Escrito por Marcos H. Bermejo
El noventa y cinco por ciento de los cincuenta mil sefardíes de Salónica —la mayor comunidad del mundo de hablantes de ladino o judeoespañol— no sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial. La inmensa mayoría fueron exterminados en Auschwitz. Su alta tasa de mortalidad durante el Holocausto es solo comparable a las de las comunidades israelitas de Polonia. Y cabe preguntarse por qué. ¿Por qué tan pocos judíos iberodescendientes de aquella población del Egeo se salvaron? Los motivos se pueden resumir en cuatro, y explicarlos servirá, de paso, para conocer un poco mejor esa cultura balcánica de lengua emparentada con nuestro idioma a la que nunca se le ha prestado demasiada atención en España.
El primer motivo es de carácter general y no específico de la ciudad griega. Se trata del orden en que fueron enviadas los judíos de los diferentes países de Europa a los campos de exterminio. Y los de Salónica, para su desgracia, fueron deportados en una etapa bastante temprana.
A mayor antigüedad, más días de sufrimiento y mayores probabilidades de morir de hambre y de enfermedad, y eso en el caso de que no hubieras sido gaseado nada más llegar, como le ocurría al grueso de los deportados. Las posibilidades de ser enviado a la cámara de gas tras bajar del tren al apeadero de Auschwitz también fueron reduciéndose conforme avanzaba el conflicto, ya que los alemanes iban necesitando más mano de obra esclava. La edad para librarse de la asfixia por Zyklon B pasó de dieciséis años en 1942 a trece y catorce en 1944.
Es revelador lo que cuenta Primo Levi en Si esto es un hombre, esa especie de manual de supervivencia en un lager que, a juicio de muchos, es la mejor explicación que se ha dado nunca sobre cómo funcionaba Auschwitz: «A los veteranos en el campo el número se lo dice todo: la época de ingreso en él, el convoy del que formaban parte y, por consiguiente, la nacionalidad. Cualquiera tratará con respeto a los números del 30 000 al 80 000: ya no quedan más que algunos centenares, y marcan a los pocos supervivientes de los guetos polacos. Hace falta tener los ojos bien abiertos cuando se entra en relaciones comerciales con 116 000 o un 117 000: han quedado reducidos a una cuarentena, pero se trata de los griegos de Salónica, no hay que dejarse embaucar». Los judíos italianos, como el propio Levi, o los húngaros, que también llegaron más tarde a los campos de exterminio, sobrevivieron en un número bastante mayor.
El segundo factor tiene que ver con la propia importancia de la comunidad israelita de Salónica, tanto por su número de miembros como por su influencia económica, política y cultural durante más de cuatro siglos, que la ponía en el centro de la diana.
Tras ser expulsados de España por los Reyes Católicos, los judíos sefardíes (que significa españoles en hebreo) se reasentaron en Europa occidental, el norte de África y especialmente en lo que era entonces el Imperio otomano, las actuales Turquía, Grecia, Bulgaria, Bosnia, Macedonia y Serbia. Pero solo en las ciudades otomanas consiguieron mantener intactas su cultura y lengua hispánicas —que consideraban superiores—, e imponerla a los judíos locales, que las acabaron asumiendo como propias.
Salónica fue la metrópolis donde más progresaron, tanto que en algunas épocas llegaron a ser más de la mitad de la población, y que por ello llegó a conocerse como la Jerusalén de los Balcanes. Esta exitosa historia no debió de pasar desapercibida al propio Hitler, que fue, en persona, quien ordenó deportar a los sefardíes tesalonicenses en una reunión a finales de 1941. Aunque luego esta voluntad tardaría más de un año en ejecutarse.
Cuando en marzo de 1943 partieron los primeros trenes hacia Auschwitz cargados de judíos sefardíes, en la ciudad habitaban unos cincuenta mil, lo que representaba el veinte por ciento de la población de la ciudad. Comparada con otras épocas, la cifra era pequeña, pero comparado con, por ejemplo, Atenas, la cifra era inmensa. En la capital griega había en ese momento cinco mil israelitas dentro de una ciudad de un millón de habitantes, y así resultaba mucho más fácil esconderse, huir o pasar desapercibido.
En Salónica los judíos estaban acostumbrados, además, a ser protagonistas de la vida local. Tenían una sólida idiosincrasia, grandes patrimonios, fuertes lazos familiares y sociales dentro de la urbe —aunque no en el campo—, y por generaciones llevaban sin apenas haber salido de la ciudad, ya que allí habían vivido más o menos felizmente y habían prosperado desde que sus antepasados desembarcaron en 1492.
El tercer motivo por el que la mortalidad fue tan alta tiene que ver con el contexto histórico en el que se hallaban aquellas regiones en la primera mitad del siglo XX, que también jugaba en contra de una posible huida. Tras más de cuatro siglos en manos otomanas, Salónica acababa de ser reconquistada por los griegos en 1912, y eso hacía que los judíos de cierta edad todavía no hablaran bien el griego o lo hicieran con un acento muy fuerte, algo que les impedía pasar desapercibidos.
Su lengua materna seguía siendo el judeoespañol o ladino, un idioma muy parecido al castellano que se hablaba en la España del siglo XV. Como recuerda el historiador Devin Naar, en 1927 todavía se vendían diariamente veinticinco mil periódicos escritos en judeoespañol (El Puevlo era el rotativo líder). Y aunque el francés había avanzado entre las clases acomodadas y especialmente en la vida pública, en el hogar, en la amistad y en el amor, el predominio del ladino era casi absoluto.
Para entender mejor la situación a principios de los años 40 y lo adversa que era para los sefardíes, es útil repasar algunos números. Unos números que además ponen de manifiesto un cuarto y último factor que tradicionalmente se ha tenido poco en cuenta: el interés que tenían los propios griegos cristianos, y no solo los nazis, por acabar con la judería de Salónica, ya fuera mediante su expulsión o mediante su asimilación.
En 1913, los conquistadores helenos hicieron un censo y los judíos seguían siendo todavía el grupo étnico más numeroso. Había en la ciudad sesenta mil hebreos, cuarenta y cinco mil turcos y cuarenta mil griegos. Sin embargo, esto cambió de la noche a la mañana en 1923. Con los desplazamientos forzosos fruto de la guerra greco-turca, llegaron a Salónica cien mil nuevos cristianos procedentes de Anatolia, Tracia y las costas del mar Negro, y treinta mil musulmanes se marcharon a la naciente república de Turquía.
El resultado fue que en 1941 el equilibrio étnico había saltado por los aires y de los doscientos cincuenta mil habitantes de la ciudad, como ya dije antes, el ochenta por ciento eran griegos ortodoxos y tan solo el veinte por ciento sefardíes. La cifra más baja de judíos en cinco siglos y sobre todo la más alta de cristianos, tan desproporcionadamente alta que les hizo caer en la tentación de pensar en los beneficios que tendría una Salónica únicamente griega. Griega o cristiana en este caso valdría como sinónimo, ya que en la época la mayoría identificaba religión con nacionalidad. Los musulmanes eran turcos, los cristianos eran griegos y los judíos eran solamente judíos.
También hay que tener en cuenta que a los otomanos, desde que llegaron en 1492, les interesó que los israelitas se establecieran en su territorio, especialmente en los Balcanes, ya que acababan de conquistarlos y la huida de la población cristiana había causado problemas en las economías locales. Les venía bien además el espíritu mercantil y las rutas comerciales que traían con ellos los sefardíes, algo de lo que la población turca carecía en gran medida.
Por contra, el ambiente durante la reconquista cristiana en 1912 era el opuesto. Para empezar, era la época en que los imperios multiétnicos estaban agotados, y cada pueblo que se preciase luchaba por construir un Estado nación con la mayor uniformidad étnica, religiosa y lingüística posible. En los siglos anteriores, los otomanos habían dejado a los judíos españoles a su aire, con sus propias instituciones judiciales, sociales y educativas. De hecho, ese es el principal motivo por el que estuvieron hablando español durante más de cuatrocientos años después de haber dejado la península ibérica, algo que, con la excepción de Tánger y Tetuán, solo ocurrió en las ciudades otomanas: Salónica, Estambul, Esmirna, Sarajevo, Sofía…
Al contrario que los turcos, los griegos también rivalizaban con ese espíritu comercial que tenían los hebreos de Salónica, que eran quienes gobernaban el puerto. La mayoría de judíos se dedicaba a la importación y exportación, el pequeño comercio, la artesanía, la estiba y la pesca. Además, los griegos tenían un interés bastante comprensible en helenizar el norte del país, dado que Salónica seguía en el punto de mira de los búlgaros tras haber estado a punto de conquistarla en 1912 (los ejércitos de Eleftherios Venizelos llegaron tan solo unas horas antes). En el momento histórico que nos ocupa, Bulgaria tenía encima el viento de cara porque era aliada de la Alemania nazi.
En realidad, los ciudadanos del país de Sócrates y Pericles no tenían demasiado cariño a los sefardíes de Salónica porque dudaban de su lealtad. Antes de la toma griega de la ciudad, los líderes israelitas de la urbe macedonia habían tratado de presionar a las potencias internacionales para que Salónica se convirtiera en un puerto franco o en una ciudad independiente, gobernada por los judíos, y protegida por esas mismas potencias. De hecho, el New York Times llegó a publicar un artículo que decía que era más factible una Salónica autónoma y hebrea, que un Estado judío independiente en Palestina.
Con estas motivaciones se entiende mejor lo que cuenta el helenista del CSIC Pedro Bádenas de la Peña en El camino al Holocausto en Grecia, que la actitud de los cristianos de Salónica osciló entre el colaboracionismo con los nazis y la indiferencia por el destino de sus vecinos. No ocurrió los mismo en Atenas, donde los judíos eran pocos y además eran romaniotes, lo que significaba que su lengua materna era el griego y por ello estaban mucho más integrados que los sefardíes. El arzobispo Damaskinos les defendió protestando ante los alemanes y expidiéndoles certificados falsos de bautismo, y esa versión de la historia que únicamente muestra solidaridad griega y cristiana con sus judíos es la que ha prevalecido durante décadas aplicada al conjunto del país.
Hoy, jóvenes historiadores como Leon Saltiel —uno de los pocos judíos que quedan en Salónica—, investigan este colaboracionismo que ha sido largamente tabú. En su libro El holocausto en Salónica, reacciones a la persecución antijudía muestra como el comportamiento no solo de políticos, sino también de jueces, funcionarios, estamento universitario y sociedad civil fue deplorable.
Un ejemplo de ello es como los nazis obligaron a trabajar como esclavos a ocho mil quinientos judíos de la ciudad —todos los hombres entre dieciocho y cuarenta y cinco años—, con la conformidad del general Simonidis, que era la máxima autoridad griega en la región macedonia. Otro son las prisas del ayuntamiento en contratar a algunos de los numerosos parados cristianos una vez que funcionarios y empleados públicos hebreos fueron despedidos por no poder acudir al trabajo (estaban encerrados en el gueto). Ciertamente las cartas y documentos en las que se deciden estas medidas, por el tono frío y formal, parece que estuvieran escritas por los propios nazis en lugar de por los burócratas helenos.
Hay dos actuaciones más que destacan en el plano simbólico, que iban encaminadas a borrar los cuatrocientos cincuenta años de presencia sefardí en Salónica. A instancias de la propia comunidad griega ortodoxa —que quería levantar allí la Universidad Aristóteles—, los alemanes decidieron arrasar el cementerio judío, que era el más grande de Europa. (Por si hubiera dudas sobre de quién partió la idea, es interesante recordar que los nazis no acabaron con ninguna de las otras grandes necrópolis de esta religión en todo el continente). También decidieron eliminar del callejero los nombres de figuras prominentes del judaísmo local y sustituirlos por los de héroes del nacionalismo griego y por accidentes geográficos macedonios.
No todo fueron sombras. Hubo algunas luces. Tres familias judías se salvaron porque fueron escondidas por otras cristianas —y las tres han publicado libro contándolo, curioso—. Una organización de izquierdistas logró que escaparan setenta sefardíes. Hubo un intento de crear una red para adoptar a niños y salvarlos. Y los trabajadores ferroviarios, por dinero o compasión, ayudaron a algunos de los condenados a la deportación a ocultarse en trenes de mercancías que viajaban hacia el sur.
También una asociación —solo una— protestó por lo que estaban haciendo los alemanes. Fue la asociación cristiana de heridos de guerra, que quiso manifestarse para defender a sus camaradas de armas judíos del conflicto greco-italiano de hacía dos años, pero que desistió cuando los nazis amenazaron con ejecutar a sus miembros. Salvo excepciones, parece claro que la comunidad cristiana quería aprovechar la situación para darle la vuelta a lo que ocurrió en 1430, la conquista turca de la ciudad, y reconvertir Salónica en un idílico paraíso bizantino sin apenas judíos ni musulmanes. Y lo consiguieron.
A modo de epílogo terminaré con dos apuntes más que no me resisto a contar. El primero, por la fuerza que tiene la escena, que resulta cinematográfica. Está extraído del libro de Mark Mazower Salónica: ciudad de fantasmas. Fue el momento en que regresó a la ciudad el primero del millar de supervivientes de Auschwitz. Se llamaba Leon Batis y era el 15 de marzo de 1945. En un café, ante una gran audiencia de periodistas y curiosos, y sorprendido de que nadie supiera nada de lo que había ocurrido en Polonia, les habló de las cámaras de gas, de los procesos de selección y de los crematorios. Al día siguiente su relato apareció en la mayoría de periódicos y uno llegó a titular: «Quemaron a todos los judíos de Salónica en un crematorio». Desde luego, toda una frase para la historia.
El segundo apunte me llama la atención por los efectos destructivos para la convivencia que tuvo en los supervivientes la experiencia de los campos de exterminio. Los mil ciento cincuenta y siete «polacos» de Salónica, que así llamaban a los retornados de Auschwitz, formaron su propio partido político para las elecciones comunitarias judías de 1946. Gracias a que ahora representaban el grupo mayoritario entre los hebreos —los otros eran elementos que se habían ocultado en la ciudad o que habían huido a las montañas o a Atenas y también habían retornado—, se llevaron el grueso de los votos. Y según contó el director en Grecia de la American Jewish Joint Distribution Comitte, la principal organización humanitaria judía que intentó socorrer a los supervivientes a la vuelta del infierno del norte, debían de ser intratables. Atormentados por su experiencia, eran suspicaces, individualistas hasta el extremo y habían perdido todo sentido de la solidaridad con los demás. Tanto es así que esta organización acabó abandonando la ciudad.
Con estos mimbres cabría esperar que la comunidad sefardí de Salónica acabaría desapareciendo por completo, como ha ocurrido en otras antiguas ciudades otomanas. Sin embargo, hoy todavía resisten algo más de mil judíos, aunque apenas hablan ya ladino: su lengua de trabajo y ocio es el griego. La vía de la expulsión y el exterminio no acabó del todo con esta cultura centenaria de raíz ibérica, pero la de la asimilación, que a la postre es un medio tan lento como efectivo, sí que está a punto de conseguirlo.
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