Esta semana vamos a hablar de personas normales, pero personas que dieron la vida por la construcción de la justicia. Hay miles de ejemplos de esto, pero nosotros nos fijaremos en gente cercana a nosotros: Miguel Ángel, Servando, Julio y Fernando eran cuatro hermanos maristas que fueron asesinados cuando estaban sirviendo a refugiados ruandeses en un campo de acogida en el Zaire (la actual República Democrática del Congo).
En 1994, se produjo un auténtico genocidio en Ruanda (800000 personas, la mayoría tutsis, fueron asesinadas a machete en sólo tres meses). Tras este horror, y después de que las fuerzas tutsis se hicieran con el poder, muchos hutus huyeron del país temiendo represalias, y así llegaron al campo de refugiados al que los hermanos maristas fueron a trabajar.
La muerte de los hermanos, curiosamente, no fue causada por soldados tutsis (descontentos con la ayuda que los hermanos brindaban a los refugiados hutus), sino por las milicias hutus que habían protagonizado el genocidio de Ruanda. ¿Por qué lo hicieron si los hutus del campo de refugiados “adoraban” a los hermanos? Pues bien, estos milicianos, sedientos de venganza, veían con malos ojos el mensaje de paz y reconciliación que los hermanos estaban sembrando entre los hutus y los tutsis. Por eso los mataron el 31 de octubre de 1996. Murieron sirviendo. Murieron amando.
Su casa: era modesta. No tenían agua corriente. Recogían la que caía del cielo. El agua servía para cocer la comida y para apagar la sed. Antes había que hervirla y filtrarla. Servía también para darse un baño de cuando en cuando y para lavarse todas las mañanas. Una tina hacía las veces de bañera. Con un cazo dejaban caer el agua por el cuerpo (“como hacen los refugiados”, comentaban en la comunidad con gran satisfacción porque, de ese modo, se identificaban más con ellos).
El colegio: estaba al lado de la casa. Se llamaba Nuestra Señora de la Paz y era extremadamente humilde, al igual que la casa. En los varios pabellones que conformaban el colegio escolarizaban a cientos de alumnos (algunos de ellos recorrían quince kilómetros a pie para asistir a clase) por las mañanas y daban formación profesional –especialmente textil y dirigido a las mujeres- por la tarde.
Un día normal: se levantaban a las cinco y media de la mañana. A las seis y media empezaban la plegaria común y la meditación personal, seguidas de la celebración de la eucaristía.
A las siete y media desayunaban y a las ocho comenzaban las clases y su trabajo en el campo de refugiados: transporte de alimentos, visitas, acogida de refugiados, distribución de víveres…
Comían a las doce y cuarto y, posteriormente, trabajaban con los alumnos de “la profesional” (chicas que acudían a clases de formación y trabajos artesanos). Una hora de oración comunitaria de seis a siete y, luego, la cena. El día terminaba con una reunión comunitaria en la que se comentaban los sucesos del día.
Pastoral Marista