Desde la ventana de la cocina de su casa prefabricada de Auburn, Illinois, Ashley Aldridge veía perfectamente el paso a nivel situado a cien metros.
La joven de 19 años acababa de dar la comida a sus dos hijos cuando vio al hombre en la silla de ruedas. Al fijarse, se percató de que la silla no se movía. Se había atascado entre las vías. El hombre pedía auxilio a gritos. Una moto y dos coches pasaron de largo. Entonces oyó un silbato lejano y el golpe metálico de la barrera al descender, señal de que un tren se aproximaba.
Echó a correr, descalza, por el camino de grava paralelo a la vía. Cuando llegó, el tren estaba a menos de un kilómetro de distancia y avanzaba a 125 kilómetros por hora. Al no conseguir desatascar la silla, agarró al hombre por el pecho desde atrás para levantarlo, pero no pudo. Con el tren acercándose como una exhalación, Aldridge tiró con todas sus fuerzas. Cayó de espaldas, y con ella el hombre. Unos segundos más tarde el tren arrollaba la silla.
La persona a la que Aldridge salvó la vida esa tarde de septiembre de 2015 era un completo desconocido para ella. Su rescate heroico es un ejemplo de lo que los científicos denominan altruismo extremo: actos de generosidad destinados a ayudar a desconocidos aun a riesgo de sufrir graves daños personales.
No es de extrañar que muchos de estos héroes –como Roi Klein, comandante del Ejército israelí que se arrojó sobre una granada para salvar a sus hombres– tengan profesiones en las que poner en riesgo la vida propia para proteger la ajena sea un gaje del oficio. Pero otros son hombres y mujeres normales, como Rick Best, Taliesin Namkai-Meche y Micah Fletcher, que intervinieron para defender a dos mujeres, una de ellas con hiyab, de un hombre que les lanzaba insultos islamófobos en un tren de Portland, Oregón. Los tres fueron apuñalados; solo sobrevivió Fletcher.
Contrastemos estas nobles acciones con las barbaridades que cometemos los humanos: asesinatos, violaciones, secuestros, torturas. Pensemos en la carnicería perpetrada por el hombre que acribilló a balazos al público de un concierto de música country desde el piso 32 del hotel Mandalay Bay en Las Vegas el pasado mes de octubre.
Tres semanas después la cifra oficial de víctimas era de 58 muertos y 546 heridos. O recordemos la crueldad de un asesino en serie como Todd Kohlhepp, agente inmobiliario de Carolina del Sur, que por lo visto dejaba pistas de su afición criminal en las estrambóticas opiniones sobre productos que colgaba en internet; de una pala plegable, decía: «Llévela siempre en el coche para cuando tenga que esconder los cadáveres». Por aberrantes que sean estos horrores, se producen con la frecuencia suficiente como para que nos recuerden una oscura verdad: los humanos somos capaces de maldades indescriptibles.
Los superaltruistas y los psicópatas ejemplifican nuestros mejores y nuestros peores instintos. En un extremo del espectro moral, el sacrificio, la generosidad y otras virtudes que nos ennoblecen y que reconocemos como buenas; en el otro, el egoísmo, la violencia y los impulsos destructivos que consideramos malvados. Y en la raíz de ambas conductas, dicen los investigadores, está nuestro pasado evolutivo.
Su hipótesis es que los humanos (y otras muchas especies, aunque en menor grado) adquirieron por vía evolutiva el deseo de ayudarse mutuamente porque en el seno de los grandes grupos sociales la cooperación era esencial para la supervivencia. Pero como aquellos grupos debían disputarse los recursos, el deseo de lastimar y hasta matar a los rivales también era crucial. «Somos la especie más social de la Tierra. Y también la más violenta –dice Jean Decety, neurosociólogo de la Universidad de Chicago–. Tenemos dos caras porque las dos eran importantes para sobrevivir».
La joven de 19 años acababa de dar la comida a sus dos hijos cuando vio al hombre en la silla de ruedas. Al fijarse, se percató de que la silla no se movía. Se había atascado entre las vías. El hombre pedía auxilio a gritos. Una moto y dos coches pasaron de largo. Entonces oyó un silbato lejano y el golpe metálico de la barrera al descender, señal de que un tren se aproximaba.
Echó a correr, descalza, por el camino de grava paralelo a la vía. Cuando llegó, el tren estaba a menos de un kilómetro de distancia y avanzaba a 125 kilómetros por hora. Al no conseguir desatascar la silla, agarró al hombre por el pecho desde atrás para levantarlo, pero no pudo. Con el tren acercándose como una exhalación, Aldridge tiró con todas sus fuerzas. Cayó de espaldas, y con ella el hombre. Unos segundos más tarde el tren arrollaba la silla.
La persona a la que Aldridge salvó la vida esa tarde de septiembre de 2015 era un completo desconocido para ella. Su rescate heroico es un ejemplo de lo que los científicos denominan altruismo extremo: actos de generosidad destinados a ayudar a desconocidos aun a riesgo de sufrir graves daños personales.
No es de extrañar que muchos de estos héroes –como Roi Klein, comandante del Ejército israelí que se arrojó sobre una granada para salvar a sus hombres– tengan profesiones en las que poner en riesgo la vida propia para proteger la ajena sea un gaje del oficio. Pero otros son hombres y mujeres normales, como Rick Best, Taliesin Namkai-Meche y Micah Fletcher, que intervinieron para defender a dos mujeres, una de ellas con hiyab, de un hombre que les lanzaba insultos islamófobos en un tren de Portland, Oregón. Los tres fueron apuñalados; solo sobrevivió Fletcher.
Contrastemos estas nobles acciones con las barbaridades que cometemos los humanos: asesinatos, violaciones, secuestros, torturas. Pensemos en la carnicería perpetrada por el hombre que acribilló a balazos al público de un concierto de música country desde el piso 32 del hotel Mandalay Bay en Las Vegas el pasado mes de octubre.
Tres semanas después la cifra oficial de víctimas era de 58 muertos y 546 heridos. O recordemos la crueldad de un asesino en serie como Todd Kohlhepp, agente inmobiliario de Carolina del Sur, que por lo visto dejaba pistas de su afición criminal en las estrambóticas opiniones sobre productos que colgaba en internet; de una pala plegable, decía: «Llévela siempre en el coche para cuando tenga que esconder los cadáveres». Por aberrantes que sean estos horrores, se producen con la frecuencia suficiente como para que nos recuerden una oscura verdad: los humanos somos capaces de maldades indescriptibles.
Los superaltruistas y los psicópatas ejemplifican nuestros mejores y nuestros peores instintos. En un extremo del espectro moral, el sacrificio, la generosidad y otras virtudes que nos ennoblecen y que reconocemos como buenas; en el otro, el egoísmo, la violencia y los impulsos destructivos que consideramos malvados. Y en la raíz de ambas conductas, dicen los investigadores, está nuestro pasado evolutivo.
Su hipótesis es que los humanos (y otras muchas especies, aunque en menor grado) adquirieron por vía evolutiva el deseo de ayudarse mutuamente porque en el seno de los grandes grupos sociales la cooperación era esencial para la supervivencia. Pero como aquellos grupos debían disputarse los recursos, el deseo de lastimar y hasta matar a los rivales también era crucial. «Somos la especie más social de la Tierra. Y también la más violenta –dice Jean Decety, neurosociólogo de la Universidad de Chicago–. Tenemos dos caras porque las dos eran importantes para sobrevivir».
Distintos estudios también han asociado las conductas violentas, psicopáticas y antisociales con la ausencia de empatía, que a su vez parece ser consecuencia de defectos en los circuitos neuronales. Estos nuevos hallazgos están sentando las bases de regímenes de entrenamiento y programas de tratamiento destinados a elevar la respuesta empática del cerebro.
Hubo un tiempo en que los investigadores estaban convencidos de que a los niños pequeños les daba exactamente igual el bienestar de los demás, una conclusión lógica si uno ha presenciado la rabieta de un crío de dos años. Pero recientes hallazgos demuestran que los bebés sienten empatía mucho antes de cumplir un año de vida.
La ciencia ha descubierto que la empatía es una chispa que enciende la compasión y nos induce a ayudar al prójimo
Maayan Davidov, psicóloga de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y sus colegas son los autores de algunos de esos estudios, en los que se analiza la conducta de los niños cuando ven a una persona sufriendo: bien sea un niño que llora o bien uno de los investigadores o la propia madre simulando que se ha hecho daño.
Incluso antes de los seis meses, muchos bebés responden a tales estímulos con expresiones faciales que reflejan preocupación e interés; algunos también exhiben gestos de consuelo, como inclinarse hacia delante e intentar comunicarse con la persona que está en apuros. En su primer año de vida, los pequeños también dan muestras de querer comprender el sufrimiento que están presenciando. Al año y medio suelen traducir su empatía en conductas sociales positivas, como dar un abrazo u ofrecer un juguete al niño que se ha hecho daño.
Pero eso no ocurre con todos los niños. En una pequeña minoría, y a partir del segundo año de vida, los investigadores identifican lo que ellos denominan una «indiferencia activa» respecto a los demás. «Cuando alguien comunicaba al grupo de niños que estaban siendo estudiados que otra persona le había hecho daño –explica Carolyn Zahn-Waxler, investigadora de la Universidad de Wisconsin-Madison–, estos se reían de él o incluso lo criticaban duramente diciéndole “No te pasa nada” o “Es por tu culpa”».
Al seguirles la pista hasta que entraban en la adolescencia, Zahn-Waxler y su colega Soo Hyun Rhee, psicóloga de la Universidad de Colorado, descubrieron que tenían muchas probabilidades de desarrollar tendencias antisociales y meterse en líos.
Otros estudios han medido la insensibilidad y la carencia de expresión emocional en adolescentes valiéndose de preguntas tales como si el sujeto siente remordimientos tras haber cometido una mala acción. Los que obtienen puntuaciones altas en los rasgos de «dureza e insensibilidad afectiva» tienden a presentar problemas conductuales frecuentes y graves, como mostrar una agresividad extrema en las peleas o realizar actos vandálicos.
También se ha descubierto que parte de estos adolescentes acaban cometiendo delitos graves (homicidios, violaciones o robos violentos). Algunos son proclives a convertirse de adultos en auténticos psicópatas, individuos de corazón frío y calculador que cometen sin inmutarse iniquidades inimaginables. (La mayoría de los psicópatas son varones).
Si el déficit de empatía en el que estriban las conductas psicopáticas puede identificarse en los dos o tres primeros años de vida, ¿reside entonces la maldad en los genes, enroscada cual serpiente dentro del ADN, esperando el momento para atacar? La respuesta no es categórica. Tanto la naturaleza como el entorno tienen su papel.
Estudios llevados a cabo con gemelos han dirimido que los rasgos de dureza e insensibilidad afectiva que muestran algunos niños y adolescentes son consecuencia en gran medida de su herencia genética. Sin embargo, en un estudio de 561 niños nacidos de madres con antecedentes de conducta antisocial, los investigadores descubrieron que los que eran adoptados por familias que les proporcionaban afecto y cuidados tenían muchas menos probabilidades de exhibir esos rasgos que los adoptados por familias menos afectuosas.
Los niños que nacen con una genética que eleva sus probabilidades de tenerdificultades para empatizar suelen tenerlo doblemente difícil. «Un niño que no demuestra afecto como sus pares de desarrollo típico, que no da muestras de empatía, provocará en las personas de su entorno (padres, maestros, compañeros) reacciones muy distintas a las que provocaría un niño más dócil y empático –dice Essi Viding, investigadora en psicología en el University College de Londres–.
Y muchos de estos pequeños, huelga decirlo, viven con su familia biológica, así que a menudo se topan además con la mala suerte de tener unos padres que quizás estén peor preparados para muchas de las tareas de la crianza, a los que se les da peor empatizar y regular sus propias emociones».
Los bomberos trataron desesperadamente de salvar a los seis hijos de los Philpott cuando se incendió su casa de Derby, Inglaterra, en la madrugada del 11 de mayo de 2012, pero cuando por fin llegaron al piso de arriba, donde los pequeños dormían, solo uno seguía vivo. Falleció dos días después en el hospital. La policía sospechaba que el incendio había sido provocado; tenía pruebas de que se había vertido gasolina por la ranura del buzón de la puerta principal.
Los vecinos de Derby recaudaron dinero para ayudar a los padres –Mick y Mairead Philpott– con los gastos funerarios. En una rueda de prensa para agradecer el gesto, él se presentó sollozando y llevándose a los ojos un pañuelo de papel que no llegó a mojarse. Al salir del local se desmayó, pero al tercero en la jerarquía de la policía de Derbyshire le llamó la atención lo artificial de su actitud. Al cabo de 18 días la policía detuvo al matrimonio. Los investigadores demostraron que habían prendido fuego a la casa junto con un cómplice para incriminar a la examante de Mick. Un tribunal declaró a los tres culpables de homicidio.
La pena simulada de Philpott y su falta de remordimientos son dos de las características que definen a los psicópatas. Los psicópatas sienten una indiferencia total por los sentimientos de los demás, aunque parece que aprenden a imitar emociones. «Realmente tienen una incapacidad absoluta de entender sentimientos como la empatía, la culpa o el remordimiento», dice Kent Kiehl, neurocientífico de la Mind Research Network y de la Universidad de Nuevo México. Son personas que «simplemente no tienen nada que ver con el resto de nosotros».
Kiehl lleva 20 años explorando esta diferencia a base de realizar escáneres cerebrales a reclusos. (Casi uno de cada cinco hombres adultos que están en prisión en Estados Unidos y Canadá obtiene una puntuación elevada en los tests de psicopatía –que evalúan una lista de 20 criterios tales como la impulsividad y la ausencia de remordimientos–, frente a uno de cada 150 individuos de la población masculina general). Desde 2007 Kiehl y sus colegas han escaneado a más de 4.000 presidiarios para medir su actividad cerebral y el tamaño de distintas regiones cerebrales.
La plasticidad de nuestro cerebro social persiste en la edad adulta. Podemos entrenarnos para ser más amables y generosos
Cuando recuerdan una batería de palabras de gran carga emotiva (como «pena» y «enfado») que se les han mostrado momentos antes, los delincuentes psicopáticos presentan una disminución de la actividad en la amígdala cerebral, uno de los centros primarios de procesamiento emocional, en comparación con los reclusos no psicopáticos. En una tarea diseñada para poner a prueba la toma de decisiones morales, los investigadores piden al preso que evalúe cuán ofensivas son las imágenes que ve en la pantalla: miembros del Ku Klux Klan quemando cruces, por ejemplo, o un rostro ensangrentado a causa de una paliza.
Aunque las evaluaciones indicadas por los delincuentes psicopáticos no difieren demasiado de las indicadas por los no psicópatas –todos ellos reconocen la transgresión moral que entrañan las imágenes–, los psicópatas tienden a mostrar una activación más débil en las regiones cerebrales clave para el razonamiento moral.
Basándose en estos hallazgos y otros parecidos, Kiehl está convencido de que los psicópatas sufren deficiencias en un sistema de estructuras cerebrales interconectadas –entre ellas la amígdala y la corteza orbitofrontal– que participan en el procesamiento de las emociones, en la toma de decisiones, en el control de los impulsos y en el establecimiento de objetivos. Se aprecia «básicamente entre un 5 y un 7% menos sustancia gris en esas estructuras en los individuos con rasgos psicopáticos muy marcados en comparación con otros reclusos», explica Kiehl.
Da la impresión de que el psicópata compensa esa deficiencia usando otras partes del cerebro para simular cognitivamente lo que en buena ley pertenece al ámbito de las emociones. «En otras palabras, el psicópata tiene que pensar sobre lo que está bien y lo que está mal cuando los demás simplemente lo sentimos», escribía Kiehl en un artículo que publicó junto con otros expertos en 2011.
Abigail marsh, actualmente psicóloga de la Universidad de Georgetown, tenía 19 años cuando conducía su coche por un puente y dio un volantazo para no atropellar a un perro. El vehículo derrapó, hizo varios trompos y quedó parado en el carril rápido, en sentido contrario a la marcha. Marsh no conseguía encender el motor y tenía miedo de salir, porque a su lado pasaban como relámpagos coches y camiones. Un hombre aparcó en el arcén, atravesó la autopista a pie y la ayudó a arrancar. «Corrió un riesgo enorme al cruzar los carriles. La única explicación posible es que simplemente quería ayudar –dice Marsh–. ¿Cómo puede alguien sentir el impulso de hacer algo así?».
Al poco tiempo de empezar a trabajar en Georgetown, se preguntó si el altruismo mostrado por aquel conductor no sería de algún modo el polo opuesto de la psicopatía. Se propuso reunir un grupo de individuos excepcionalmente amables para estudiarlos y pensó que encontraría sujetos ideales para su propósito entre los donantes de riñón, personas altruistas que deciden donar ese órgano a un desconocido, a veces incluso pagando de su propio bolsillo, sin recibir nada a cambio.
Marsh y sus colegas reunieron a 19 donantes procedentes de todo el país. Los investigadores mostraban a cada uno de ellos una serie de fotografías en blanco y negro de expresiones faciales, unas de miedo, otras de ira y otras neutras, y al mismo tiempo los sometían a una resonancia magnética para estudiar tanto la actividad como la estructura de su cerebro.
Al observar rostros asustados, los donantes presentaban una respuesta más intensa en la amígdala cerebral derecha que los individuos del grupo de control. Además, los investigadores descubrieron que la amígdala derecha de los donantes era, de promedio, un 8 % más grande que la de los otros.
Estudios similares realizados anteriormente sobre sujetos psicopáticos habían revelado justo lo contrario: la amígdala cerebral de un psicópata es más pequeña y registra menor actividad que la de los sujetos de control cuando reacciona a la imagen de un rostro asustado.
«Las expresiones de miedo provocan interés y preocupación. Si no reaccionas a esa expresión, es poco probable que te preocupe lo que les ocurra a los demás –explica Marsh–. Y los donantes de riñón altruistas parecen ser muy sensibles al malestar del prójimo, siendo el temor el tipo de malestar más agudo, quizás en parte por tener una amígdala de mayor tamaño que la media».
Al poco tiempo de empezar a trabajar en Georgetown, se preguntó si el altruismo mostrado por aquel conductor no sería de algún modo el polo opuesto de la psicopatía. Se propuso reunir un grupo de individuos excepcionalmente amables para estudiarlos y pensó que encontraría sujetos ideales para su propósito entre los donantes de riñón, personas altruistas que deciden donar ese órgano a un desconocido, a veces incluso pagando de su propio bolsillo, sin recibir nada a cambio.
Marsh y sus colegas reunieron a 19 donantes procedentes de todo el país. Los investigadores mostraban a cada uno de ellos una serie de fotografías en blanco y negro de expresiones faciales, unas de miedo, otras de ira y otras neutras, y al mismo tiempo los sometían a una resonancia magnética para estudiar tanto la actividad como la estructura de su cerebro.
Al observar rostros asustados, los donantes presentaban una respuesta más intensa en la amígdala cerebral derecha que los individuos del grupo de control. Además, los investigadores descubrieron que la amígdala derecha de los donantes era, de promedio, un 8 % más grande que la de los otros.
Estudios similares realizados anteriormente sobre sujetos psicopáticos habían revelado justo lo contrario: la amígdala cerebral de un psicópata es más pequeña y registra menor actividad que la de los sujetos de control cuando reacciona a la imagen de un rostro asustado.
«Las expresiones de miedo provocan interés y preocupación. Si no reaccionas a esa expresión, es poco probable que te preocupe lo que les ocurra a los demás –explica Marsh–. Y los donantes de riñón altruistas parecen ser muy sensibles al malestar del prójimo, siendo el temor el tipo de malestar más agudo, quizás en parte por tener una amígdala de mayor tamaño que la media».
La mayoría de las personas no son ni altruistas extremos ni psicópatas, y en una sociedad no es habitual que los individuos cometan actos de violencia contra sus semejantes. Sin embargo, el genocidio existe: masacres organizadas que exigen la complicidad y pasividad de un gran número de personas.
En la historia se repiten una y otra vez los casos de grupos sociales organizados según criterios étnicos, nacionales, raciales y religiosos que han masacrado a otros grupos. La Alemania nazi acabó con millones de judíos; los Jemeres Rojos exterminaron a sus compatriotas camboyanos; los hutus de Ruanda asesinaron a cientos de miles de tutsis; los terroristas del Estado Islámico aniquilaron a los yazidíes de Irak. Prácticamente no hay región del mundo que no haya vivido un genocidio. Acontecimientos así son la prueba aciaga de que el mal es capaz de vampirizar colectivos enteros.
Que la voz de la conciencia pierda toda importancia para los peones que ejecutan un genocidio se explica en parte en el marco de los experimentos llevados a cabo en los años sesenta por el psicólogo Stanley Milgram en la Universidad Yale. En ellos se pedía a los sujetos que administrasen descargas eléctricas a una persona que se hallaba en otra sala como castigo por haber respondido mal a una serie de preguntas, elevando el voltaje cada vez que se equivocaba.
A instancias de la persona de bata blanca que interpretaba el papel de científico investigador, muchos sujetos aumentaban el nivel de las descargas hasta voltajes peligrosos. Las descargas no eran reales y los gritos de dolor que oían eran una grabación, aunque los sujetos no lo sabían. Los estudios demostraron lo que Milgram describía como «la extrema disposición de los adultos a hacer prácticamente cualquier cosa si así se lo ordena una autoridad».
Gregory Stanton, fundador de Genocide Watch, una ONG dedicada a prevenir los asesinatos en masa, ha identificado las fases que pueden llevar a unas personas en principio decentes a cometer un crimen. Todo empieza cuando un líder demagógico señala a un grupo diana como «los otros» y afirma que son un peligro para los intereses de sus partidarios.
Después llega la discriminación, y pronto los líderes proceden a caracterizar a la población diana como subhumana, socavando la empatía del grupo para con «los otros». En la siguiente fase la sociedad se polariza. «Quien planea un genocidio dice: “O estás con nosotros o contra nosotros”», dice Stanton.
Llega entonces la fase de preparación. Los arquitectos del genocidio elaboran listas de exterminables, acopian armas y planean cómo se han de llevar a cabo las matanzas. A veces se obliga a los integrantes del grupo señalado a trasladarse a guetos o a campos de concentración. Y entonces comienza la masacre.
Muchos de sus autores actúan sin el menor remordimiento, no porque sean incapaces de sentirlo –como ocurre con los asesinos psicópatas–, sino porque hallan modos de racionalizar las matanzas. James Waller, experto en genocidio, relata que vislumbró esa «increíble capacidad de la mente humana para explicar y justificar los actos más malvados» cuando entrevistó a decenas de hombres hutus condenados por o acusados de cometer atrocidades durante el genocidio ruandés. Algunos habían matado niños a hachazos.
Su explicación, según Waller, era: «Si no los mataba, aquellos niños habrían crecido y venido a matarme a mí. Matarlos era imprescindible para la supervivencia de los míos».
En la historia se repiten una y otra vez los casos de grupos sociales organizados según criterios étnicos, nacionales, raciales y religiosos que han masacrado a otros grupos. La Alemania nazi acabó con millones de judíos; los Jemeres Rojos exterminaron a sus compatriotas camboyanos; los hutus de Ruanda asesinaron a cientos de miles de tutsis; los terroristas del Estado Islámico aniquilaron a los yazidíes de Irak. Prácticamente no hay región del mundo que no haya vivido un genocidio. Acontecimientos así son la prueba aciaga de que el mal es capaz de vampirizar colectivos enteros.
Que la voz de la conciencia pierda toda importancia para los peones que ejecutan un genocidio se explica en parte en el marco de los experimentos llevados a cabo en los años sesenta por el psicólogo Stanley Milgram en la Universidad Yale. En ellos se pedía a los sujetos que administrasen descargas eléctricas a una persona que se hallaba en otra sala como castigo por haber respondido mal a una serie de preguntas, elevando el voltaje cada vez que se equivocaba.
A instancias de la persona de bata blanca que interpretaba el papel de científico investigador, muchos sujetos aumentaban el nivel de las descargas hasta voltajes peligrosos. Las descargas no eran reales y los gritos de dolor que oían eran una grabación, aunque los sujetos no lo sabían. Los estudios demostraron lo que Milgram describía como «la extrema disposición de los adultos a hacer prácticamente cualquier cosa si así se lo ordena una autoridad».
Gregory Stanton, fundador de Genocide Watch, una ONG dedicada a prevenir los asesinatos en masa, ha identificado las fases que pueden llevar a unas personas en principio decentes a cometer un crimen. Todo empieza cuando un líder demagógico señala a un grupo diana como «los otros» y afirma que son un peligro para los intereses de sus partidarios.
Después llega la discriminación, y pronto los líderes proceden a caracterizar a la población diana como subhumana, socavando la empatía del grupo para con «los otros». En la siguiente fase la sociedad se polariza. «Quien planea un genocidio dice: “O estás con nosotros o contra nosotros”», dice Stanton.
Llega entonces la fase de preparación. Los arquitectos del genocidio elaboran listas de exterminables, acopian armas y planean cómo se han de llevar a cabo las matanzas. A veces se obliga a los integrantes del grupo señalado a trasladarse a guetos o a campos de concentración. Y entonces comienza la masacre.
Muchos de sus autores actúan sin el menor remordimiento, no porque sean incapaces de sentirlo –como ocurre con los asesinos psicópatas–, sino porque hallan modos de racionalizar las matanzas. James Waller, experto en genocidio, relata que vislumbró esa «increíble capacidad de la mente humana para explicar y justificar los actos más malvados» cuando entrevistó a decenas de hombres hutus condenados por o acusados de cometer atrocidades durante el genocidio ruandés. Algunos habían matado niños a hachazos.
Su explicación, según Waller, era: «Si no los mataba, aquellos niños habrían crecido y venido a matarme a mí. Matarlos era imprescindible para la supervivencia de los míos».
Nuestra capacidad de empatizar y de traducir esa empatía en compasión puede ser innata, pero no es inmutable. Como tampoco lo es la tendencia a desarrollar personalidades psicopáticas y antisociales fijadas en la infancia hasta el punto de ser incorregibles. En los últimos años los investigadores han demostrado que es posible tanto cortar el mal de raíz como reforzar nuestros instintos sociales positivos.
La posibilidad de impedir que un adolescente violento se convierta en un delincuente para toda su vida se ha sometido a ensayo en el Centro de Tratamiento Juvenil de Mendota, Wisconsin, una institución de internamiento para jóvenes que han cometido delitos graves, pero que se gestiona con más vocación de unidad psiquiátrica que de prisión. Los adolescentes remitidos al centro llegan con largas listas de antecedentes delictivos. «Hablamos de críos que, en resumen, se han desvinculado de la raza humana: no tienen conexión con nadie y ocupan una posición de verdadero antagonismo universal», dice Michael Caldwell, un psicólogo veterano de la plantilla.
El centro intenta construir esa conexión con los chicos pese a su conducta agresiva y antisocial. Los internos son evaluados a diario en una serie de escalas de conducta. Si obtienen buenas puntuaciones, se ganan ciertos privilegios que disfrutarán al día siguiente (como poder jugar a un videojuego). Si obtienen malas puntuaciones (si, por ejemplo, se meten en una pelea), pierden privilegios.
El foco no se pone en castigar el mal comportamiento, sino en recompensar la buena conducta, a diferencia de lo que se estila en la mayoría de los correccionales. Con el tiempo los chicos empiezan a comportarse mejor, dice Greg van Rybroek, director del centro. Sus rasgos de dureza e insensibilidad afectiva disminuyen.
La mejora en la capacidad de gestionar sus emociones y controlar sus impulsos violentos parece mantenerse una vez abandonan Mendota. Los adolescentes tratados en el programa cometen muchos menos delitos –y si los cometen, son mucho menos violentos– entre los dos y los seis años posteriores a la salida del centro que los tratados en otras instituciones. «No es que tengamos una varita mágica –dice Van Rybroek–, pero sí hemos creado un sistema que interpreta el mundo desde el punto de vista del joven e intenta desmontarlo de manera cuidadosa y coherente».
En la última década se ha descubierto que la plasticidad de nuestro cerebro social persiste incluso en la edad adulta y que podemos entrenarnos para ser más amables y generosos. Tania Singer, neurocientífica social del Instituto Max Planck de Ciencias Cerebrales y Cognitivas de Leipzig, Alemania, ha aportado unos estudios pioneros que lo demuestran.
La empatía y la compasión utilizan diferentes redes cerebrales, descubrieron Singer y sus colegas. Ambas pueden conducir a conductas sociales positivas, pero la respuesta empática del cerebro que presencia el sufrimiento ajeno puede abocar en ocasiones a la llamada angustia empática, una reacción negativa que induce al testigo a alejarse de la persona que sufre para preservar su propia sensación de bienestar.
Para fomentar la compasión, que combina la percepción del sufrimiento ajeno con el deseo de aliviarlo, Singer y sus colegas han testado los efectos de varios ejercicios de entrenamiento.
Uno de los más señalados, derivado de la tradición budista, es hacer que el sujeto medite sobre una persona querida, dirigiendo afecto y buena voluntad hacia esa figura evocada y luego ampliando esos mismos sentimientos hacia conocidos, desconocidos e incluso enemigos.
El grupo de Singer ha mostrado que, al visionar breves grabaciones de personas que experimentaban sufrimiento emocional, los sujetos que se habían adiestrado en esta forma de meditación, aunque fuese durante apenas unos días, tenían una respuesta más compasiva –delatada por la activación de ciertos circuitos cerebrales– que los que no se habían ejercitado en ella.
En otro estudio, Singer y sus colegas probaron los efectos del entrenamiento compasivo sobre la amabilidad utilizando un juego de ordenador en el que los sujetos guían a un personaje virtual por un laberinto para que llegue al cofre del tesoro. El sujeto va abriéndole puertas; si lo desea, también puede abrirle puertas a otro personaje que vaga por el laberinto en busca del tesoro. Los investigadores descubrieron que los que habían recibido adiestramiento compasivo eran más atentos con el segundo personaje, el equivalente a un desconocido, que los del grupo de control.
Que exista la posibilidad de moldear el cerebro para ser más altruistas es una perspectiva halagüeña para la sociedad. Una forma de acercar ese futuro, cree Singer, sería llevar el entrenamiento compasivo a las escuelas. Quizá lograríamos un mundo más bondadoso, en el que la amabilidad innata deja de ser algo excepcional para convertirse en un rasgo definitorio de la humanidad
La posibilidad de impedir que un adolescente violento se convierta en un delincuente para toda su vida se ha sometido a ensayo en el Centro de Tratamiento Juvenil de Mendota, Wisconsin, una institución de internamiento para jóvenes que han cometido delitos graves, pero que se gestiona con más vocación de unidad psiquiátrica que de prisión. Los adolescentes remitidos al centro llegan con largas listas de antecedentes delictivos. «Hablamos de críos que, en resumen, se han desvinculado de la raza humana: no tienen conexión con nadie y ocupan una posición de verdadero antagonismo universal», dice Michael Caldwell, un psicólogo veterano de la plantilla.
El centro intenta construir esa conexión con los chicos pese a su conducta agresiva y antisocial. Los internos son evaluados a diario en una serie de escalas de conducta. Si obtienen buenas puntuaciones, se ganan ciertos privilegios que disfrutarán al día siguiente (como poder jugar a un videojuego). Si obtienen malas puntuaciones (si, por ejemplo, se meten en una pelea), pierden privilegios.
El foco no se pone en castigar el mal comportamiento, sino en recompensar la buena conducta, a diferencia de lo que se estila en la mayoría de los correccionales. Con el tiempo los chicos empiezan a comportarse mejor, dice Greg van Rybroek, director del centro. Sus rasgos de dureza e insensibilidad afectiva disminuyen.
La mejora en la capacidad de gestionar sus emociones y controlar sus impulsos violentos parece mantenerse una vez abandonan Mendota. Los adolescentes tratados en el programa cometen muchos menos delitos –y si los cometen, son mucho menos violentos– entre los dos y los seis años posteriores a la salida del centro que los tratados en otras instituciones. «No es que tengamos una varita mágica –dice Van Rybroek–, pero sí hemos creado un sistema que interpreta el mundo desde el punto de vista del joven e intenta desmontarlo de manera cuidadosa y coherente».
En la última década se ha descubierto que la plasticidad de nuestro cerebro social persiste incluso en la edad adulta y que podemos entrenarnos para ser más amables y generosos. Tania Singer, neurocientífica social del Instituto Max Planck de Ciencias Cerebrales y Cognitivas de Leipzig, Alemania, ha aportado unos estudios pioneros que lo demuestran.
La empatía y la compasión utilizan diferentes redes cerebrales, descubrieron Singer y sus colegas. Ambas pueden conducir a conductas sociales positivas, pero la respuesta empática del cerebro que presencia el sufrimiento ajeno puede abocar en ocasiones a la llamada angustia empática, una reacción negativa que induce al testigo a alejarse de la persona que sufre para preservar su propia sensación de bienestar.
Para fomentar la compasión, que combina la percepción del sufrimiento ajeno con el deseo de aliviarlo, Singer y sus colegas han testado los efectos de varios ejercicios de entrenamiento.
Uno de los más señalados, derivado de la tradición budista, es hacer que el sujeto medite sobre una persona querida, dirigiendo afecto y buena voluntad hacia esa figura evocada y luego ampliando esos mismos sentimientos hacia conocidos, desconocidos e incluso enemigos.
El grupo de Singer ha mostrado que, al visionar breves grabaciones de personas que experimentaban sufrimiento emocional, los sujetos que se habían adiestrado en esta forma de meditación, aunque fuese durante apenas unos días, tenían una respuesta más compasiva –delatada por la activación de ciertos circuitos cerebrales– que los que no se habían ejercitado en ella.
En otro estudio, Singer y sus colegas probaron los efectos del entrenamiento compasivo sobre la amabilidad utilizando un juego de ordenador en el que los sujetos guían a un personaje virtual por un laberinto para que llegue al cofre del tesoro. El sujeto va abriéndole puertas; si lo desea, también puede abrirle puertas a otro personaje que vaga por el laberinto en busca del tesoro. Los investigadores descubrieron que los que habían recibido adiestramiento compasivo eran más atentos con el segundo personaje, el equivalente a un desconocido, que los del grupo de control.
Que exista la posibilidad de moldear el cerebro para ser más altruistas es una perspectiva halagüeña para la sociedad. Una forma de acercar ese futuro, cree Singer, sería llevar el entrenamiento compasivo a las escuelas. Quizá lograríamos un mundo más bondadoso, en el que la amabilidad innata deja de ser algo excepcional para convertirse en un rasgo definitorio de la humanidad
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