Copia del artículo de Frances Torralba publicó en el Periódico.
La publicación del último libro de Stephen Hawking, The grand design, ha propiciado un alud de artículos, debates y tertulias sobre temas tan complejos como el origen del mundo, la física teórica, la metafísica y el alcance de la teología. Son cuestiones estas que raramente ocupan páginas de un periódico, pero que, al parecer, suscitan un gran interés. Probablemente porque, de una forma u otra, interrogan las convicciones más profundas que tenemos y conmueven ciertas creencias.
El 24 de septiembre, Alfonso S. Palomares escribió un artículo sobre la temática con el título Enmienda a la totalidad de Hawking, en el que afirma textualmente que «la teología no es una ciencia», y lo remata diciendo que «más o menos es como un género de literatura fantástica, muy próximo a la poesía». Sin entrar ahora en el análisis del libro de Hawking y la supuesta enmienda a la totalidad, no deja de ser sorprendente la facilidad con la que resuelve un tema tan sumamente discutido en las facultades de Humanidades de todo el mundo como el estatuto epistemológico de la teología.
De las hipótesis de Hawking no se deriva una descalificación de la teología, sino más bien de la filosofía. En el primer capítulo del citado libro, el conocido físico afirma, sin contemplaciones, que la «filosofía ha muerto» (philosophy is dead), pero no se pronuncia sobre la teología. Lo que resulta sorprendente es que muy pocos filósofos hayan respondido razonadamente a esta supuesta acta de defunción de la filosofía. Tampoco describe la naturaleza de la fe, ni toma partido sobre la legitimidad de los monoteísmos. Simplemente, llega a la conclusión de que para explicar la génesis del cosmos no es necesaria la hipótesis de Dios. Esto no representa ninguna novedad en la historia de la cosmología. Muchos pensadores antes que él participaron de la misma idea, pero esta afirmación no entra en conflicto con la teología, porque su objeto formal no es explicar cómo tuvo lugar el mundo, el proceso ontogenético, sino el sentido que tiene el universo, y esto trasciende, como dice Ludwig Wittgenstein, el juego de lenguaje de la ciencia.
La discusión acerca de la cientificidad de las llamadas ciencias humanas, o ciencias del espíritu como las llamaba Wilhelm Dilthey, entre las que se incluye la filosofía, la historia, la filología, la teología y otras viene de muy lejos. En las universidades más prestigiosas del mundo hay facultades de Teología, sean católicas, protestantes o ecuménicas, y no solo me refiero a las universidades privadas, sino también a las públicas, como es el caso de la República Federal de Alemania, un país que se caracteriza por su rigor académico. Al considerarla un género de literatura fantástica se denigra su estatuto y su lugar en el cuerpo de las ciencias.
Es evidente que la teología no es una ciencia experimental. Es obvio que la teología no se expresa con lenguaje matemático, a pesar de que se ha intentado a lo largo de la historia. Solo hay que recordar el caso de Nicolás de Cusa o de Baruch Spinoza. Su método es otro y solo desde un positivismo excluyente que ya casi nadie defiende se la puede arrinconar. Si entendemos la ciencia como un discurso riguroso, metódico y razonable que parte de unos supuestos, no hay duda de que la teología puede considerarse una ciencia, aunque su objeto formal, a saber, Dios, no lo haya visto nunca nadie, como dice el cuarto Evangelio.
El método hermenéutico es básico para entender cómo ha progresado y avanzado la teología durante el siglo XX. Este método nos enseña a leer los textos de un modo riguroso y analítico, superando las lecturas literalistas que hoy solo defienden los que se ubican en posiciones fundamentalistas. El Génesis es un relato que, por definición, pertenece a una tradición literaria, que exige una interpretación simbólica y alegórica que ni confirma ni niega las afirmaciones de los físicos teóricos y cosmólogos.
Sorprende más aún que, en el citado artículo, se afirme que «la fe es un sentimiento mágico». No sé de dónde emerge esta definición, pero no hay duda de que no procede ni de Karl Rahner ni de Hans Urs von Balthasar, los dos grandes teólogos del siglo XX. Tampoco de Friedrich Schleiermacher, que la define como sentimiento, pero no precisamente mágico. La fe ha sido definida como un don, como un acto libre, como una opción fundamental, como una adhesión existencial, como la respuesta razonable a una llamada interior, pero, al definirla como un sentimiento mágico se desnaturaliza su esencia y se la convierte en lo que no es.
Stephen Hawking no se pronuncia respecto al estatuto de la teología, ni tampoco sobre la naturaleza de la fe. Tampoco expresa su concepción de Dios. Albert Einstein, la máxima referencia de la física del siglo XX, reconoció que la ciencia no puede alcanzar el misterio que nos envuelve. Escribe el padre de la teoría de la relatividad: «La ciencia sin la religión es coja, la religión sin la ciencia es ciega».
Francesc Torralba Profesor de la Facultad de Teología de Catalunya