Si se limpiasen las puertas de la percepción,
todo le aparecería al ser humano tal y como es: infinito.
(William Blake)
todo le aparecería al ser humano tal y como es: infinito.
(William Blake)
Cultura y sociedad canalizan nuestro desarrollo cerebral y sensorial, y pronto nos conformamos con nuestras habilidades mentales, supuestamente encauzadas hacia valores «normales». Pero ¿qué pasa si quiero más? La genética cumple su función a la hora de moldear nuestro cerebro y nuestras capacidades cognitivas, es cierto, pero luego todo se puede entrenar, con una gimnasia adecuada. Si levantar pesas hincha un bíceps, los videojuegos potencian nuestras habilidades visoespaciales. Si correr mejora nuestro flujo sanguíneo, el ajedrez impulsa nuestros circuitos cerebrales. Es decir, lo mismo que podemos entrenar nuestros músculos, podemos entrenar nuestras capacidades cognitivas. O nuestros sentidos.
Percibimos y pensamos el mundo solo y exclusivamente a través de lo que nos cuenta nuestro cuerpo y, en particular, a través de un complejo sistema de receptores e interfaces (los ojos, los oídos, las manos…) que transforman señales externas en códigos eléctricos. Estos códigos eléctricos los utiliza luego el cerebro para generar, de forma totalmente convencional, una interpretación de la realidad. Convencional quiere decir que se establecen asociaciones rutinarias entre estímulo, percepción y sensación, asociaciones que son muy funcionales y efectivas, pero ficticias. Para algunos puede ser una mala noticia, agobiante y cínica, pero el cielo no es azul, no tiene color propio, como no lo tiene nada ahí fuera, solo que nuestro cerebro asocia su frecuencia cromática (debida a cómo su composición molecular refleja y transmite las ondas lumínicas) a una respuesta bioquímica de nuestra corteza que hemos decidido llamar azul. Es decir, el cerebro «pinta» el cielo de azul, un prado de verde, un girasol de amarillo y un cisne de blanco, con tintas que solo existen en nuestra cabeza, y que hemos nombrado con etiquetas comunes para facilitar la comunicación entre mentes distintas.
Todo ello es muy funcional y efectivo para el reconocimiento y la organización de la realidad, pero completamente convencional. De hecho, no solo desconocemos si nuestra sensación de lo que es azul es realmente la misma para todos, sino que, además, de vez en cuando se nos cruzan los cables y en lugar de asociar el color a una onda lumínica se asocia a una palabra, o a un número, o a un día de la semana: son las sinestesias, condiciones muy frecuentes en nuestra especie, donde las asociaciones entre estímulos y respuestas sensoriales son distintas de las convencionales. Tan de sencillo como asociar la estimulación cognitiva (azul) a una onda acústica (un sonido) en lugar de asociarla a una onda lumínica (un estímulo visual), y el mundo ya no parece el mismo.
La vista es el sentido más preciado en nosotros primates, que vivimos y pensamos el mundo sobre todo a través de formas y colores, así que es relativamente fácil entender que es nuestro cerebro el que, en continuo contacto con el medio ambiente, genera nuestro modelo de la realidad, coloreando las cosas con sus códigos arbitrarios. Pero lo mismo ocurre con los otros sentidos, aunque a través de descodificaciones diferentes. Esto tampoco quiere decir que el cerebro se monte la fiesta él solito: el modelo de realidad que genera está anclado y es dependiente de los estímulos y del mundo exterior, y es precisamente el resultado de esta relación extendida y dinámica. Además, el cerebro probablemente solo centraliza una información global, que sin embargo, se queda en parte almacenada en el mundo externo y en nuestro mismo cuerpo. Hay que imaginarse el proceso cognitivo como un flujo de información perpetuo entre ambiente externo, cuerpo, y cerebro, donde la percepción sostiene continuamente una proyección, una simulación, una sensación que llamamos realidad.
Como primates, hemos invertido tanto en la vista que nuestro comportamiento, nuestra cultura y nuestros conocimientos dependen increíblemente de ella. Pensamos mucho a través de imágenes, y razonamos usando nuestro cuerpo como unidad de medida en el espacio y en el tiempo. Incluso nuestros recuerdos y nuestras relaciones sociales utilizan las imágenes como base estructural de su organización, y el cuerpo como referencia. Y nuestras sociedades se han organizado ampliamente en torno a estas capacidades y necesidades sensoriales nuestras. Nuestra especie, en los últimos cien mil años, ha desarrollado regiones corticales particularmente especializadas para la imaginación visual y la cognición del cuerpo, ha empezado a figurarse y a dibujar bisontes inexistentes proyectándolos en un plano, a usar collares y ornamentos geométricos, y a generar códigos comunes basados en símbolos gráficos. Incluso el lenguaje, nuestro más alabado invento, tiene raíces en las sensaciones del cuerpo y, de todas formas, como también nos recordaba Goethe, una imagen sigue siempre valiendo más que mil palabras. Así que es de esperar que nuestra sociedad no solamente se haya desarrollado alrededor de las imágenes, sino que también, al mismo tiempo, haya ido forjando y fomentando estos recursos visuales.
Es un círculo vicioso donde la biología orienta la cultura (la capacidad visual canaliza el desarrollo social) y la cultura orienta la biología (los códigos visuales influencian el desarrollo cognitivo). Así que nuestras capacidades se deben en parte a un sustrato biológico (somos primates, y tenemos un arsenal de percepción visual muy potente) y en parte a vínculos culturales (nuestra cultura ha entrenado y potenciado adrede nuestras capacidades visuales). Nuestras potentes capacidades visuales fomentan una cultura visual que optimiza nuestros recursos pero, al mismo tiempo, también sesga nuestras capacidades perceptivas hacia una gama de posibilidades preestablecida y, probablemente, limitada. Porque, claro, hay todo un mundo más allá de la vista, un mundo que desconocemos por completo. Pero la biología y la cultura trabajan ambas con la misma materia prima, la plasticidad cerebral, y el proceso de desarrollo es tan dúctil que, en teoría, deja espacio de sobra para muchas más alternativas.
Siendo la vista nuestro sentido más valioso, tenemos una larga historia de estudios sobre su privación. La ceguera es algo que desde siempre hemos tenido —si se me permite el juego de palabras— bajo la atenta mirada de neurólogos, psicólogos, psiquiatras, biólogos, antropólogos, ingenieros, e incluso filósofos. Y, aun así, sigue dando sorpresas. Existen muchas cegueras diferentes, con mecanismos diferentes, de grados diferentes, y que diferentes cerebros elaboran de formas distintas. En muchos casos son los ojos que fallan, al cerebro no le pasa nada, así que las regiones dedicadas a la integración visual se quedan… ¡sin trabajo! En un increíble ensayo sobre ciencia y vida, Oliver Sacks describió en su libro Los ojos de la mente (por lo visto el desacertado plural se añadió innecesariamente en la versión en castellano) lo que pasa cuando la corteza occipital, encargada de descodificar nuestro mundo visual, se queda sin ojos. Y lo contó con conocimiento de causa, porque entre los asombrosos casos clínicos que relata estaba también el suyo, que iba perdiendo capacidad sensorial al progresar el cáncer que le estaba devorando el ojo derecho. Cuando los lóbulos occipitales no reciben señales desde los ojos, a menudo empiezan a inventar. Rellenan formas y texturas según criterios lógicos y sensatos, utilizando la información fragmentada e incompleta que tienen. Generan una realidad visual que es probable, unas veces acertando, y otras veces no.
Sin embargo, en los casos de ceguera completa o temprana, no se limitan a inventar, sino se dedican a generar este mundo visual a partir de otras informaciones. Muchas personas que han sufrido una ceguera muy temprana pueden literalmente «ver» el mundo a través del sonido, generado mapas muy parecidos a una escena visual, pero basados en las informaciones acústicas o táctiles. Sus lóbulos occipitales siguen dibujando el mundo, pero, como en las sinestesias, creando sus bocetos a partir de sonidos y vibraciones, y no de ondas lumínicas. Y en muchos casos hablamos de capacidades descomunales, si las comparamos con el mundo de las personas que utilizan la vista. Algunos perciben el espacio y los objetos por su ocupación física, que altera por ejemplo el flujo de aire del entorno. En algunos casos no solamente es posible generar un mapa visual a partir de los sonidos emitidos en el ambiente (sonidos que son imperceptibles para los que usan los ojos), sino que además hay quien consigue visualizar espacios y objetos a raíz de los rebotes de las ondas sonoras. De forma sorprendentemente análoga a los murciélagos, por lo visto se puede desarrollar una capacidad de ecolocación que permite «ver» el entorno integrando los patrones de reflexión de las ondas. Ondas que pueden ser las que están presentes en el entorno mismo, o que incluso se pueden generar adrede, por ejemplo golpeando rítmicamente el suelo con un bastón, igual que un radar que emite impulsos y graba su retorno para localizar los elementos en el espacio. Increíble. Verdaderos superpoderes, que nos recuerdan cómo, al cerrarse unas puertas, se abren otras.
Todo ello es fruto del entrenamiento, de un largo y continuo entrenamiento del sistema nervioso central. Y esto nos lleva a dos conclusiones. Primero, como hemos dicho, nuestro paquete sensorial y cognitivo es también fruto de nuestro sistema social y cultural, que nos empuja hacia ciertos patrones con sus estímulos y sus vínculos. Pero existen alternativas, que no conocemos, y nos topamos con ellas solo en casos extremos donde una patología no nos permite seguir los cánones convencionales. No conocemos las verdaderas capacidades de nuestros sentidos y de nuestros cerebros porque solo tanteamos las que nuestra sociedad nos induce a desarrollar y entrenar. Acostumbrados a ellas, pensamos que son las «normales», y no nos hacemos más preguntas. Pero sí que hay alternativas, y sería por lo menos interesante explorarlas.
Segundo, todas las veces que encontramos estos superpoderes están aparentemente asociados a situaciones patológicas, obligadas por un desarrollo defectuoso o por lo menos inesperado, que ha forzado nuestra biología hacia estas alternativas. Aparentemente, las nuevas capacidades siempre se desarrollan a expensas de otras. Para tener algo más, hay que tener algo menos. Pero ¿hasta qué punto esta renuncia es obligada? ¿Puedo desarrollar capacidades alternativas sin tener que perder las capacidades comunes? Y, si es que hay un tope de complejidad cognitiva que no permite añadir, sino solo sustituir, ¿es posible desarrollar situaciones intermedias, donde diferentes capacidades se desarrollen a la vez, aunque en grado menor? Ya sabemos que hay muchas culturas que han intentado cruzar las fronteras de estas limitaciones, pero lo que han descubierto todavía se queda fuera del alcance de nuestros conocimientos habituales. Muchos pueblos nativos usan drogas para sondear estos territorios, y ha habido muchos Carlos Castaneda o Aldous Huxley que han intentado explorar rincones desconocidos de nuestra cognición con peyote, ayahuasca, y toda una larga serie de potingues, bien sean industriales o caseros. Otros han alcanzado el mismo resultado con la meditación, a través de la privación sensorial, de una hiperventilación, u obligando el cuerpo a condiciones extremas.
En casi todos estos casos, aparte del riesgo de acabar como yonquis o de encontrarse en situaciones incómodas, el problema es que no sabemos si lo que encontramos es el resultado de una potenciación cognitiva o más bien de una ilusión desconectada de la realidad. Es decir, no sabemos si el cerebro está afinando sus capacidades, o inventando a lo bestia. Sin embargo, si bien en ambos casos se trata de todas formas de proyecciones convencionales, el grado de asociación con la realidad es distinto y, por ende, distinta es la utilidad o la necesidad de manosear nuestro centro de mando. Desde luego, no es lo mismo abrir las puertas de la percepción y aumentar el flujo de información, que, por el contrario, cerrarlas a cal y canto y dejar que el cerebro empiece a improvisar contenidos, pescando en los cajones subconscientes de los recuerdos. Además, si el cerebro necesita cierto orden y ciertos filtros para poder funcionar decentemente, tampoco se trata de abrir de par en par esas fatídicas puertas. Pero ojear por la mirilla podría ser muy interesante.
Ahora bien, si mi cerebro o mis sentidos son capaces de hacer algo aparentemente increíble bajo los efectos de una pastilla, de una plegaria o de una patología, esto quiere decir que la posibilidad está ahí, aunque tal vez bien escondida en los recovecos de nuestra biología. Y, si es que está ahí, entonces tiene que ser posible moldear mi capacidad cognitiva en esa dirección, sin hierbas ni oraciones, mediante un adecuado (y probablemente largo y meticuloso) entrenamiento sensorial. Todavía desconocemos en qué grado la plasticidad cerebral nos permite forjar nuestras propias capacidades, pero, por mucho o poco que sea, sería lo suyo hacerlo de forma consciente y activa. A veces mejorando lo que se pueda mejorar, y a veces sencillamente orientando la elección hacia opciones diferentes, si es que nos parecen más interesantes. Tenemos que admitir que hay aspectos de nuestro cerebro que desconocemos. Si bien algunos de estos aspectos se pueden explorar con fármacos o con técnicas psíquicas, deberíamos considerar la educación perceptiva como una alternativa más, que cuesta quizá más esfuerzo, más tiempo y más compromiso, pero que puede dar resultados más estables y efectivos.
Está claro que todas estas cuestiones son extremadamente importantes para la neurociencia así como para la antropología evolutiva, la sociología o la psicología, y atañen a los fundamentos biológicos del comportamiento y de sus implicaciones clínicas. Pero es algo que tiene también una importancia a la hora de aumentar el conocimiento de nosotros mismos, de elegir una estrategia personal de desarrollo mental, y de plantearse una educación sensorial que considere las prioridades sociales pero también las potencialidades individuales. Decía don Santiago Ramón y Cajal que cada persona puede ser, si se lo propone, escultora de su propio cerebro. Y tenía toda la razón, aunque antes de meterse a moldear hay que enterarse de cómo se plasma esta materia tan escurridiza que son las neuronas. Para ser escultor de nuestro precioso procesador central hay que ser artesano de la cognición, y educar nuestro cuerpo y nuestros sentidos de una forma consciente y activa, para que el cerebro pueda coordinar informaciones internas y externas con sus hermosos modelos de la realidad según cánones que no sean solo fruto del azar o de los vínculos sociales, sino de decisiones más autónomas y conscientes.
Finalmente, más allá de las posibilidades de moldear nuestra propia mente, estos principios también pueden ayudarnos a entender a los demás, a los otros, muchos otros, unos otros que, con toda probabilidad, sienten y ven el mundo de una forma distinta de la nuestra. En cientos de miles de años hemos desarrollado convenciones sociales muy buenas, que son capaces de ocultar las diferencias haciéndonos parecer todos muy iguales. Son tan buenas que no nos enteramos de lo distintos que somos, cada uno con sus patrones cognitivos peculiares, frutos de combinaciones muy pero que muy variadas. Aunque sin llegar a la compleja reorganización neural de una ceguera o de una alteración importante de las capacidades sensoriales, nuestros cerebros son todos muy diferentes, y muy diferente es, por ende, la realidad que generan. Quizá vivimos todos en mundos distintos, y no lo sabemos. Ser conscientes de estas diferencias es el primer paso para descubrir estos mundos disímiles, para entenderlos, para aceptarlos, y para aprovecharnos de su inimaginable e inexplorada belleza.
Tengo que agradecer a Gregorio Montero, Annapaola Fedato, Maria Silva, Duilio Garofoli, Luis Ibarra yPablo Malo, por las muchas tertulias que hemos dedicado a estos temas sensoriales y cognitivos. Y por supuesto, a Oliver Sacks, quien, aun sin haber alcanzado su bismuto, no solamente sigue enseñándonos tantos caminos inesperados y sugestivos, sino que además nos explica perfectamente — y con una sonrisa — por qué merece la pena emprenderlos.
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