Escrito por Antonio Yelo
Solo si se conoce la verdad del amor, que es la naturaleza real del Yo, se podrá desatar el intrincado nudo de la vida. Sólo si se alcanzan las alturas del amor, se logrará la liberación. Esa es la esencia de todas las religiones.
(Ramana Maharshi, maestro hinduista)
Pasan las semanas y las salas de cine donde se proyecta Libres continúan llenándose a diario. ¿Qué lleva a tantos espectadores a salir de casa y a pagar su entrada (más de 8€ en Madrid) por un documental sobre un asunto tan «aburrido» y tan contracorriente como la vida contemplativa? Dirigida por Santos Blanco y con guion de Javier Lorenzo, la cinta relata el día a día de las monjas y monjes de clausura. Sus realizadores han conseguido el permiso para entrar con las cámaras en varios conventos y monasterios; han colocado el micrófono delante de los religiosos de ambos sexos que viven allí recluidos y apartados del mundo y les han preguntado por el sentido que tiene hacer lo que hacen. O mejor dicho: los han interrogado por el motivo por el que han dejado de hacer todo lo que ya no hacen. La frase de san Francisco de Asís «Necesito pocas cosas y las pocas que necesito las necesito poco» se pronuncia a los pocos minutos de metraje y sirve de eje alrededor del cual las opiniones giran y las actitudes de los recluidos se ordenan.
Una de las monjas entrevistadas —con una sonrisa deliciosa en los labios— habla sin tapujos: «Somos realmente unas inútiles. Según los estándares de la sociedad, no servimos para nada. Pero yo a veces pienso que los conventos de clausura somos como las zonas verdes de las ciudades. No producen ni son algo práctico, pero sin ellas, la ciudad no respiraría, se ahogaría». Otra monja se explica con estas palabras: «Puede que baste con que suenen las campanas. Que los agricultores de los campos cercanos sepan que el convento está abierto y que dentro hay unas mujeres que están locas; que se pregunten qué hay detrás de esas mujeres».
Un trabajo de investigación como este debería, como resultado, ofrecer datos, hecho, certezas. Libres, al contrario, deja la cabeza llena de dudas, de preguntas. Se puede analizar Libres desde la religión. En ese caso estaríamos simplemente ante un grupo de personas que por amor a Dios han abandonado su trabajo y sus relaciones familiares y de amistad para dedicar su tiempo a la meditación y a la oración. Pero también se puede enfocar el análisis desde otro punto de vista, el humano. En la vida contemplativa el ascetismo de Francisco de Asís se traduce en echar de menos cada vez menos cosas. Y no hace falta ser budista para saber que cuanto menos se desea, menos se sufre. Sin llegar al «muero porque no muero» de santa Teresa de Jesús, los monjes entrevistados manifiestan una aceptación poco común ante el hecho de la muerte. Saber que se va a morir y que ese hecho sea una mala noticia —dicen los psicólogos— es el origen de todos los miedos. Cuando la muerte deja de ser un problema, la ansiedad desaparece. Los monjes no pierden el tiempo en estas profundidades, claro. Estas reflexiones son propias de los que, fuera del convento, nos calentamos la cabeza. Quienes habitan los monasterios de clausura no se miran el ombligo y con ello consiguen disminuir su ego. Por ese camino desocupan su mente y el vacío que se produce acaba siendo llenado por Dios; sea lo que sea «Dios». ¿Dios es la paz? ¿el amor? ¿la armonía? ¿la unidad? ¿El silencio? ¿El vacío? Porque ¿qué es Dios? Que cada uno se dé su propia respuesta.
Asistiendo a la proyección es imposible no comparar el día a día de estos monjes con la vida de los que estamos fuera del convento. La mayoría vivimos dentro de un carrusel de actividades y obligaciones; inmersos en un ruido constante que no nos permite concentrarnos en lo esencial ni valorar qué es lo verdaderamente importante. Esclavos de los medios de comunicación y de las redes sociales; ofendidos por todo lo que contradice nuestras opiniones, principios e identidades y empeñados en reaccionar y en opinar sobre todo lo que ocurre, se nos va la vida en medio de un ir y venir que termina, a poco que nos descuidemos, siendo dominado por la ansiedad y la urgencia. ¿Quién es más libre? ¿Los de dentro o los de fuera?
Los monjes y monjas entrevistados no tienen nombre. Bueno, sí lo tienen, pero no se cita en el documental. Conocemos por sus palabras cómo eran cada uno de ellos antes de entrar en clausura, pero, tras asistir a la proyección y pasados unos días, es difícil recordar con exactitud cuál de los religiosos dijo ciertas cosas. ¿Se puede interpretar esto como que la vida en clausura ha difuminado su personalidad y terminan siendo indistinguibles? ¿Carecen de identidad? Vivimos en la época del auge de las identidades (de género, política, profesional, etaria, de estatus socioeconómico…). Los monjes y monjas de clausura, claramente, no son tantas cosas. Tantas identidades y rasgos de personalidad, ¿son una ventaja o una carga? ¿No será mejor descomplicar nuestra existencia?
Se publicó hace unos meses el ensayo Las personas más raras del mundo (Capitan Swing, 2022) del antropólogo norteamericano Joseph Henrich. En este extenso trabajo de investigación se profundiza en los motivos por los que los occidentales hemos terminado siendo diferentes del resto de culturas. Hemos acabado —según el autor— siendo los raros por más que sigamos pensando que somos el modelo en el que se quieren mirar las otras culturas. Una de las fuentes del estudio es una amplia encuesta realizada entre europeos y norteamericanos por un lado y el resto de culturas por otro. Había que completar la frase «Yo soy…» (“I am…”). Los occidentales mayoritariamente respondieron según los objetivos conseguidos, al prestigio alcanzado o sus características personales. Por ejemplo: «Yo soy abogado», «Yo soy guapa» o «Yo soy buen jugador de golf». Las culturas restantes en su mayoría dieron sus respuestas con referencia al sentimiento de pertenencia familiar: «Yo soy hijo de Juan» o «Yo soy hermano de Luis». Para su libro, Henrich inventa el acrónimo W.E.I.R.D. palabra inglesa que significa «raro». El acrónimo esta compuesto por Western, Educated, Industrialized, Rich and Democratic, características que definen la cultura occidental. Volviendo al documental y a la vida monacal, ¿quiénes son los raros? ¿los monjes de clausura? ¿O los que vivimos fuera de los muros del convento?
Eckhart de Hochheim (1260-1328) fue un teólogo y místico dominico nacido en Turingia (Alemania). Fue juzgado como hereje y solo la muerte por enfermedad lo salvó de morir en la hoguera. El llamado maestro Eckhart, dentro de sus cavilaciones, se preguntó: «¿Podemos afirmar algo positivo sobre Dios?». Su respuesta fue negativa: «Ni siquiera podríamos decir de Dios que es bueno, pues Dios es inefable (unaussprechlich, en alemán)». Siguiendo con esta idea, escribió que la única manera de comunicarse con la divinidad es vaciando el alma. Según Eckhart el alma es un sitio lleno de deseos, ambiciones, obsesiones, objetivos y pensamientos. En un lugar como ese no habría lugar para Dios. Los seguidores de Eckhart llegaron a identificar al Dios con el vacío, con el silencio. ¡Anatema! Según el teólogo alemán (precursor del mindfulness) solo mediante la meditación consistente en vaciar el yo hay forma de entrar en contacto con Dios. Ideas como la siguiente, en el siglo XIV, eran difíciles de aceptar por la autoridad eclesiástica: «El que no se ocupa de sí mismo ni de nada que no sea lo divino es verdaderamente libre y está vacío de cualquier mercancía y no busca lo suyo, del mismo modo Dios está vacío de sus obras y es libre y tampoco busca lo suyo». Pero lo que peor sentó fue su teoría de que el alma debía ser mujer. Eckhart afirmó que solo un alma vacía era capaz de fecundar a Dios. Aquello de que el hombre daba a luz a Dios fue el punto álgido de la herejía según los clérigos que lo juzgaron. Era intolerable la idea de un hombre como creador de Dios. La bula papal de 1329 —un año después de su fallecimiento— consideró que veintiocho de sus afirmaciones era sospechosas de herejía. Diecisiete de esas ideas eran muy graves y el resto eran, cuando menos, «malsonantes». En 1992 fue rehabilitado por la Congregación para la doctrina de la fe del Vaticano, entonces dirigida por Joseph Ratzinger (luego nombrado papa con el nombre de Benedicto XVI). Los estudiosos de la mística encuentran en Eckhart una de las claves para entender la vida contemplativa y una clara conexión entre el cristianismo y las religiones hinduistas y budistas.
El pensador y pedagogo Confucio, que vivió en China entre los años 551 y 479 a. C., tuvo más de tres mil discípulos. De entre todos ellos el favorito fue Yan Hui. Un día, el joven Hui pidió permiso al maestro para viajar. «¿A dónde vas?», le preguntó Confucio con una sonrisa. «Al reino de Wei», respondió el chico. «¿Y qué piensas hacer allí?» Hui tenía muy claros y meditados sus objetivos. Conocía la forma de pensar de su maestro y estaba convencido de la necesidad de su viaje. De hecho, esperaba que Confucio quedara complacido por su iniciativa: «He oído decir que el monarca del reino de Wei es joven en edad e irresponsable en sus actos. Gobierna el país sin prudencia y no reconoce sus defectos; descuida tanto la vida de sus súbditos, que los cadáveres cubren el país como la hierba seca cubre una tierra desolada. Los habitantes de Wei están desesperados. Mi intención es encontrar el remedio para salvar ese país»— respondió el chico. Confucio cerró los ojos y se mantuvo en silencio. Pasados unos minutos, dijo: «La intromisión es contraria al Tao. La intromisión engendra lo múltiple y lo múltiple trae la desgracia. En la antigüedad, el hombre sabio, antes de ayudar a los otros, buscaba su propia firmeza. Si tu vida aún no es firme, ¿Cómo vas a ocuparte de un tirano?». El maestro explicó al discípulo que su viaje, en realidad, estaba motivado por su deseo de fama, de renombre. En definitiva, le hizo ver que era su ego (y no el deseo de ayudar) el que lo estaba impulsando a denunciar las injusticias del dictador. «Entonces, ¿qué debo hacer, Maestro?» preguntó avergonzado Yan Hui. «Te recomiendo que ayunes, querido Hui», respondió Confucio. «Yo, Hui, vengo de una familia pobre —respondió el discípulo—. Desde hace meses no he probado ni el vino ni la carne. ¿no es suficiente abstinencia?». «No me refiero a ese tipo de ayuno; necesitas hacer ayuno en tu mente». «¿Y eso cómo se hace?», preguntó el chico. Confucio volvió a quedarse en silencio lo que permitió a maestro y a discípulo escuchar el rumor del viento y el sonido de unas voces lejanas. «Unifica tu voluntad, querido Hui. —terminó diciendo Confucio—. No escuches con tus oídos, escucha con tu mente. No escuches con tu mente, hazlo con tu alma. El oído se limita a oír. La mente piensa todas las cosas. Pero en el alma, cuando en ella se produce el vacío, cabe la totalidad. La unidad. El Tao solo se posa en el vacío».
El Tao, según los orientales, es el principio supremo de orden, unidad y naturaleza. El Taoísmo intenta enseñar al hombre a integrarse en la naturaleza, a no interferir, a dejar fluir. Para una mente occidental —más aún en el siglo XXI— es muy difícil aceptar que ante una injusticia puede ser mejor no hacer nada, dejar que todo fluya y retirarse a orar. Nuestra mente nos dice qué está bien y qué está mal. Y acto seguido nos impulsa a actuar. La cultura en la que nos desenvolvemos es la del Hacer, Ser y Decir. Hay que opinar, hay que resolver y, sobre todo, hay que ser. El occidental ha aprendido a fiarse en exclusividad de su inteligencia y de sus sentidos. Las culturas orientales, por el contrario, saben que la mente nos engaña y que la mejor solución no es siempre la que dicta nuestro intelecto. La forma de actuar (o de no hacer nada) de un monje de clausura nos hacer pensar que hay otro modo de contemplar este asunto.
El escritor francés Albert Camus (Premio Nobel de literatura en 1957) comenzó a redactar su novela La muerte feliz cuando solo tenía 23 años. Este texto quedó inédito a la muerte del autor y sólo fue publicado 10 años después, en 1971. Algunos críticos consideran La muerte feliz como un borrador de El extranjero (1941), que dio fama mundial al intelectual nacido en Argelia. En la página 128 escribe Camus: «La felicidad era humana y la eternidad cotidiana. Todo consistía en saber humillarse y ordenar el corazón al ritmo de los días, en vez de doblegar ese ritmo a la curva de nuestra esperanza. (…) Igual que en el arte, una ausencia voluntaria de inteligencia le es más útil al artista que los recursos más sutiles de la clarividencia. De esa misma forma hace falta un mínimo de ausencia de inteligencia para alcanzar la perfección de una vida de felicidad». Continua después: «En ese punto en que la mente niega a la mente alcanzaba su verdad y con ella su gloria y su amor más extremos». En 1936, Albert Camus aún no era un escritor reconocido y elogiado. Su pensamiento se mantenía entonces incontaminado por el éxito y el prestigio. Podría ser que el haberse criado en Argelia y no en París hubiera ayudado a ver la vida de otro modo a Camus.
Leonard Cohen comenzó escribiendo poemas. Desde muy joven quiso triunfar, ser alguien como artista. Un día escuchó en la radio a Bob Dylan y decidió que, si alguien con esa voz había llegado a ser una estrella, él también podía conseguirlo. El éxito tardó en llegar. La publicación de I’m Your Man (1992) lo aupó a los primeros puestos de las listas. Había conseguido lo que ambicionaba. En 1994, con sesenta años cumplidos y con Rebecca de Mornay (una de las más guapas y excitantes actrices de Hollywood) esperándolo, totalmente enamorada, para casarse, el músico dio la espantada y, sin decir nada a nadie, se recluyó durante cuatro años en un monasterio budista (Mount Baldy, dirigido por el maestro japonés Kyozan Joshu Sasaki Roshi). A lo largo de ese periodo se convirtió en el más humilde sirviente de los monjes de la institución religiosa y se ocupó de las tareas más modestas. Sirva como ejemplo de la dureza de su día a día que, como algo extraordinario, le fue concedido permiso para levantarse veinte minutos antes —a las 3:40 de la madrugada en lugar de a las 4:00— para poder fumar un cigarro y tomar una taza de café en solitario. Se ha escrito que Cohen necesitaba desintoxicarse, que bebía demasiado. El verdadero motivo por el que tomó aquella decisión fue la urgencia de matar a su otro yo, al artista llamado «Leonard Cohen». Tenía que desinflar su ego y sólo de ese modo fue capaz de seguir conviviendo consigo mismo.
Uno de los monjes que aparece en Libres cuenta que tuvo mucho éxito como pintor en Nueva York; que estuvo casado y tiene una hija. Su padre y su hermano se suicidaron. Su suegro también se quitó la vida. Una de las monjas que habla en el documental tiene cinco hijos y disfrutaba de una vida muy llena fuera del convento: «A mis hijas les costaba entender que la misma madre que hasta hacía unos días se calzaba unos taconazos así de grandes, se pintaba la cara y andaba todo el día de fiesta, ahora estaba aquí recluida con un hábito y todo el día rezando». Los protagonistas de la cinta tuvieron una vida más o menos feliz fuera del convento. El entrar a profesar y recluirse no significa que sus traumas y penas se queden fuera. «Todo se viene contigo», apunta un monje. Otro de ellos lo explica de forma muy clara: «Tu cabecita sigue rumiando, aunque ya no tengas contacto con tu vida anterior. Pero todo lo ves con otros ojos». Todos ellos tienen claro que el convento no es un refugio. La mayoría reconoce que echan de menos las diversiones y placeres de la vida laica. Pero todos afirman sin visos de duda que lo que ahora experimentan les llena mucho más.
Un monje muy joven cuenta que al ingresar en el monasterio comenzó a notar que Dios estaba dando respuesta a todas sus dudas e inquietudes. «Pero —cuenta— en unos meses percibí que Dios dejaba de hablarme y eso me generó cierta ansiedad. Con el tiempo, entendí que precisamente ese silencio era Dios». Otro religioso aún más joven y que luce una escasa barba color castaño dice: “Elimina el amor del mundo y esto se convierte en un infierno. Pues pongamos amor de una vez por todas y comencemos a solucionar esto». Unos minutos antes, ha manifestado lo siguiente: «Fuera de aquí hay guerra, odio, urgencia, envidia… Dentro de aquí tenemos paz, amor, comprensión y solidaridad. ¿Y si exportáramos estos principios que rigen aquí dentro hacia afuera?».
Coda
Betania es una ciudad que actualmente se sitúa en Jordania, junto a la frontera con el estado de Israel. Hoy no cuenta con más de veinte mil habitantes. En la época de los apóstoles, cuando Betania no era más que un pequeño pueblo, Jesús de Nazaret llegó al lugar y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Marta era conocida por ser trabajadora, tener su morada muy limpia y por su buena mano para la cocina. Con ella vivía su hermana María que, al contrario, era descuidada y poco hacendosa. Cuando Jesús entró en la casa y se acomodó en la habitación principal, María se sentó a sus pies y se dispuso a escuchar los relatos del nazareno. Marta, mientras tanto, no paraba de barrer, cocinar y ocuparse de todas las muchas tareas domésticas. La tercera vez que cruzó atareada el salón y escuchó a su hermana reírse por alguna ocurrencia de Jesús, se paró y con tono exigente dijo: «Señor, ¿te parece bien que mi hermana me deje sola con toda la faena? Dile que se levante y me ayude». El Señor le respondió: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, y no le será quitada».
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