Es inevitable. Soy incapaz de no encorvar una ceja cada vez que la sabiduría popular me despacha un «allá donde fueres, haz lo que vieres».
No es que el refranero castellano sea exactamente un dechado de concreción, pero esta recomendación con apariencia de aforismo siempre me ha parecido especialmente vaga e imprecisa. Tal vez sea útil como regla de supervivencia en la jungla de Sarawak, pero cuando el propósito no va mucho más allá de encajar en medio ajeno, no alcanzo a comprender por qué carajo tengo que hacer yo lo mismo que los demás, o más concretamente, por qué no hacerlo habría de suponer un problema.
En realidad, no es más que una cuestión de límites.
Hace tiempo, la madre de un amigo regresó escandalizada de la playa. No entendía que tres saludables jovencitas pudiesen comportarse de forma tan impúdica. Juzgó severamente sus valores, apeló indignada a la decencia de la juventud y describió lo que ante sus ojos se había mostrado como un repulsivo ejercicio de libertinaje. Básicamente, estaban tomando el sol y jugando al voléy-playa en topless. Toda una afrenta a la moral pública, oiga.
Las playas del país del que proviene la buena mujer están faltas de tetas al aire. Es la segunda vez que visita a su hijo, que vive aquí desde hace algún tiempo, y la primera que pisa la costa gallega, y lo que por estas latitudes no deja de ser una estampa típica del verano, sería impensable en las frías tierras a las que pertenece la señora.
Y es que, como comenté una vez aquí a propósito de un artículo sobre ética y apariencia titulado «Un dios salvaje», las pautas de conducta de una determinada comunidad —aquellas que a su vez sirven de referencia a sus integrantes para juzgar el comportamiento de los demás— son fijadas y estructuradas a través de sus circunstancias sociales y culturales, que actúan a modo de filtro definiendo los límites de lo que está bien y lo que está mal en un tiempo y espacio determinados.
El conflicto surge, como no podría ser de otro modo, cuando el entorno sociocultural de un individuo cualquiera difiere notablemente de aquel en el que se adentra. Por eso es tan difusa la frontera entre libertad y libertinaje. Porque el cristal con que se mira continúa siendo determinante.
Y me explico.
Libertad y libertinaje son dos círculos concéntricos de diferente radio donde el centro es la moderación más comedida y la circunferencia más alejada del mismo comprende el más salvaje de los excesos. En el área del menor de esos dos círculos se encuentran todos aquellos actos que una comunidad determinada consideraría meros ejercicios de libertad, y una vez rebasada la línea, en el área del mayor —acaso infinita—, se hallan los actos de libertinaje.
Como es evidente, el radio del círculo más pequeño tendrá una longitud mayor o menor dependiendo del grupo humano al que nos refiramos. Lo que aquí es considerado como burdo libertinaje, puede ser un simple ejemplo de libertad en Ámsterdam. Lo que para un par de jóvenes en la cama es hoy consustancial a su libertad, probablemente será una inmoralidad para una pareja de ancianos. O para otra pareja de jóvenes.
Siendo esto así, no es difícil entender dos realidades habituales. La primera es que un individuo que provenga de un entorno sociocultural más abierto, donde el ámbito de libertad sea mayor, adapte su conducta y no lleve a cabo actos que, aunque desde su perspectiva puedan parecer inocuos, en el nuevo entorno resulten escandalosos. Sería de esperar, por tanto, que dos personas no fornicasen a plena luz del día en una terracita del centro de Salamanca aunque procediesen de un lugar donde tal cosa fuese algo habitual.
La segunda de estas realidades camina en la dirección contraria. Carece totalmente de sentido exigir a quien proviene de un contexto sociocultural más cerrado que haga un uso exhaustivo de su libertad por el mero hecho de encontrarse en un entorno más liberal, obligándole a llevar a cabo actos que desde su punto de vista sean considerados indecentes.
Y sin embargo, lo hacemos. Cuando no entendemos las circunstancias del otro y nos asustan las diferencias, lo hacemos.
Buen ejemplo de ello es la desmedida importancia que damos en esta España rancia al uso del velo. Por supuesto, no pienso defender ahora conductas que atenten contra los derechos humanos, pero tampoco son esos los casos a los que me refiero.
Hablo de mujeres que han nacido y se han criado en un entorno en el que llevar velo forma parte de su tradición y costumbres. Mujeres que no ven nada de malo en ello, sino todo lo contrario. Mujeres que lo usan voluntariamente y a las que el cristal a través del cual observan el mundo lleva años diciéndoles que no hacerlo es un ejemplo de libertinaje.
Las pautas de conducta que rigen en nuestra sociedad nos dicen que somos libres para llevar velo o no —lo somos para llevar ridículas gorras y capuchas, cómo no vamos a serlo para usar un velo—. Sin embargo nos molesta que una extranjera acuda a nuestro país y no se descubra la cabeza. Se oyen voces que exigen que se adapte a nuestras costumbres. Que aquí eso no es normal. Que si quiere permanecer entre nosotros, ha de comportarse como nosotros. Bendita coherencia.
Se produce un conflicto derivado de la incursión de un individuo proveniente de un entorno sociocultural distinto en el nuestro, donde el ámbito de libertad es mayor —lo es por erosión—, y le exigimos que haga un ejercicio pleno de esa libertad, sin condiciones, aunque esa persona no se encuentre cómoda con ello.
Su conducta cabe dentro del derecho a decidir que nosotros sí tenemos. El radio del círculo menor del que antes me ocupé tiene una longitud mayor en nuestro entorno que en el suyo, y por lo tanto uno comprende al otro. Pero eso nos da igual. Aquí no es común usar velo aunque no haya nada que lo impida, así que pobre de la que lo lleve.
Ejemplos como este, por desgracia, hay muchos. Todavía hay demasiada gente a la que le parece lógico obligar a alguien a sobrepasar esa línea que delimita su ámbito natural de libertad. Y entre otros, el amigo al que me refería al principio de este artículo. La próxima vez que venga su madre, la obligaré a tomar el sol y jugar a vóley-playa con los pezones al viento. Porque es nuestra costumbre. Porque aquí eso es lo normal. Porque si quiere permanecer entre nosotros, ha de comportarse como nosotros. Ya verás tú qué bien le sienta. Bendita coherencia.
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