Mientras escribo esto, una noticia científica ha alcanzado los 923 comentarios. Léela en Materia, se titula "Cómo los hombres llegaron a Dios", y explica una investigación de Oxford que atribuye la deidad a la complejidad social, o al abandono de la tribu en pos de un estilo de vida moderno, basado en la cultura, la agricultura y la división del trabajo: funcionarios, militares, pensadores... y curas. La idea es interesante, porque describe a Dios como una construcción cultural humana, a la altura del alfabeto o el teorema de Pitágoras. La investigación viene a confirmar la ecuación de Voltaire: si Dios no existiera, habría que inventarlo. Y eso es lo que hicimos los humanos.
Los neandertales ya enterraban a sus muertos, y eso suele considerarse una evidencia de que tenían alguna forma de religiosidad, como creer en una vida después de la muerte. Pero el Dios del que habla el estudio de Oxford es mucho, mucho más que todo eso: es el vigía de nuestro comportamiento, el guardián de nuestra moral que, subido a nuestro hombro como un loro, nos recuerda en cada momento lo que debemos hacer y lo que no. Ese Dios personal es el que, según los de Oxford, es un producto de la cultura y la civilización. Y también es el Dios al que descartaba Einstein, que en cambio sí se se divertía jugando con la idea del "Dios de Spinoza", que se revela en la armonía de todo lo que existe. Este Dios de Spinoza y Einstein es, en el fondo, la motivación de todo científico, cuya única fe es que el mundo es comprensible mediante la ciencia y las matemáticas. Si el universo fuera un caos no habría ciencia. Ni científicos. Ni curas.
Pero el Dios que vigila nuestra moral, ese Dios-loro que llevamos en el hombro, hunde sus raíces en lo más profundo de la fisiología de nuestro cerebro. Los científicos cognitivos han hallado evidencias convincentes de que el Dios-loro es nuestra forma automática e innata de pensar. Si un reloj revela la existencia de un relojero, un ser vivo revela la de un creador, o un Creador, siguiendo la parábola decimonónica del reverendo Paley. El joven Darwin, que se licenció en teología en Cambridge, se sabía casi de memoria el libro de Paley, Teología Natural, y se lo llevó en su travesía del H. M. S. Beagle. La obra de referencia de Darwin, El origen de las especies, se puede considerar una refutación punto por punto del libro de Paley y la metáfora del relojero.
Los seres vivos somos en verdad obras de ingeniería, pero el Ingeniero no es más que la evolución, un mecanismo natural poderoso y dedicado a la adaptación al ambiente local. La ciencia no puede demostrar que no hay Dios. Pero sí que no hay un Dios loro. Eso es una construcción cultural, y no está resultando de mucha ayuda en nuestro tiempo.
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