Conocer los últimos avances en neurociencia puede ser fascinante y descorazonador. Hasta hace poco más de un siglo, apenas se cuestionaba la visión del filósofo francés René Descartes que separaba cuerpo y mente. En aquel mundo, las enfermedades mentales eran defectos morales y la libertad o la conciencia dependían de nuestra voluntad o de la de Dios, pero no de la forma en que se organizaban los sesos dentro del cráneo. La experiencia posterior ha mostrado hasta qué punto somos esclavos de la materia.
Uno de los casos que lo demuestran es el de Phineas Gage, un obrero estadounidense del ferrocarril que sobrevivió a un accidente en el que una barra de hierro le atravesó el cerebro. Sus compañeros se alegraron por el regreso improbable de aquel compañero competente y amable, pero pronto se dieron cuenta de que ya no era el mismo. Dejó de llegar a tiempo al trabajo y se volvió agresivo e impaciente. Los daños que había sufrido en el lóbulo frontal, una región que permite gestionar las emociones o planificarse, habían hecho desaparecer para siempre al viejo Gage.
Después de aquel caso, se ha observado en multitud de ocasiones que los daños en áreas del cerebro importantes para procesar las emociones pueden condenar a quien los sufre a la parálisis. Pese a mantener intacta la capacidad de raciocinio, estas personas no pueden elegir. Platón quiso organizar una sociedad en la que mandasen los filósofos, basándose en su razón perfecta y en criterios objetivos, pero no sabía cómo funciona en realidad el cerebro humano. Como explica Johnatan Haidt en La mente de los justos, cuando se adopta una postura, en particular una que involucra nuestra moral, son las emociones las que nos empujan en una dirección. Después, la razón se encarga de justificar una decisión que ya han tomado las tripas.
Trastornos como la esquizofrenia o el autismo pueden levantar inhibiciones y revelar capacidades artísticas
La comprensión de los trastornos cerebrales nos está ayudando a entendernos mejor a nosotros mismos y de eso, en parte, va el último libro del Nobel Eric Kandel, La nueva biología de la mente. El profesor de la Universidad de Columbia (EE UU), uno de los neurocientíficos más prominentes del mundo, recuerda el tiempo en que Emil Kraepelin puso las bases de la psiquiatría moderna buscando el origen biológico de las enfermedades de la mente. En aquellos tiempos, cuando se realizaba una autopsia no era posible identificar los daños físicos que habían provocado una esquizofrenia o una depresión, pero eso ha cambiado con las técnicas de imagen y los análisis genéticos.
“Pese a lo prodigioso que parece, el cerebro es un órgano del cuerpo y al igual que todas las estructuras biológicas está compuesto de genes que lo regulan”, escribe Kandel. El estudio de gemelos idénticos muestra la gran predisposición genética de las principales enfermedades psiquiátricas. Si uno de los hermanos tiene autismo, el otro lo tendrá en el 90% de los casos, en el 70% en el caso del trastorno bipolar y en el 50% en la esquizofrenia. Sin embargo, como reconoce el propio Kandel, aún queda mucho para identificar los genes implicados y conocer su papel y sus interacciones con el medio ambiente.
Desde los primeros esfuerzos de Kraepelin, el estudio de los cerebros dañados ha iluminado el conocimiento sobre los sanos y ha mostrado también el estrecho margen que separa a unos y otros. Los fármacos eficaces para tratar la esquizofrenia, limitando el exceso de dopamina que provoca esta enfermedad, producen síntomas parecidos a los del parkinson, que tiene su origen en una falta del mismo neurotransmisor.
Este juego de equilibrios se observa con especial intensidad en el capítulo que Kandel dedica a la relación entre trastornos cerebrales y arte. Para vivir bien son tan importantes las inhibiciones como las capacidades, pero cuando aparece la enfermedad también pueden liberarse instintos artísticos reprimidos. Sin embargo, Kandel puntualiza que la idea de que la creatividad está relacionada con las enfermedades mentales es una falacia romántica. La psicosis no genera talento artístico, pero puede liberar facultades bloqueadas por las inhibiciones propias de los convencionalismos sociales y educativos. La creatividad tiene un precio que pagan muchos artistas, como han mostrado estudios que sugieren que hasta el 50% de ellos sufren algún tipo de trastorno del ánimo, ya sea depresión o trastorno bipolar.
Es difícil desprenderse de la ilusión de ser libres y por eso a ratos el paseo que ofrece Kandel por el último siglo de avances neurocientíficos puede causar desazón. Una herida en el cerebro puede hacer desaparecer a nuestro anterior yo y un tratamiento médico cambiar algo tan central de nuestra identidad como las preferencias sexuales. Las niñas con hiperplasia suprarrenal congénita están expuestas a un exceso de testosterona durante la gestación y esa experiencia cambia su comportamiento de género posterior. De media suelen preferir objetos y juegos típicos de los niños de su edad y entre las que son medicadas para tratar la hiperplasia se da un pequeño pero significativo aumento de la orientación homosexual y bisexual. "Ahora sabemos que la identidad de género tiene fundamento biológico y que puede diferir del sexo anatómico durante el desarrollo prenatal”, escribe Kandel.
El neurocientífico propone el estudio de la mente como el pilar de un nuevo humanismo, "que combine las ciencias, que se ocupan del mundo natural, con las humanidades, que tratan del significado de la experiencia humana". Ese humanismo nos recuerda que nuestra mente surge de la materia, pero señala que esa materia puede ser modificada por experiencias que se podrían calificar de espirituales. Las terapias psicológicas, una conversación al fin y al cabo, pueden cambiar las conexiones entre las neuronas y transformarnos como una intervención física.
Kandel habla en su libro de las limitaciones que la biología impone a los seres humanos, que en eso no son distintos del resto de los animales. Pero en este viaje a los entresijos del cerebro nos recuerda que para esa máquina las limitaciones son también posibilidades.
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