Cuando el Cristianismo hizo su entrada, el mundo conocido se presentaba unificado por la cultura griega y por la política romana, que eran las dos tradiciones “civilizadas” del mundo antiguo. Tradicionalmente se ha mantenido que el cristianismo en su etapa de formación fue un movimiento de desposeídos, un refugio para los esclavos de Roma y las clases desprotegidas. Uno de los iniciadores de esta idea fue Federico Engels y se ha mantenido a lo largo de casi todo el siglo XX.
Sin embargo, ya en el siglo XIX había quien no pensaba de esta manera, como era el caso de W.M. Ramsay, quien escribió que el cristianismo “se esparció primero entre los educados y de manera más rápida que entre los que carecían de educación; en ningún lugar era sostenido con tanta fuerza…como lo era en las familias aristocrátas y en la corte de los emperadores”.
Partiendo de la base de que la gente no abraza una fe nueva si está contenta con una fe más antigua, se puede establecer que, el auge de la ciencia y la filosofía de grecorromana causaba dificultades en las enseñanzas paganas, los primeros en notarlo fueron las clases acomodadas, porque eran los que tenían acceso a una educación. Así, el escepticismo religioso es más prevalente entre los más privilegiados. Lo que no quiere decir que la clase privilegiada más alta se uniera, ya que no les convenía cambiar su forma de pensar y con ello su estatus.
Recientemente, también se ha dado una visión contraria, como la de E. A. Judje quien afirma: “Lejos de ser un grupo socialmente deprimido,…los cristianos estaban dominados por una sección con pretensiones sociales de la población de grandes ciudades”. Es decir, los nuevos cristianos eran gente con un poder adquisitivo medio-alto que aspiraba a ascender en la jerarquía social, como son los comerciantes. Ejemplo de esto son los primeros cristianos romanos, Aquila y Priscila (o Prisca), un matrimonio judío de Roma, expulsados junto a otros judíos de la ciudad por el decreto de Claudio en el año 45; marcharon a Corinto, donde conocieron a Pablo, al cual acompañaron a evangelizar Roma, Éfeso y la propia Corinto.
Así se fue extendiendo poco a poco hasta que los cristianos se conformaron como una minoría importante dentro del Imperio y que convivían con los romanos paganos de su época.Para diferenciarse de ellos y reconocerse mutuamente, puesto que no podían decir abiertamente que eran cristianos ya que corrían el riesgo de ser perseguidos, como “sociedad secreta” crearon o establecieron una serie de símbolos identificativos, destacando en un primer momento el símbolo del pez.
El símbolo del pez fue el primero en aparecer, a finales del siglo II d.C. En realidad, era un símbolo que sólo los primeros cristianos reconocían, ya que la palabra griega de pez era Ichtus, y se trataba de un acrónimo con la expresión Iēsoûs CHristós THeoû hYiós Sōtér, que significa “Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador”
Desde Roma, el Cristianismo viajó por todo el Imperio, y la Península Ibérica obtuvo un papel privilegiado. El cristianismo se implantó en Hispania a partir del siglo III. Por ser los sectores altos de la sociedad sus principales difusores y dirigentes, las iglesias hispanas vivieron en plena armonía con su entorno social y asumieron paulatinamente, sin rupturas traumáticas, el papel integrador y político antes desempeñado por la religión romana.
Las leyendas sobre una supuesta evangelización apostólica de Hispania son tardías. Por haberse idealizado de tal modo el origen del cristianismo hispano, no sorprende que los primeros datos históricos sobre el mismo –la carta 67 de Cipriano (carta a las comunidades cristianas de León-Astorga y Mérida, y constituye el primer documento histórico del cristianismo en Hispania) y las actas del concilio de Elvira (el primer concilio que se celebró en Hispania Baetica por la iglesia cristiana. Tuvo lugar en la ciudad de Ilíberis, cerca de la actual ciudad de Granada. Su fecha es incierta, entre el 300 y el 324.)– fueran a menudo vistos con despectivo recelo, pues en ellos queda patente que la moral y la fe de los primeros cristianos.
Lo cierto es, sin embargo, que, en tanto nuevos testimonios no digan lo contrario, hemos de aceptar que la cristianización de Hispania se produjo en fechas tardías, no antes del siglo III y que, en consecuencia, se trataba de una religión ya muy romanizada. Es importante destacar este extremo porque ello nos obliga a tener en cuenta que Hispania no conoció, que sepamos, ninguna de las formas primigenias del cristianismo, como tampoco lo conoció ninguna provincia de la parte occidental del Imperio, con excepción de Roma y quizá de alguna otra ciudad donde pudieron coincidir un puñado de fieles de los que no nos ha llegado ningún testimonio histórico. Conviene tener presente que el cristianismo de los siglos I y II era una creencia muy heterogénea; surgieron muchas corrientes distintas, y muchas veces no se entendían entre ellas, y sus adeptos constituían una exigua minoría, apenas unas decenas de miles de fieles desigualmente repartidos por las innumerables ciudades del Imperio y liderados por unas docenas de hombres letrados o carismáticos. Lo milagroso es que al fin lograran forjar una sólida unidad en torno a una sola y Gran Iglesia a finales del siglo II e inicios del III.
No es, por tanto, sorprendente que en Hispania no haya el más mínimo rastro de judeocristianismo, es decir, del cristianismo entendido como una secta judía que tiene a Jesús por profeta o mesías, pero no Dios, y espera anhelante la llegada inmediata de su Reino; ni tampoco sorprende que las fuentes desconozcan la presencia en la Península del ideario teológico y sacramental difundido por Pablo y sus seguidores, con sus esperanzas escatológicas y su organización en iglesias autónomas y fraternales; ni que tampoco atestigüen la presencia en las provincias hispanas del cristianismo filosófico y moralizante que difundieron los apologetas griegos del siglo II.
De lo que nos hablan los primeros testimonios hispanos es, por contra, de una religión jerárquicamente estructurada, muy compenetrada con su entorno social y religioso, y también muy desigualmente implantada por la Península ibérica. Es obvio que esta religión y la mayoría de sus seguidores no constituían un revulsivo espiritual entre sus coetáneos, ni su limitado atractivo anunciaba el triunfo espectacular que le esperaba a lo largo del siglo IV.
Vía| SORDI, Los cristianos y el Imperio Romano, Madrid, Ed. Encuentro, 1988; B. GREEN, Christianity in Ancient Rome. The first three centures, London, T&T Clark, 2010; R. STARK, El auge del Cristianismo, Santiago de Chile, Ed. Andrés Bello, 2001; J. FERNÁNDEZ UBIÑA, “Los orígenes del Cristianismo Hispano. Algunas claves sociológicas”, Hispania Sacra, LIX, 2007, p. 427-458.
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