El Papa Francisco lidera, pues, una Iglesia en tiempos difíciles. Pero eso no es realmente nuevo. Porque los tiempos del mundo siempre son —o deberían ser— difíciles para la Iglesia. ¡Así fue desde el principio! Cuando Jesús comenzaba su vida pública, ante la incredubilidad de sus vecinos de Nazaret, les espetó que “ningún profeta es bien recibido en su tierra” (Lc 4,24). La reacción fue furibunda: “al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó” (Lc 4,28-30).
Si así comenzó el cristianismo, ¿de qué nos asombramos ahora, si ningún discípulo es más que su Maestro? (Mt 10,24) Una Iglesia fundada en la Cruz, luego de que una turba librara a un asesino para intentar matar al mismísimo Dios, no debería esperar acogidas complacientes.
La lucha contra la cultura del descarte
Veintiún siglos después, con la misma paz, pero también con la misma valentía de Jesús frente a sus coterráneos iracundos, la Iglesia continúa su labor profética de anunciar verdades incómodas. Entre ellas, una que define sin duda el pontificado de Francisco es la denuncia de la cultura del descarte. Así la resume en Fratelli Tutti: “partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites” (n. 13).
La cultura del descarte es la negación de la dignidad humana, concepto cristiano que proclama el valor intrínseco de cada persona por el solo hecho de tener naturaleza humana. Ese concepto fundamentó, gracias a Jacques Maritain, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que algunos paradójicamente hoy esgrimen para anular esa misma dignidad, por ejemplo, contra los no nacidos.
Mientras la dignidad humana defiende que la persona es siempre fin y no medio, siempre sujeto y no instrumento, la cultura del descarte implica subordinar el valor del ser humano a “prioridades” que pueden ser hasta importantes, pero nunca pueden legitimar la anulación del ser humano para convertirlo en “mero objeto”, según enseña el Papa Francisco en Laudato Si (n. 123).
Eso, que parece obvio, aterrizado en la práctica se vuelve polémico y escandaliza a muchos, incluyendo a veces a los “propios”, como los vecinos de Nazaret. Porque significa proteger la vida de un ser humano por nacer aun en circunstancias vulnerables, acoger al migrante aun en economías débiles, cuidar a los ancianos aun cuando los hijos tienen otras preocupaciones, defender a trabajadores precarizados aun contra intereses empresariales, exigir justicia para los pobres aun contra poderes políticos o económicos. O, para reciente escándalo, expresar una reflexión que el Papa Francisco compartió al igual que Elon Musk: que tener cada vez menos hijos está llevando a un suicidio social sobre todo en países más desarrollados, con consecuencias tan visibles como la quiebra de las seguridades sociales, cuyo mentalizador, Otto von Bismarck, jamás habría imaginado que sus descendientes decidirían irse autoextinguiendo en países con más jubilados viejos que trabajadores jóvenes. Es curioso, como denuncia el Papa Francisco, que ese descarte surja sobre todo para perseguir beneficios materiales, en un mundo que multiplica teléfonos inteligentes mientras reduce a los seres humanos que los disfrutan.
Por supuesto, la denuncia de la cultura del descarte es tan solo un update del mismo Evangelio de siempre. Lo primero que dijo Juan el Bautista, cuando le preguntaron qué hacer ante la inminente llegada del Reino de los Cielos, fue: “el que tiene dos túnicas, que le dé al que no tiene; y el que tiene alimentos, que haga lo mismo” (Lc 3,11). Seguramente hoy lo acusarían de comunista, como a quien defiende la vida desde la concepción lo acusan de ultraderechista.
Y es que la superación de la cultura del descarte, como toda la Doctrina Social de la Iglesia, solo puede entenderse desde el mensaje del Amor evangélico, que trasciende a cualquier ideología materialista. El Evangelio no puede reducirse a un panfleto de campaña y su aplicación radical —es decir, con auténticas raíces— genera escozor en todos los bandos políticos. Pero, por esa misma razón, también el Evangelio es capaz de servir de puente entre quienes piensan distinto, cuando se decide superar la cultura del descarte, consecuencia práctica del egoísmo, con la Cultura del Encuentro, que es la consecuencia práctica del Amor, resumen supremo de toda la vida y enseñanza de Jesús.
Por Héctor Yépez Martínez. Director de la Academia Ecuatoriana de Líderes Católicos. Profesor y Director del Centro de Arbitraje y Mediación – Universidad Espíritu Santo
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