En Otra ronda (Thomas Vitenberg, 2020), una película danesa que merecía haber sido más galardonada en el último Zinemaldia, un profesor de historia hace optar a sus alumnos por unos perfiles biográficos que se corresponden con personajes muy conocidos.
¿A quienes preferirían votar? A un amante de los animales que no fuma ni bebe, a un borrachín impenitente que habla sin tapujos, o a un mujeriego lastrado por la enfermedad. Se inclinan por el primero y se sorprenden al descubrir que con este método de selección han preferido a Hitler, desdeñando nada menos que a Churchilly a Franklin D. Roosvelt.
Elogio de la moderación sin renuncia ni abuso
Aunque los temas que interesan a su director –Thomas Vitenberg– son la vida, el amor y las relaciones humanas, el film se sirve del consumo de alcohol como herramienta narrativa. Pero lo hace sin caer en maniqueísmo alguno. Frente a lo partidarios de beber sin tasa y ante quienes desprecian a los que no sean abstemios absolutos, esta película nos hace ver que –remedando el dilema hamletiano del príncipe de Dinamarca– “beber o no beber” para nada es la cuestión, porque se trata de “vivir bien” y lo mejor posible con los demás, dada nuestra fecunda e imprescindible interdependencia.
Una copa de vino puede achisparnos y potenciar nuestra capacidad para relacionarnos o poder afrontar un trance que nos desborda. El problema es cruzar determinada línea que no conviene franquear, cuya tasa dependerá ciertamente de cada cual en uno u otro momento. Esto último puede arruinarnos la vida, sobre todo si nos hacemos dependientes del abuso y nos dejamos dominar por lo que podría resultar placentero en dosis más homeopáticas.
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Evolución de las propias perspectivas
Es un mensaje tonificante dados los tiempos que vivimos, en donde todo tiene que ser de un color o su opuesto, sin advertir que la gama de grises cubre un amplio espectro entre lo negro y lo blanco. Los hechos alternativos y la posverdad abonan una radical polarización política cuyas consecuencias resultan absolutamente nefastas, al estigmatizar lo diferente y cuanto cuestiona la hegemonía imperante.
Uno tiene que ser progresista o conservador sin matices y en todos los ordenes de la existencia, como si fuéramos impermeables a los argumentos que pueden hacernos revisar nuestros puntos de vista con el transcurrir de los años y la experiencia que acumulamos no cambiara nuestra percepción de la cosas.
Nadie puede releer un libro ni visionar una película con muchos años de por medio esperando emular las mismas impresiones que antaño. Sería descabellado proponerse continuar pensando en la residencia para mayores como cuando íbamos al parvulario. Pero esto es lo que pretenden hacernos creer y suscribir las actuales circunstancias, tan partidarias de los antagonismos radicales y las conversiones integrales e instantáneas.
Demonización del adversario
Nuestro adversario político debe ser la encarnación del diablo, mientras que nuestros correligionarios no pueden hacer nada mal y, aunque se descubra que así es, toca defenderlos a capa y espada, obviando las evidencias y tapando sus vergüenzas con los posibles desatinos del oponente, lo que sin duda obstaculiza depurar responsabilidades, rendir cuentas y, desde luego, predicar con el ejemplo–por utilizar el título del colectivo editado por Ricardo Gutiérrez Aguilar.
La bipolaridad es un grave trastorno mental que causa estragos a quien la padece y a su entorno. Sin embargo, asumimos una sectaria polarización extrema en términos políticos y sociales, como si la cosa no tuviese remedio ni alternativa posible.
Todo ello hace saltar por los aires cualquier atisbo de consenso, con el único fin de mantener prietas las filas y no espantar a quienes ya están ganados para la causa, no sea que tengan la tentación de abandonar el redil, según sucedía en la República Democrática de Alemania, cuyas fronteras tuvieron que mantener cerradas a cal y canto para evitar la fuga de sus ciudadanos.
Las paradojas del sectarismo
Un muro de Berlín simbólico en términos ideológicos es lo que levantan cada día los dogmatismos de turno, al margen de cuál sea su signo. La convivencia no admite limitarse por la presión ambiental a confirmar las propias convicciones y despreciar las ajenas, cuando el único modo de avanzar es consensuar las discrepancias.
Como nos enseñó David Hume, sólo nos cabe ser escépticos y abrigar conclusiones provisionales que pueden quedar refrendadas o falseadas por lo que nos encontremos a la vuelta del camino. Corren malos tiempos cuando un pensador como Hume queda bajo sospecha al reparar en una cita polémica con la que se obvia el conjunto de su gran legado filosófico.
Si utilizamos esa criba desde nuestra propia óptica contemporánea, corremos el riesgo de arrinconar a todos los pensadores clásicos, al reprocharles no tener nuestra perspectiva histórica. Se descalifican aportaciones monumentales destacando facetas propias del contexto socio-histórico que les tocó vivir. Por ejemplo Aristóteles no criticó que convivió con esclavos, Rousseau fue un padre irresponsable y Kant no reivindicó el feminismo. Con este tipo de rasero volvemos al principio y elegiríamos al genocida por ser abstemio. La reducción al absurdo es así de paradójica.
Dicho sea de paso, Bertrand Russell nos cuenta en su autobiografía que salvó su vida por fumar, al sobrevivir a un grave accidente áereo por ir en la parte trasera del avión, reservada exclusivamente a los fumadores en esa época.
Pensar por cuenta propia como vacuna contra los dogmatismos
Ningún ser humano es perfecto y no podemos exigir a un cineasta, un pensador o un literato que sea necesariamente bondadoso ni carezca de uno u otro defecto. Lo que cuenta en la esfera pública es aquello que nos ha legado y esto no tiene por qué verse desvirtuado por una tropelía privada particular, tal como un genocida no queda redimido por el hecho de ser abstemio.
Combatamos los maniqueísmos omnipresentes por doquier y evitemos caer en la trampa del sectarismo político-social. La vida no es así, salvo para el fanatismo que decreta la inexistencia de lo diverso. Leamos y releamos a Hume, Rousseau y Kant, pese a sus carencias personales y a que no pudieran saltar sobre la propia sombra de su contexto socio-histórico, al ser esto algo imposible.
Como escribió Diderot en su Enciclopedia, “filósofo es aquel que, pisoteando los prejuicios, la tradición y el autoritarismo, se atreve a pensar por sí mismo”. Para los ilustrados, cualquiera podía ser filósofo, porque bastaba con atreverse a tener criterio propio. Universalizar esta costumbre podría neutralizar una polarización antagónica que sólo nos conduce al abismo. La Ilustración es una magnífica vacuna contra los dogmatismos y el fanatismo bipolar e intolerante.
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