Era un eremita de muy
avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía
surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente
continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un lirio.
Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un
asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes
psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego.
La muerte no perdona a nadie, y cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió
a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino.
El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del
emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y
nueve formas idénticas a la suya. Cuando llegó el emisario de la muerte,
contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar
el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo.
Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a Yama y le expuso lo
acontecido.
Yama, el poderoso Señor
de la Muerte, se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al
oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa
asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso
seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita,
con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó que se aproximaba
el emisario. En unos instantes, reprodujo el truco al que ya había recurrido
anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.
El emisario de la muerte
se encontró con cuarenta formas iguales.
Siguiendo las
instrucciones de Yama, exclamó:
--Muy bien, pero que muy
bien.
!Qué gran proeza!
Y tras un breve
silencio, agregó:
--Pero, indudablemente,
hay un pequeño fallo.
Entonces el eremita,
herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:
--¿Cuál?
Y el emisario de la
muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo sin demora a las
tenebrosas esferas de la muerte.
El ego
abre el camino hacia la muerte y nos hace vivir de espaldas a la realidad del
Ser. Sin ego, eres el que jamás has dejado de ser.
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