Doña Teresa Hernández Cañedo fue una monja del siglo XVIII del convento de Santa Isabel de Salamanca. De joven aprendió música en la localidad de su nacimiento –Ledesma–, a través de uno de los sacerdotes de la iglesia mayor ledesmina, y en la urbe salmantina de manos de los maestros de capilla de la Catedral. Las niñas con este tipo de formación entraban habitualmente en los monasterios sin pagar la dote exigida, al ser muy apreciadas sus habilidades musicales, e incluso recibían una renta anual.
Monja a la fuerza
Teresa fue ingresada en el monasterio por su progenitor, un barbero-cirujano padre de familia numerosa. Lo hizo contra la voluntad de su hija, ya que ella había conocido a un joven en su pueblo con el que se cartearía incluso después de su incorporación al convento, y con él deseaba casarse. Sin embargo, se vio obligada a adoptar la vida conventual ante las presiones familiares.
Quiso dejar patente su disconformidad con la vida regular que se le había impuesto a través de varios procesos judiciales y de comportamientos anómalos intramuros, contrarios a la vida claustral. Entre estos estaban el vestirse de seglar a escondidas en su propia celda, adornarse con pendientes o dejarse crecer el pelo peinándoselo como las mujeres extramuros, así como de diferentes fugas, alguna de ellas frustrada.
Sus abandonos conventuales causaron gran escándalo en la ciudad, ya que las monjas debían vivir enclaustradas. Una de esas fugas la realizó incluso vestida con ropa secular, un hecho considerado muy grave para el obispo.
Rebelde
Su desobediencia a las normas también creó un ambiente enconado en el seno de la institución. Parte de las religiosas que en él residían llegaron incluso a cuestionar en algún momento la autoridad del obispo. Este trasladó a Teresa a otro convento en la villa de Alba de Tormes y posteriormente, ante un nuevo intento de huida, ordenó su integración en su institución de origen bajo duras condiciones.
Debido a su actitud, doña Teresa sufrió largos periodos de prisión conventual encerrada en una celda diferente a la suya, sometida a ayunos obligados y a privaciones de contactos con otras personas. Las visitas quedaron reducidas a los familiares más íntimos, para quienes no era fácil desplazarse desde Ledesma con asiduidad, e incluso tuvo limitada su asistencia a los actos litúrgicos.
A pesar de su aislamiento, discurrió el modo de hacer llegar sus cartas al exterior mediante contactos internos para dar a conocer su situación e intentar lograr anular su profesión y conseguir su exclaustración. Los momentos de encierro y vigilancia sirvieron incluso para despertar su ingenio. A través de un sistema basado en una escritura cifrada por trasposición, es decir, dando a cada letra el valor de otra, y mediante agrio de limón, que hacía visible la tinta borrada con él por calentamiento, trató de dar a conocer su estado lastimoso a su padre y a las más elevadas autoridades eclesiásticas.
Fue traicionada y se confiscó su correspondencia. A pesar de todos sus intentos acabó siendo sometida y silenciada. Hasta ahora.
La historia de doña Teresa
Con dicha correspondencia se inicia la obra que relata su vida y experiencias. En el libro, del que soy autor, se tejen de manera breve otras historias paralelas de mujeres relacionadas con los conventos y su problemática.
Nos adentra en una época en la cual los deseos y el futuro de las jóvenes estaban supeditados a los intereses colectivos, donde las voluntades debían someterse a las estrategias familiares. Una vez las mujeres ingresaban en el convento tenían difícil abandonarlo si no contaban con el apoyo de sus progenitores.
La de Teresa es una historia de una vocación forzada, de un esfuerzo inútil por revertir una situación a la cual le había abocado la familia. Pero también es la reconstrucción de parte de la vida conventual del Setecientos salmantino, tratando de contextualizar las vivencias de esta religiosa y de recrear los escenarios y situaciones por las que atravesó.
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