos negros y eslavos mediante los mercados existentes en Pamplona y Barcelona. Fue al-Andalus la principal abastecedora de este tráfico de personas hasta que en el siglo XV los portugueses sustituyeron a los nazaríes granadinos.
La riqueza del califato se basó también en la exportación de productos como el aceite, higos, pasas, almendras, algodón, azafrán, cuero, madera, cerámica, lino y también algunos minerales. Por el contrario, se importaban perfumes, piedras preciosas, vestidos y alfombras, además de los ya mencionados, oro y esclavos.
La poderosa marina mercante transportaba estos productos y desde el siglo X hasta el XIII se hizo con el control del Mediterráneo occidental, hasta que, a principios de este último siglo, la crisis de al-Andalus hizo que la mayor parte de este tráfico se desviara hacia El Cairo en el Mediterráneo oriental, que tomó a partir de ese momento la preponderancia comercial, o hacia las ciudades italianas y de la corona aragonesa en el Mediterráneo occidental.
Extraído del libro del autor titulado Al-Andalus (Punto de Vista Editores)