La noche del incendio de Notre Dame fue noche de vigilias. Las hubo en París, en los alrededores de la catedral, frente al humo y las llamas, pero hubo también las vigilias de los atentos a las pantallas en cualquier lugar del mundo. En nuestro caso, ya que los grandes canales de televisión no están para esas menudencias, fue vía Youtube. Allí emitía un canal francés, BFMTV, un programa especial que a las once y pico llevaba cuatro horas en el aire y que prometía estar hasta el mismísimo final, que es lo que desea cualquier internauta, como se los llamaba en la edad de la inocencia.
Antes de medianoche había allí miles de personas conectadas, que emitían cientos de mensajes por segundo en un chat. Pero después nos fuimos quedando sólo los incondicionales. Y recibimos nuestra recompensa. A eso de la una de la madrugada, una diputada que se había podido asomar al interior de la catedral afirmó, con cautela pero con visible alegría, que el interior del templo no había sufrido grandes daños y que las llamas sólo habían destruido la techumbre. Aunque los informes oficiales todavía no echaban las campanas al vuelo, cerramos la vigilia con la certeza de que se había podido evitar la catástrofe total anunciada.
Durante la espera vimos pasar a las autoridades francesas. A Macron, por supuesto, in situ, junto al primer ministro, la alcaldesa y el arzobispo de París. O a Jean-Luc Mélenchon, el líder de Francia Insumisa, absolutamente abatido, diciendo que no quería ni podía hablar de política ante aquella tragedia. Leímos mensajes de líderes de distintos países. El del expresidente Obama incluía una foto familiar de su visita a Notre Dame, con sus hijas encendiendo unas velas. La mayoría tenían alguna palabra para los católicos, igual que Macron, o alguna referencia a que se trataba de una iglesia. Pero esto, que puede parecer obvio, resulta que no lo es.
En España, sin ir más lejos, no hay que dar lo obvio por obvio. Si ese marciano al que invitamos a veces los columnistas como observador de nuestros asuntos terrícolas hubiera visto los mensajes de nuestro presidente del Gobierno y otros políticos de izquierdas sobre el incendio de Notre Dame, no se hubiera enterado. Habría sabido, sí, que Notre Dame es una joya arquitectónica, un edificio emblemático o icónico, un lugar hermoso y un lugar simbólico, pero no habría podido saber que es un lugar de culto, una iglesia, y mucho menos católica. Al referirse a Notre Dame, nuestros políticos de izquierdas sencillamente borraban el hecho religioso y el hecho católico.
La cuestión es interesante porque muestra otro hecho: un hecho diferencial. Veíamos allí, en Francia, en el país de la laicidad, en la nación donde más crudamente se vivió el enfrentamiento entre la Iglesia y la Ilustración, que las autoridades políticas se relacionaban con naturalidad con esa parte esencial y constitutiva de Notre Dame. En cambio, en España, una de las naciones históricamente católicas de Europa, una de las que siguen siendo culturalmente más católicas, los políticos de izquierdas trataban el incendio de Notre Dame como si afectara a un museo o a un edificio valioso, pero para nada como si fuera lo que es: un lugar de culto católico. No es que lo omitieran de forma consciente. Es el piloto automático. Para la izquierda española, decir catolicismo es un problema.
Como siempre, está el fantasma de Franco como explicación. El nacionalcatolicismo tiene hoy, al parecer, una actualidad rabiosa. Pero, como siempre, nos quedaremos muy cortos si se lo cargamos todo al espectro. Porque hay un hilo conductor entre las actitudes hacia lo católico de esta izquierda y las de los progresistas de hace más de un siglo. Y es el mismo hilo por el que se transmite la negativa actitud hacia lo español. En las antiguas élites progresistas, el diagnóstico de España y su historia como anomalías, de un país secularmente atrasado y ajeno a las maravillas civilizatorias –que imaginaban en otros países de Europa–, estaba directamente ligado a su catolicismo. Igual que lo piensan las élites progresistas de nuestro tiempo, aunque éstas, más que pensar, sienten.
La herencia del regeneracionismo y el noventayochismo, de aquellos institucionistas que creían, desde su propio espiritualismo, que la culpa de las imperfecciones históricas y desarmonías españolas era del catolicismo, y de los que, como Giner, señalaban como grandes vergüenzas los "grandes hechos de nuestro pasado", sigue manifestándose una y otra vez. Cada vez menos como ideas y más como tópicos sentimentales. No es imaginable aquí que alguien de izquierdas escriba un texto como el que posteó en su blog Mélenchon cuando ardía Notre Dame, "Nuestra catedral común". Está por encima de sus posibilidades, sí, pero también es imposible. Su España no es nunca la que ha sido y es, sino siempre la que pudo ser y no fue.
Cristina Losada
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